Kurt Spang

EL ARTE DEL BUEN DECIR

Predicación y retórica

Dossiers CPL, 95

Centre de Pastoral Litúrgica

Barcelona

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

¿Qué es predicar?

¿Qué es un predicador?

¿Qué es una homilía?

¿Para quién se predica?

PRESUPUESTOS Y CLASIFICACIONES

Dominio del idioma

Ortografía y pronunciación

Vocabulario

La sintaxis y los textos

La perseverancia y la ilusión

LOS GÉNEROS DE LA PREDICACIÓN

El género judicial

El género deliberativo

El género demostrativo

LAS PROPIEDADES DEL DISCURSO HOMILÉTICO

Los criterios de calidad

La adecuación

El dominio del idioma

La claridad y la precisión

La formulación elegante y el estilo

La extensión adecuada

La capacidad de escuchar y leer

Mantener el interés del oyente

A predicar se aprende predicando

Las estrategias persuasivas

Enseñar e informar

Deleitar y divertir

Conmover y movilizar

LA ELABORACIÓN DEL DISCURSO HOMILÉTICO

Consideraciones previas

¿Qué tema y qué objetivo pastoral me propongo en la homilía que preparo?

¿ Qué extensión y estructura le doy a la homilía?

¿A qué asamblea me dirijo?

¿De qué medios dispongo para convencer?

¿De cuánto tiempo dispongo para la preparación de la homilía?

PRIMERA FASE: AVERIGUACIÓN DE MATERIALES

Acumular ideas y materiales

Preguntas acerca de las personas

Preguntas acerca de la problemática

Preguntas acerca de las circunstancias

Los ejemplos

La selección de materiales

Cómo y dónde buscar información

SEGUNDA FASE: ORDENACIÓN DE LOS MATERIALES HALLADOS

Criterios y métodos

Una muestra

Muestra alternativa

Funciones de las partes de la homilía

La introducción

La parte central

La parte final

TERCERA FASE: LA FORMULACIÓN VERBAL DE LA HOMILÍA

Observaciones previas

Claridad, sencillez, brevedad

Formulación oral, formulación escrita

Las estrategias persuasivas y la formulación

La redundancia informativa

Cuatro factores: receptor, tema, intención persuasiva, situación

Los recursos retóricos

Diferencias entre la formulación del texto estándar y el homilético

Otra vez las prácticas

CUARTA FASE: LA MEMORIZACIÓN

Preliminares

Memorizar la homilía

QUINTA FASE: LA ARTICULACIÓN Y LA PRESENTACIÓN

El miedo

Criterios y función de la articulación

La presentación de la homilía

El ambiente

Los desplazamientos y la vestimenta

Los gestos y la mímica

El ensayo general

SEXTA FASE: LAS PRÁCTICAS

EJEMPLOS DE HOMILÍAS

Las lecturas

Las homilías

a) Mons. José María Conget

b) Domingo Ramos-Lissón

c) Herbert Gillessen (cuarto domingo de Cuaresma)

d) José Aldazábal (del sábado de la II semana de Cuaresma)

REPERTORIO DE RECURSOS RETÓRICOS

BIBLIOGRAFÍA

Primera edición: setiembre del 2002

Edita: Centre de Pastoral Litúrgica

ISBN: 84-7467-837-4

D.L.: Z - 1.947 - 2002

Imprime: Gráficas Sender (Zaragoza)

A Javier,
sin cuya insistencia y asistencia
nunca hubiera escrito este libro.

 

 

Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos
y no vuelven allá, sino que empapan la tierra,
la fecundan y la hacen germinar,
para que dé simiente al sembrador y pan para comer,
así será mi palabra, la que salga de mi boca,
que no tornará a mí de vacío,
sin que haya realizado lo que me plugo
y haya cumplido aquello a que la envié.
Isaías, 55, 10-11

 

"Se recomienda encarecidamente,
como parte de la misma liturgia,
la homilía,
en la cual se exponen durante el ciclo del año litúrgico,
a partir de los textos sagrados,
los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana.
Más aún, en las misas que se celebran
los domingos y fiestas de precepto
con asistencia del pueblo,
nunca se omita, si no es por causa grave"
(Constitución sobre la Sagrada Liturgia,
Sacrosanctum Concilium 52)

 

PRÓLOGO

Si para echar una mano a los predicadores hace falta ser sacerdote o teólogo, no sirvo; pero si es suficiente haber recibido el bautismo y las "órdenes retóricas menores", cabe la posibilidad de que la enseñanza de las herramientas del arte del buen decir, que más o menos domino, también pueda ser útil a los predicadores.

Mi posición es, por tanto, más bien la de un receptor del otro lado del ambón que la de un sacerdote y predicador, posición que tal vez resulte tan provechosa como la del profesional de la homilética, porque no sólo tiene en cuenta los aspectos de la elaboración de la homilía sino también los de su recepción. Escribo y juzgo, por tanto, desde la posición de la "víctima", como me comentó jocosamente un amigo sacerdote.

Además, no soy el primero en reconocer la utilidad de los conocimientos de retórica para la predicación. Puedo contar con el apoyo de san Agustín, que era el primero en sostener en su De doctrina christiana que el instrumental originariamente pagano de la retórica clásica no sólo era compatible con el anuncio de la Palabra, sino que incluso debería aplicarse obligatoriamente, porque sólo conociendo y aplicando las "armas" del enemigo -sostiene- es posible vencerle.

Hoy en día ya nadie pone en duda la utilidad y hasta la necesidad del dominio de la retórica para el predicador, y no sólo para él. Es más, en la misma Sagrada Escritura se pueden encontrar abundantes ejemplos de una sabia y sutil utilización de todos los instrumentos retóricos.

Creo que estas recomendaciones que, por así decir, vienen de fuera, pueden liberar en cierta manera del lastre de las convenciones rutinarias de la predicación en las que normalmente se mueve es predicador. Vaya por delante que la herramienta que se ofrece en este libro -por razones obvias- es mucho mas artesanal que espiritual y, por tanto, de ninguna manera puede sustituir una sólida formación teológica, exegética, psicológica y tampoco la imprescindible porción de sentido común necesaria en cualquier actividad humana.

