Autor: Pedro García, Misionero Claretiano

¡Bendito sea su santo Nombre!

Meditación. La necesidad de un lenguaje limpio  

Cuando se nos va a dar la bendición con el Santísimo en la Iglesia, entonamos antes unas alabanzas preciosas, que comienzan con el ¡Bendito sea Dios, bendito sea su santo nombre!... Fueron compuestas, hace ya siglos, como reparación de las blasfemias que se proferían contra Dios. Si unos lo maldicen, otros lo glorificamos...

En nuestros países latinoamericanos, afortunadamente, no damos mucha importancia a un mal que en otras partes resulta gravísimo. Es la blasfemia contra el nombre sagrado de Dios.

Y no le damos importancia porque, gracias a Dios, ese mal no se da entre nosotros. En este punto, nuestro lenguaje es limpio, y Dios mismo quiera que siga siempre así, claro como el agua de la fuente.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos previene, cuando nos vuelve a recordar:
- La blasfemia consiste en proferir contra Dios palabras de odio, de reproche, de desafío: en injuriar a Dios, en faltarle al respeto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios.

El gran Catecismo, como podemos ver, sin omitir nada y enumerando todas las formas de la blasfemia, usa un lenguaje muy moderado. Nosotros somos mucho más vehementes cuando se trata de defender el honor de Dios, y si la injuria a Dios es una blasfemia soez arranca de nosotros una cantidad de bilis que no la podemos soportar... A la blasfemia le tenemos un horror instintivo que nos honra de veras.

Sí; es una gloria nuestra el que sabemos respetar el nombre bendito de Dios, y hemos de hacer que jamás se meta entre nosotros esa costumbre de otras partes, y que llamaríamos maldita sin más.

Porque todos sabemos que en algunos países --concretamente los mediterráneos, de naciones tradicionalmente cristianas-- existe esa maldita costumbre, de blasfemar del nombre de Dios con expresiones muy soeces, y de las cuales se cantaba antes:
- La blasfemia es un pecado, que Lucifer inventó...

Leo en un libro cómo un sacerdote catequista se las ingeniaba para adoctrinar a los niños sobre la gravedad de la blasfemia, ese lenguaje de Satanás. Y les decía con gracia, a la par que con energía:
- ¿De quién son hijos los blasfemos? Se lo aseguraba Jesús a sus contrincantes judíos: Vosotros sois hijos del diablo, porque habláis como él. Los blasfemos son hijos del diablo porque hablan su mismo lenguaje, pues cada uno habla el lenguaje que aprendió de sus padres, el lenguaje de su tierra, el lenguaje de la patria. Un inglés habla el inglés, un español habla español, un francés habla francés, y un ruso habla el ruso. Si el que blasfema habla el lenguaje del diablo, es señal de que es hijo del diablo y de que su patria es... ¡adivinen, adivinen!

Leo a continuación en ese mismo libro estas sentencias de los mayores doctores de la Iglesia, que el catequista cita a continuación.
San Jerónimo, el máximo Doctor de la Biblia, asegura:
- No hay mal más horr ible que la blasfemia, porque todos los otros males, comparados con él, son ligeros.
Santo Tomás de Aquino es más categórico:
- Todo pecado, comparado con la blasfemia, es leve.
Y San Agustín no se queda corto:
- Es más grave la blasfemia que el perjurio, la incredulidad y el homicidio.
Acaba San Juan Crisóstomo diciendo:
- La boca del blasfemo es respiradero del infierno.
Dejemos al simpático catequista con su ingeniosa y grave lección. En nuestras tierras, ¡gracias a Dios!, no se le ocurre a nadie tomar el nombre de Dios de esa manera sacrílega.
Al contrario, en medio de nuestros defectos, el nombre de Dios no se nos cae de la boca, o como una invocación o como una expresión de cariño que debe sonar dulce, muy dulce a los oídos del Señor.

Por ejemplo, cuando oímos a nuestras gentes sencillas decir:
Mi Dios..., Mi Diosito..., Dios pri-mero..., Dios lo sabe..., Hay un Dios..., etc. etc., estamos oyendo un gran testimoni o de nuestra fe en Dios, de nuestra confianza en Dios, del amor que le tenemos, de la seguridad que nos da.

Nosotros, por lo mismo, no nos esforzamos en hacer frente a un mal, sino que ponemos todo el empeño en mantener firme el bien que tenemos.

El nombre de Dios lo tomamos en los labios solamente para bendecirlo.
El nombre de Jesucristo no se nos cae de los labios ni su amor del corazón.
El nombre bendito de María lo alabamos sin cesar.
El nombre de cualquier Santo lo pronunciamos siempre con veneración.
Todas las cosas sagradas las nombramos siempre con respeto, con reverencia, con temor santo.

Y no esperamos el ir a la Iglesia a recibir la bendición con el Santísimo para repetir muchas veces esas alabanzas que tanto glorifican al Cielo:
- ¡Bendito sea Dios! ¡Bendito sea su santo Nombre!... ¡Bendita la Virgen! ¡Benditos los Santos!...

Si tenemos el lenguaje del Cielo en nuestros labios, ¿quién nos lo ha en señado, de quién somos hijos, y cuál es nuestra patria?....

CIC, 2148. Ejemplo y citas, MUÑANA, Verdad y Vida, vol. II, nn. 550-553.