No quisiera terminar estas palabras preliminares sin haber dado las gracias a tantas personas que han querido contribuir a la mejora de este libro a través de sus consejos y colaboraciones. Ante todo al amigo y sutil psicágogo Javier Garde, inspirador de este estudio, a Herbert Gillessen, lejano amigo y sacerdote, al compañero y colega universitario Domingo Ramos, a José Aldazábal por su generosa colaboración y acogida del Centro de Pastoral Litúrgica y a otros que prefieren permanecer en el anonimato. Entre todos han impulsado y afinado esta empresa que no deja de ser una aventura y un atrevimiento.

 

 

INTRODUCCIÓN

"Los laicos están cansados de nuestros sermones moralizadores y poco realistas. No aprecian nuestros planteamientos teológicos desde el púlpito; las llamadas enardecidas, los amargos reparos y las violentas acusaciones ya no les conmueven. Están saturados. Han oído predicar demasiado sobre el evangelio; no hemos predicado bastante el evangelio de salvación. No obstante, continúan sintiendo hambre de la Palabra de Dios, y la experiencia demuestra que desean alimentarse con la savia pascual de la salvación".

Así caracterizaba Mons. Albertus Martín, Obispo de Nicolet, la situación de la predicación en su tiempo. Y continuaba diciendo: "Por su parte, los sacerdotes, mal preparados para la predicación por sus estudios teológicos y su formación clerical, se encuentran desbordados por el ministerio sacramental, el aliento espiritual que han de prestar a los movimientos de apostolado y las tareas administrativas. Ya no logran encontrar tiempo para preparar una homilía substanciosa (...) Carecen también de una sólida teología de la Palabra de Dios."

Duras palabras son, pero proceden de quien debía conocer la situación desde dentro, y deberían constituir un acicate para mejorar las cosas, también hoy.

Sencillamente la Iglesia no puede no anunciar la Palabra, porque es una buena nueva, la buena nueva por antonomasia. Lo debe hacer por mandato divino y se juega el asentimiento y la fidelidad de los fieles si no lo hace con la debida pericia. Es arduo ser sal y luz de la tierra, sin dominar el instrumental de comunicación apropiado. Es necesario predicar con el ejemplo pero también comunicar con la palabra.

Creo conveniente que antes de entrar en materia aclaremos algunos términos técnicos y unos conceptos fundamentales del ámbito de la predicación para que sepamos de qué estamos hablando. Intentaré determinar brevemente cuatro preguntas básicas: ¿Qué es predicar? ¿Qué es un predicador? ¿Qué es una homilía? y ¿Para quién se predica?

 

¿Qué es predicar?

Evidentemente hay que destacar la estrecha relación que existe entre el acto de predicar y la imitación de Jesús. Él mismo inició la tradición de la predicación cristiana y al final de su vida mandó predicar a sus discípulos: "Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación" (Mc 16,15).

El verbo homilein en griego significa hablar confidencialmente, y el verbo predicare en latín significa ‘anunciar públicamente’, y esto es el quid de la cuestión. Es más, como Jesús es la Palabra por antonomasia, predicar significa anunciar la Palabra divina con palabras humanas. Por tanto, es una obligación dominar la palabra humana, dominar el arte del buen decir, si la tarea más significativa del sacerdote es dar a conocer la buena nueva.

Forzosamente predicar implica también una buena dosis de exégesis; la aplicación de las lecturas a la vida actual presupone un conocimiento profundizado del mensaje de estas mismas lecturas a los receptores de entonces. En este orden de ideas, predicar implica siempre una mirada hacia atrás para descubrir el sentido histórico de las lecturas y otra hacia el futuro en la que se deduce de él una aplicación y orientación para el comportamiento venidero.

Evidentemente, proclamar la buena nueva puede revestir muchísimas formas. (En el próximo capítulo veremos muy someramente los géneros más importantes de la predicación).

A menudo desde los márgenes de la Iglesia se oye la afirmación entre irónica y despectiva: ¿para qué predican los curas si sus oyentes ya están dentro de la Iglesia? Como si la predicación tuviera como único o como principal fin la conversión al cristianismo. No quiero negar que determinado tipo de predicación (la denominada "misionera" en sentido estricto) puede apuntar a la conversión de no creyentes y hasta puede conseguirlo; sin embargo, la predicación cotidiana se orienta hacia otro fin y otro tipo de conversión menos espectacular que quizá sea más bien una reconversión, pero no por ello menos importante. Puede propiciar una especie de pequeña conversión reiterativa, un apartarse de las pequeñas y grandes debilidades, una vuelta a los valores auténticos, un volver a dirigir la vista hacia Dios, un tornar al diálogo con Dios.

A pesar de la variedad de las formas, siempre desemboca en el mismo objetivo: mover a los oyentes a hacer el bien, convencerlos de que vale la pena ser cristiano y seguir a Cristo, comunicar la alegría de vivir que proporciona la fe y que a menudo puede consistir en conducir al receptor hacia sí mismo para poder ser otro, para progresar en la fe y avanzar en su actuación. Ahora bien, fundamentalmente "la homilía tiene el objetivo de abrir oportunidades para un diálogo con Dios [...] Puede cumplir con este cometido si descubre y posibilita experiencias del ser y del sentido".

Predicar no puede significar en ningún caso anular la personalidad del creyente, sino fortalecerla para que cobre consciencia de sí mismo y se integre en la comunidad. Predicar es comunicar, y comunicar es participar en la comunidad y crear comunidad. Salta a la vista que, para poder hacerlo, el predicador tiene que convencer también a través de la ejemplaridad sacerdotal, o dicho de otra manera, el buen predicador debe también ser un creyente de pro y predicar con el ejemplo, como afirma tan acertadamente el dicho popular. Veremos más detalles al hablar del oficio de predicador.

Cabe añadir otro aspecto: anunciar la Palabra significa también tener que estar en constante contacto con la Sagrada Escritura, explicarla y aplicarla a las circunstancias contemporáneas en las que se realiza la predicación. Quiero decir que predicar implica un conocimiento doble: el de la Biblia y el de las preocupaciones y tribulaciones de la sociedad en la que vive el predicador y de los hombres a los que se dirige. Predicar significa, por tanto, mediar entre la Palabra portadora de la buena nueva y de las normas de la vida cristiana, por un lado, y los fieles necesitados de criterios, valores, consuelo, estímulos y a veces de crítica y reprimenda, por otro.

Es curioso observar cómo en nuestras latitudes la tónica general de la predicación en pocas décadas ha pasado de la amenaza truculenta a la indulgencia liviana. Como en tantas otras ocasiones, al parecer resulta difícil encontrar el equilibrado punto medio. El fiel puede escuchar una homilía reprobatoria y, sin embargo o precisamente por esto, volverse a casa consolado y reconfortado. Predicar significa siempre predicar hacia el futuro y para el futuro. Las miradas hacia atrás sirven de fundamento, constituyen apoyos para consolidar la orientación hacia el porvenir. Predicar significa preparar caminos, que van del presente a una posible mejora, a una conversión, a una vida mejor.

 

¿Qué es un predicador?

Era inevitable hablar ya del predicador al intentar explicar lo que es predicar. No hace falta insistir en el hecho de que el predicador es un ministro ordenado. Los predicadores son psicágogos, en un sentido muy particular como servidores de la Iglesia y en el sentido amplio de la palabra como conductores de almas; primero por su ministerio sacerdotal a través de las potestades que le confiere su condición eclesiástica y también a través de su obligación de anunciar la Palabra.

Ambas funciones y obligaciones son inseparables. El predicador debe tener presente que es representante de Dios ante los fieles. Dios habla a través de él. La predicación debería establecer una especie de eslabón entre Dios y los feligreses, porque el sacerdote domina la Palabra y por ello es capaz de mediar. Es en la obligación de poseedor, de anunciador y mediador de la Palabra, donde conviene que indaguemos un poco más.

No es tanto "poseer" la Palabra de Dios, que es un concepto muy relativo, puesto que en realidad uno no la domina nunca por completo. Por consiguiente, ser anunciador conlleva otra obligación que es, como sugerí más arriba, por un lado, la de meditar y profundizar permanentemente en la Sagrada Escritura y, por otro, profundizar constantemente en la observación y comprensión de la sociedad. El predicador debe ser un "poseído por la Palabra", como decían los profetas, y convertirse en un "mediator Dei" según reza el título de la encíclica de Pío XII (1947). Su labor consiste principalmente en mediar entre Dios y los hombres, "prolongar" el Evangelio anunciándolo y aplicándolo a las necesidades de la época y del momento.

Además, el predicador puede contar con una inapreciable ayuda sobrenatural, "porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 2).

Ser proclamador y mediador de la Palabra implica llevar a los hombres hacia Dios hablando de Dios. El predicador se convierte de este modo en una especie de prolongación del Evangelio, dado que la inmensa mayoría de sus homilías van a ser explicaciones y aplicaciones de los textos bíblicos. Por otro lado, si pretende aplicar los textos bíblicos a la vida, a los problemas y preocupaciones de sus fieles, debe conocer también sus circunstancias vitales. El sacerdote no puede ser "prolongación" si no está en contacto tanto con la Biblia y la vida sobrenatural como con el pueblo, sus aspiraciones y vicisitudes. Conducir almas implica el conocimiento de los que esperan y necesitan su orientación. Y pronto se dará cuenta de que los problemas de los hombres son siempre los mismos. Quiero decir que las inquietudes de los hombres actuales no distan mucho de las de la gente de la que habla la Sagrada Escritura: cambian las circunstancias y el entorno, pero no la esencia.

 

¿Qué es una homilía?

La homilía es evidentemente el texto, la comunicación verbal que primero prepara y luego presenta el predicador en diversas circunstancias pastorales. Como todo este libro va a girar casi exclusivamente en torno a la homilía dominical, aquí sólo quisiera apuntar los rasgos más generales para situarnos.

La inmensa mayoría de las homilías se ubican dentro del marco de la celebración eucarística y forman parte integrante de ella. Como tal, la homilía es la continuación de las lecturas bíblicas, que constituyen una especie de fundamento y repertorio temático preestablecido, puesto que en la casi totalidad de los casos la homilía es lo que hemos denominado antes una prolongación del Evangelio, explicación y aplicación de las enseñanzas y valores contenidos en las lecturas bíblicas, especialmente del Nuevo Testamento, sin olvidar el Antiguo.

La homilía tiene su lugar en la celebración sacramental, está vinculada al calendario litúrgico y se concibe, entre otras cosas, también como puente y enlace respecto de la eucaristía; por tanto, ni es la parte principal ni es un apéndice del misterio litúrgico, sino un segmento imprescindible y coherente dentro de la Eucaristía como lo son las lecturas y la celebración sacramental.

Existe un objetivo común y general de toda predicación que es el del anuncio de la Buena Nueva y el de entrar en comunicación y comunión con Dios. Sin embargo, dentro de este objetivo global, cabe plantearse unas metas específicas. Por lo general, no hay necesidad urgente de pormenorizar el contenido de las lecturas, puesto que el receptor adulto ha oído ya repetidas veces todas las lecturas, porque se reiteran con regularidad en los tres ciclos de lecturas que ha instituido la Iglesia.

Una excepción son los domingos y las fiestas más importantes del Año Litúrgico. Esos días conviene que el predicador tenga en cuenta al menos el conjunto de las lecturas. Tampoco habrá que hacerse muchas ilusiones acerca de los conocimientos bíblicos, sobre todo de los fieles más jóvenes. Podría ser necesario explicar las circunstancias históricas y culturales en las que se producen los hechos relatados; sin embargo, el peso mayor debería recaer sobre la aplicación a las circunstancias actuales, porque es lo que más precisa el feligrés.

A este planteamiento pertenece también la elección de la forma y del tono que se adopte para la presentación de la homilía, puesto que no se puede descartar tampoco que la repetición de las mismas lecturas haya podido crear una especie de preconocimiento y de expectativa rutinarios tanto en el predicador como en el oyente, que se trata de rectificar o, por lo menos, variar. Una de las formas más eficaces de conseguirlo es la presentación de un aspecto insólito y/o una formulación desacostumbrada, capaces de "despertar" el interés del oyente y apuntar a una faceta desconocida del texto o una aplicación actualizada. La homilía nunca debe convertirse en rutina ella misma.

La homilía debe estar vinculada con las lecturas, aunque no es y no debería ser nunca su mera repetición con otras palabras. El predicador debería evitar las perífrasis, porque el fiel casi siempre tiene una noción, aunque sea remota, de los textos bíblicos que ha oído con anterioridad. En cambio, interesa que los textos bíblicos se resuman brevemente y formen una especie de fundamento para mostrar la permanencia de los conflictos y comportamientos humanos, de la buena nueva y también de la presencia de Dios en el mundo.

La homilía posee una potencialidad extraordinaria en el transcurso de la celebración, porque dentro del cuadro litúrgico preestablecido, con su saludable dosis de rito y solemnidad, el sacerdote tiene la ocasión de aprovechar el marco elevado que crea esta solemnidad para dirigirse a los fieles de un modo más directo, más personal y, por tanto, más impactante.

Pienso que no deberían infravalorarse las posibilidades latentes que ofrece esta circunstancia insólita en la que se hace palpable una franja ambivalente entre lo sagrado y lo profano. Con frecuencia se observa que durante la homilía el predicador permanece al amparo del rito que lo arropa, pero en cierto sentido también lo aísla de los fieles, en vez de aprovechar la situación para abrirse y abrir también el culto a la comunidad; por otro lado, la homilía no puede ser un episodio completamente independiente, desprendido de las lecturas y de la celebración eucarística.

No será fácil encontrar este equilibrio, pero se compensará la búsqueda porque los fieles sentirán la presencia de Dios a través de la presencia personal del sacerdote que es quien habitualmente les predica. La homilía podrá cumplir así con su cometido de transmitir y actualizar la buena nueva, de orientar y de consolidar la fe y la esperanza, irradiar entusiasmo y contagiar consuelo.

 

¿Para quién se predica?

La pregunta parece necia: evidentemente se predica para los fieles reunidos en la iglesia, aunque se puede predicar en todas partes (Jesús no está vinculado a un templo o al calendario litúrgico). Sin embargo, el lugar privilegiado de la predicación es la iglesia y la misa, que ya de por sí constituye una situación en la que se propicia el encuentro con Dios. Por tanto, los receptores de la homilía reúnen ciertas particularidades.

Por regla general, vienen dispuestos a escuchar y recibir la Palabra, no ignoran lo que es una homilía, vinculan con ella unas determinadas expectativas y saben cómo hay que recibirla, y ¡ojalá! tengan un concepto positivo y "colaboren" con el predicador. "Toda homilía vive de la esperanza de que hará posible una torna de contacto entre Dios y el hombre, afirma Gerd Theißen. Sin esta esperanza se convierte en un discurso cualquiera que podría pronunciarse también en otros lugares, en otras ocasiones, a otros destinatarios". Las homilías "son discursos planificables que no se logran sin disciplina de trabajo; sin embargo, su éxito sólo puede lograrse de modo imperfecto, pues el diálogo entre Dios y el hombre no puede establecerse a través de ningún método. Las homilías son ocasiones planificables para un acontecer no planificable". "El viento sopla donde quiere" (Jn, 3,8).

Desde Aristóteles, la retórica se concibe como técnica discursiva que requiere y fomenta el diálogo. La práctica homilética convencional es, sin embargo, monológica; por lo menos en el sentido de que no hay costumbre de que los fieles intervengan en la predicación planteando sus dudas, hablando de sus experiencias, aportando sus conocimientos. Excepto en las misas para niños, donde está previsto el diálogo del predicador con ellos, la liturgia no prevé un debate de la homilía.

Sin embargo, y esto es lo importante, el predicador puede estimular la reflexión, la respuesta y la colaboración tácitas haciendo ver los aspectos menos claros, formulando las preguntas que podría hacer el oyente interesado, para que por sus adentros siga pensando y meditando, y tal vez haga las preguntas que se le ocurren en otro momento.

Quiero decir que cualquier comunicación, también la monológica, presupone en cierto sentido la intervención de dos partes; una la emisora, en este caso el predicador y otra, la receptora, los fieles.

Lo mismo que sucede en la docencia e incluso en la conversación, donde se establece una relación entre las partes para evitar la apatía o el aburrimiento, el mismo predicador tiene su parte de responsabilidad en esta invisible relación y conexión que se establece en la homilía. Si él no "alimenta" debidamente a su asamblea, no puede esperar que sus oyentes le "realimenten".

El predicador avezado hace bien si intenta formar en su parroquia un grupo de oyentes y críticos representativos. Debería ser un grupo de feligreses compuesto de personas pertenecientes a varios grupos sociales de diversas formaciones -no sólo sacerdotes- que tanto podrían servir de consejeros a la hora de preparar la homilía como de críticos a posteriori. Estos consejos homiléticos no surgen de la nada, pero siempre habrá cinco o seis personas interesadas y dispuestas a colaborar en cada parroquia; se requiere un tiempo de formación para que los componentes del grupo aprendan lo que se espera de cada uno.

La labor del "consejo" puede dividirse en dos partes temporalmente distintas: en primer lugar puede intervenir en la preparación de la homilía aportando sus ideas acerca del impacto que ha producido la lectura de los textos. En segundo lugar, puede servir de institución crítica después de que se haya pronunciado la homilía. Pero no para valorar la homilía, sino informando sobre el efecto que ha producido en su sensibilidad. La opinión expresada debería ser, por tanto, estrictamente personal y tener en cuenta que el oyente, en cualquier proceso de comunicación, también en la homilía, contribuye poderosamente a la eficacia, al sentido, a la profundización de la homilía.

Comprender significa precisamente eso: cum prehendere en el sentido de "coger" con el interlocutor lo comunicado. Preguntas como: ¿la homilía se oyó bien acústicamente, pudo seguirse sin dificultades, invitó a pensar, despertó mi sensibilidad, me orientó, me consoló, me inspiró esperanza y confianza?, deberían interesar al sacerdote y deberían ser aclaradas por sus "oyentes representativos", porque constituyen factores potentes de retroalimentación, o como se dice con un innecesario anglicismo, el "feedback", para futuras homilías.

 

 

 

PRIMERA PARTE

Presupuestos y clasificaciones.

Los géneros de la predicación

Las propiedades

del discurso homilético

 

 

 

 

PRESUPUESTOS Y CLASIFICACIONES

 

Dominio del idioma

Como es lógico, no es tarea de la retórica homilética ni de ninguna otra retórica enseñar el idioma como tal; los clásicos ya distinguían entre el arte del buen decir y el arte del correcto decir, la gramática.

Se presupone que el predicador ya domina el idioma. Desgraciadamente la experiencia muestra que esto no es siempre el caso. El predicador que detecte lagunas en este ámbito debe procurar remediar urgentemente sus carencias lingüísticas, puesto que el dominio deficiente del idioma equivale a querer erigir un edificio sin tener los ladrillos y materiales necesarios. Ya fuera del ámbito de la predicación, el idioma es la herramienta imprescindible para nuestras relaciones y experiencias con los hombres y el mundo.

¿Qué significa en nuestro ámbito dominio del idioma’? Podemos distinguir varios aspectos que van de la ortografía y pronunciación hasta el léxico, la sintaxis y la elaboración de textos.

 

Ortografía y pronunciación

La ortografía y la pronunciación se refieren a dos ámbitos fundamentales del idioma: por un lado, el escrito, que requiere conocimientos de ortografía, es decir, saber escribir correctamente y dominar la puntuación y, por otro, el oral, que supone la capacidad de articular y entonar correctamente. Más adelante veremos más detalles.

Parece una perogrullada, pero desgraciadamente ya no es tan natural que la gente e incluso los predicadores pronuncien y articulen correctamente; a menudo hasta los comunicadores profesionales y oficiales se expresan y pronuncian de modo bastante o muy deficiente. Estamos asistiendo a un alarmante deterioro generalizado de las capacidades idiomáticas en general. Alarmante también, porque no se trata exclusivamente de la capacidad de expresión. El idioma es también imprescindible para pensar, porque con palabras pensamos, con palabras nos relacionamos con los hombres y las cosas, de manera que el hombre con capacidades lingüísticas deficientes está deshumanizándose.

De todos modos la buena pronunciación no sólo es un requisito imprescindible en la homilía. Es tan necesaria la buena pronunciación de los textos litúrgicos previos y posteriores a la homilía que la de la homilía misma. No es raro que la impresión de descuido en la pronunciación se extienda también a otros ámbitos del quehacer. Digo impresión, porque naturalmente no se puede aplicar tan a la ligera la conclusión: dime cómo pronuncias y te diré quién eres. Ahora bien, el sacerdote se expone fácilmente a conjeturas inmerecidas; es más, si realmente sus fieles no lo entienden por mala articulación, puede malograr el fruto de su predicación.

En este orden de ideas, la práctica de pedir durante la celebración que voluntarios se presten para realizar las lecturas es una espada de dos filos, puesto que, por un lado, anima a que los fieles participen en la celebración, pero, por otro, nunca se sabe qué costumbres articulatorias aportará este voluntario. Conviene que se escoja a los lectores con antelación y sabiendo que son capaces de pronunciar debidamente y que se hayan preparado la lectura.

 

Vocabulario

Dominar el idioma significa en primer lugar estar familiarizado con el vocabulario y con los diversos registros del lenguaje. Este dominio debe ser al menos pasivo, es decir, el receptor debe ser capaz de comprender las palabras que se manejan en la prensa, en los libros y en las conversaciones cotidianas; infinitamente mejor será que también domine activamente el vocabulario del modo más amplio posible. Dominar el vocabulario significa dominar la realidad, dominar lo concreto y lo abstracto, lo material y lo inmaterial.

Salta a la vista que un predicador debe poder expresar muchas circunstancias y muchos matices y no deben faltarle los elementos básicos para hacerlo, que son las palabras. Las carencias léxicas son una especie de ceguera intelectual, puesto que lo que no se sabe nombrar no se conoce y no se puede comunicar.

 

La sintaxis y los textos

Dominar el idioma significa, además, conocer las posibilidades que ofrece la sintaxis, el modo de construir las oraciones para expresar adecuadamente las ideas que se pretenden comunicar. Son actividades distintas yuxtaponer oraciones principales que se consideran apropiadas para exponer hechos, enumerar casos o circunstancias. La subordinación permite precisar las relaciones existentes entre ideas y hechos, permite expresar la relación, la causa, la finalidad, la condición, etc. Cualquier gramática ofrece materiales abundantes para conocer más de cerca las virtualidades de la sintaxis.

Dominar el idioma incluye también la capacidad de elaborar y comprender textos completos: una carta, un informe, una redacción, un acta, un comunicado, un discurso, un libro, etc.

Naturalmente también significa capacidad de realizar una homilía. El propósito de este libro es precisamente el de mostrar cómo se pueden elaborar homilías. No hace falta insistir en que todo ello se considera presupuesto previo a las enseñanzas homiléticas del presente libro. No nos podemos dedicar a la ampliación del vocabulario ni a lecciones de gramática, aunque la lectura de cualquier libro -también la de este- ya constituye en cierta medida una ampliación del vocabulario y demás conocimientos gramaticales.

¿Qué más puede hacer aquel que se da cuenta de que domina defectuosamente el idioma? Una de las condiciones previas más esenciales es la de ser consciente de los propios defectos y tener el deseo de remediarlos. Una forma de remediarlos eficaz y rápidamente es la lectura atenta de textos bien escritos, ante todo de buenas obras literarias; lectura atenta significa, en primer lugar, lectura consciente, en el sentido de no fijarse sólo en el significado de las oraciones y textos, sino también en su formulación. Dicho de otro modo, no sólo hay que fijarse en el qué, sino también en el cómo. Precisamente por este motivo recomiendo la lectura de buenas obras literarias, porque si hay personas capacitadas para el manejo del idioma son, sin duda, los renombrados autores literarios.

 

La perseverancia y la ilusión

Además del dominio del idioma, se requieren otras capacidades no estrictamente idiomáticas para llevar a cabo la preparación de una homilía. Son la perseverancia y el entusiasmo.

Por perseverancia entiendo el don de poder dedicarse con tenacidad y constancia a la realización de una tarea. La posibilidad de terminar sin interrupción la elaboración de una homilía depende, por un lado, de su extensión y, por otro, del tiempo del que dispone el predicador. De todas formas, por regla general, el predicador debería intentar conseguir terminar la homilía sin interrupciones. Terminar sin interrupción no significa que deba hacerlo de una sola sentada. Se trata, ante todo, de no saltar de una homilía a otra o a la elaboración de otro texto al mismo tiempo, puesto que este procedimiento puede distraer e inducir a confusiones.

Evidentemente, en homilías más complejas y extensas conviene concederse respiros a sí mismo, descansos que pueden ser de dos tipos: en primer lugar, interrupciones breves en las que uno intenta "desconectar" para crear distancia; más de una vez un breve paseo puede originar un sano distanciamiento del tema o ayudar a superar simplemente un punto muerto al que habíamos llegado y hacernos ver las cosas desde otro ángulo, contribuyendo así al perfeccionamiento de la homilía. Cada uno sabrá por experiencia cuál es la "distracción" personal más fructífera.

El segundo tipo de interrupción que puede convertirse en una especie de respiro se debe a obligaciones ineludibles que separan por un tiempo más largo de la elaboración de una homilía y son capaces de distraer más intensamente de forma que cuesta luego recuperar el "hilo". Uno debería proponerse mantener el fuego vivo, es decir, seguir pensando en el tema incluso si está haciendo otras cosas. Naturalmente, dependerá también del tipo de las obligaciones que aguardan. Desgraciadamente estas interrupciones prolongadas se producirán con creciente frecuencia, puesto que la escasez de vocaciones genera unas penurias de tales dimensiones que el sacerdote a menudo no da abasto a todas las obligaciones de su ministerio. No obstante, no debería nunca perder de vista que la homilía debe conservar un puesto preeminente en la distribución del tiempo disponible, porque es irrenunciable y fundamental para el desarrollo de la comunidad cristiana. Como la celebración sacramental es el umbral que conecta lo sagrado y lo profano, lo natural con lo sobrenatural, la homilía es una puerta de acceso que conecta la Palabra divina con la palabra humana.

Ni que decir tiene que en los casos de interrupciones inevitables y largas durante la preparación de la homilía, es imprescindible desandar los pasos que ya se habían realizado, para poder reanudar la elaboración, sin que se produzca el no infrecuente peligro de crear lagunas o incongruencias en la argumentación y formulación.

 

LOS GÉNEROS DE LA PREDICACIÓN

Cualquier género retórico, homilético o no, siempre es una combinatoria de elementos constantes y variantes; de modo que, para abarcar las diversas formas homiléticas, puede ser conveniente establecer primero un cuadro de los elementos imprescindibles con el fin de poder determinar, sobre la base de este patrón, las diversas variedades de formas de predicación.

¿Cuáles pueden ser las posibles constantes de la homilía?

su carácter de discurso oral ante una asamblea que está celebrando,

su temática religiosa; más precisamente su relación con pasajes de la Sagrada Escritura aplicados a las circunstancias actuales,

la homilía es un discurso dependiente, en el sentido de que se integra en un servicio religioso, acompañada por otras actuaciones litúrgicas,

la homilía es el enlace entre las lecturas y la celebración eucarística,

su extensión es reducida,

su carácter, didáctico; la homilía pretende transmitir valores y orientación ético-religiosa.

Entre las variantes citaré sólo algunas, para que se vea el funcionamiento de la combinatoria. Designo "variante" a aquel factor de la homilía que no permanece igual en todas las homilías. Algunas de las constantes se mantienen sin modificación en todas las homilías en forma general, pero pueden admitir modificaciones parciales. Así el tema siempre es religioso y, por tanto, una constante en este sentido, pero dentro de la temática religiosa puede haber numerosas variantes. De hecho casi todas las homilías cambian según las lecturas y según la selección que aplique el predicador o según el día festivo que toque:

temas cambiantes según lecturas y fechas litúrgicas,

duración cambiante según ocasión (homilías festivas más largas),

homilía adaptada a circunstancias (funeral, boda, bautismo, primera comunión),

cambio de tono según circunstancia, solemne, grave, festivo, alegre,

homilía escrita, televisada, radiofónica.

Como se adivina fácilmente, la lista es susceptible de ampliaciones. Pero no nos interesa aquí la exhaustividad. Importaba mostrar un esquema en el que deben encontrarse los elementos constantes para poder especificar la homilía, y las variantes que determinan las diversas formas específicas derivadas del patrón general.

Aunque en este libro nos centramos casi exclusivamente en la homilía oral y basada en textos bíblicos, es decir, la que se asienta en las lecturas dentro de la celebración eucarística, conviene tener presente que existen otros tipos de predicación que mencionaré muy someramente. Además, casi todos los recursos y técnicas homiléticas que veremos a lo largo de estas páginas son aplicables, en mayor o menor medida, a todos los géneros, pues en todos los casos nos encontramos con discursos, y la retórica se entiende como sistematización de las herramientas de elaboración de comunicaciones verbales.

 

El género judicial

La retórica clásica distinguía tres géneros, caracterizados, sobre todo, por la función que desempeñaban y la facultad humana a la que apelaban. Estos eran el género judicial, el género deliberativo y el género demostrativo o festivo.

El judicial, como ya lo dice el término, se usa en los discursos del fiscal y del abogado en los tribunales. Lógicamente se juzgan hechos ya ocurridos y los criterios que se aplican se sitúan entre los extremos de las categorías de inocente y culpable.

¿Podemos observar afinidades entre el género judicial y la predicación? Salta a la vista que la homilía se basa en principio sobre hechos del pasado -las lecturas por naturaleza son referencias a hechos pasados- y en no pocas ocasiones se juzga la dimensión ética de los hechos presentados. Sin embargo, su cometido no es un juicio a los presentes, sino la aplicación de las enseñanzas a las circunstancias actuales, que naturalmente también puede implicar el enjuiciamiento de comportamientos contemporáneos equiparables con los hechos aludidos en las lecturas. La reprimenda a los ricos que difícilmente entran en el reino de los cielos, en comparación con el camello que pasa por el ojo de la aguja, no ha perdido su validez en la actualidad; ni faltan los hijos pródigos que renuncian a la estancia en la casa del padre, pero son bien recibidos cuando regresan.

Sin embargo, la orientación temporal más llamativa de la predicación se parece más a la del género deliberativo, es decir, al futuro. Tanto la homilía como el discurso parlamentario pretenden cambiar las cosas y cambiar a los hombres. Su intención es una mejora tanto de la situación como de las actitudes y los comportamientos en el futuro, una búsqueda y explicación del sentido, unas veces terrenal y otras sobrenatural, y no es raro que en la predicación se junten las dos dimensiones.

 

El género deliberativo

El género deliberativo clásico se recomienda para el uso parlamentario, es decir, para aquellas circunstancias en las cuales deben ponderarse las ventajas y desventajas de una decisión para la comunidad.

Las homilías no carecen de estas consideraciones acerca de si una acción o un comportamiento son aconsejables o rechazables. En el fondo, la predicación gira en gran parte alrededor de temas éticos, de la transmisión de valores y su justificación para el cristiano. Como la decisión por la realización del bien presupone la libertad de los implicados, la homilía conlleva rasgos del género deliberativo, aunque no conlleve votación comunitaria. Las decisiones las debe tomar cada uno para sí, pero no por ello dejan de ser actos de deliberación y la homilía no deja de ser una ponderación de los pros y los contras de determinados comportamientos y decisiones, como vimos ya más arriba.

 

El género demostrativo

El género demostrativo o festivo se concibe predominantemente como discurso de alabanza y de gozo.

En la liturgia no faltan ocasiones para la demostración de la alegría, del deleite y hasta del júbilo. Las homilías con ocasión del Nacimiento de Cristo o de su Resurrección son ejemplos destacados. Pero también lo son las predicaciones con ocasión de la administración de ciertos sacramentos como las bodas, las primeras comuniones, etc.

No obstante, el género demostrativo no se refiere exclusivamente a los acontecimientos jubilosos: también incluye los que invitan a la reflexión, a la seriedad, a la interiorización, incluso a la crítica seria. Las homilías de la pasión y muerte de Jesús y las homilías de los funerales tienen este aire de grave solemnidad.

A la apelación a los afectos se añade una dimensión estética, de modo que los discursos festivos, homiléticos o no, para encontrar la adecuación entre fondo, intención y forma, tienen que cuidar y limar más el lenguaje que los judiciales y deliberativos.

Una clasificación moderna de los géneros de predicación, como cualquier otra clasificación, puede obedecer a criterios diversos que corresponden a enfoques diferentes. Así una primera clasificación podría establecerse según el número de oyentes y surgirían dos grupos mayores: la predicación dirigida a una asamblea y las homilías y la plática que se dirige a una persona sola, como suele ocurrir en los consejos que el sacerdote da en el sacramento de la penitencia, la consolación de un enfermo o la conversación por el teléfono de la esperanza.

Un segundo criterio de clasificación podría contemplar los géneros según su función, y podría distinguirse la predicación litúrgica en las homilías dominicales y la predicación en otras circunstancias, como bodas, primera comunión, confirmación, a las que puede añadirse la predicación didáctica. A estas últimas pertenecen actividades como la catequesis, los cursos matrimoniales, los ejercicios espirituales, las meditaciones, etc.

Salta a la vista en esta época de los medios de comunicación que al lado de la predicación oral, directa, usual, surgen otros soportes como las predicaciones escritas en la prensa, las radiofónicas o televisivas y, cómo no, las accesibles a través de internet. Pero ya en los inicios de la cristiandad existían formas de predicación escritas. Una de las muestras más destacadas son las epístolas recogidas en el Nuevo Testamento, destacando las del apóstol san Pablo.

Sin duda, la lista es ampliable, pero de nuevo no nos interesa aquí la exhaustividad, sino echar un vistazo a los criterios de clasificación y al panorama variadísimo de posibles comunicaciones homiléticas. Cada una de estas formas precisaría un tratamiento mucho más extenso, sobre todo porque algunas de ellas -ante todas las comunicaciones de tipo religioso por televisión e internet- van cobrando una importancia cada vez mayor.

 

LAS PROPIEDADES DEL DISCURSO HOMILÉTICO

 

Los criterios de calidad

Antes de iniciar lo que podríamos llamar las instrucciones de uso para la elaboración de la homilía, será útil esbozar muy someramente algunos puntos clave que habrá que tener en cuenta durante toda la tarea. Son siete y se debe tener presente que contra cada uno de los siete aspectos se puede pecar por exceso y por defecto; el recto proceder se encuentra, como suele ocurrir también en otras circunstancias, buscando el equilibrio entre dos extremos negativos.

De un modo general, esta normativa de "virtudes y vicios" del discurso, como las llamaban los retóricos clásicos, no debe entenderse como férreo precepto regulativo; su utilidad se revela sobre todo para los ejercicios de principiantes, porque son una especie de muleta para el que empieza a andar en estos ámbitos. Los adelantados y los maestros de la comunicación homilética ya la dominan más o menos inconscientemente y juegan con ella buscando y encontrando variaciones a veces sorprendentes.

 

La adecuación

La adecuación constituye el aspecto más importante y omnipresente a la hora de proyectar y elaborar una homilía (y también cualquier otro discurso). La adecuación abarca dos ámbitos, uno externo y otro interno: el ámbito externo significa adecuación de la homilía a todos los condicionantes y circunstancias externos; el ámbito interno implica la adecuación de todos los elementos que integran la homilía entre sí.

Veamos primero la adecuación de la homilía a las circunstancias extraverbales. He aquí algunos aspectos extraverbales que deben tenerse en cuenta.

a) Adecuación a los oyentes. El predicador debe conocer a sus fieles en el sentido de conocer sus capacidades de comprensión y sus expectativas; es el caso de la homilía dominical, que casi siempre se pronuncia ante una comunidad relativamente constante cuyos hábitos y aptitudes se averiguan con la práctica. Mayoritariamente serán unos feligreses heterogéneos, tanto desde el punto de vista de su pertenencia a grupos sociales, como respecto a su edad, formación y sexo. Será excepción el caso de la homilía ante una asamblea homogénea, aunque tampoco hay que descartarlo, porque puede ocurrir que se predique ante unos oyentes que pertenecen al mismo grupo social o incluso a una institución o empresa o a una comunidad religiosa.

La verdadera dificultad es la de adecuar los "ingredientes" de la homilía a unos oyentes heterogéneos; la cuestión es evitar el vuelo excesivamente alto y también la excesiva trivialidad y simpleza. Con otras palabras, se trata de establecer y mantener un nivel de entendimiento adecuado a los oyentes. Veremos más detalles al hablar de la elaboración concreta de la homilía.

Aunque aparentemente resulta fácil y se toma demasiado a la ligera en la práctica homilética, la predicación a niños y adolescentes reviste especial complejidad, circunstancia a la que habrá que prestar mucha más atención puesto que supone una responsabilidad considerable por parte del predicador.

Si la asamblea celebrante se compone de una mezcla de adultos y niños, la situación es extremadamente intrincada, dado que la inmensa mayoría de las homilías se dirigen exclusivamente a adultos, dejando "huérfanos" a los niños, quienes, aparte de su aburrimiento durante la homilía, pueden desarrollar ya inconscientemente una aversión contra toda predicación que será difícil erradicar posteriormente.

El problema es que no hay solución intermedia: no es fácil una homilía mixta, en el sentido de ser apta para niños y adultos a la vez. Por esta razón, la misa específica para niños es altamente recomendable, porque permite la predicación adaptada al nivel de comprensión y vivencias del niño. Es más fácil que los adultos que acompañen a niños a una misa para ellos no se aburran tanto como los niños en una celebración eucarística de adultos, porque estos son capaces de comprender la diferencia de nivel y la necesidad de adaptación de la homilía a las aptitudes de los pequeños.

De modo muy similar, la problemática se repite con los adolescentes, dado que sus experiencias vitales y sus conflictos no son ni los de los niños ni los de los adultos. El peligro de que la predicación de adultos les aburra o por lo menos les deje indiferentes es mayor aún, porque el hastío puede adquirir dimensiones más conscientes y, por tanto, más amenazantes. No pocas veces los adolescentes identifican al sacerdote con la Iglesia y si su actuación en la homilía, como en la celebración eucarística en general, es propensa a suscitar en ellos una actitud rebelde, tanto los adolescentes como el sacerdote llevan las de perder.

b) Adecuación al lugar El lugar de la presentación de la homilía siempre o casi siempre es el mismo: el templo, y empleo este término en un sentido muy lato. En contadas ocasiones (peregrinaciones, procesiones, etc.) se celebran eucaristías al aire libre.

De entrada no existe necesidad de adecuar las iglesias a la predicación, dado que son el lugar originario y arquitectónica y técnicamente concebido como el lugar del anuncio de la Palabra. La presencia de un ambón y ahora también de un micrófono y altavoces no deja lugar a dudas. Esto no excluye que también se pueda predicar desde la sede o acercándose más aún a la asamblea.

La proximidad entre los fieles y el que preside es especialmente deseable y eficaz en las misas y homilías con niños y adolescentes a los que la distancia les afecta vivencialmente. La cercanía corporal les resulta natural y hasta imprescindible. De un modo general, sea física o sólo verbalmente, la aproximación a los feligreses en y a través de la homilía es especialmente recomendable y útil, porque es el momento en el que se produce -como ya vimos- la transición de lo estrictamente ritual de la celebración sacramental hacia un inciso comunicativo directo, un saludable solapamiento de lo divino y lo humano.

No cabe duda de que la atmósfera y la carga simbólica particular de las iglesias y, en ocasiones, la decoración con flores, banderas, cirios, música y canto, hasta las sensaciones olfativas generadas por el incienso, sobre todo con ocasión de las grandes fiestas religiosas, puede crear un ambiente más propicio a la predicación.

c) Adecuación a la hora. La hora de la predicación es la hora de la celebración y, por tanto, también está sujeta a horarios preestablecidos. No obstante, no es lo mismo que una misa se celebre a media mañana, a última hora de la mañana o por la tarde. Quiero decir que es más peligroso alargar la celebración eucarística y la homilía cuando los oyentes ya empiezan a notar la cercanía de la hora de comer o cuando, en una celebración eucarística de la tarde, se acerca la hora de las copas y del cine, y no hablo de la retransmisión de un partido de fútbol...

Evidentemente el sacerdote se dirá con razón que las cosas de Dios son mucho más importantes que cualquiera de estas trivialidades, pero tendrá que tener en cuenta también que la carne es débil y que precisamente en estas ocasiones puede alimentar una fobia a la homilía que podrá contagiarse a otras actitudes y reacciones. Desgraciadamente el porcentaje de fieles que van a misa sólo para cumplir no es insignificante y se trata de educarlos a que asistan con entusiasmo y convicción. Entre otras medidas puede contribuir a la formación del cristiano cabal la adecuación de los horarios y la duración de las homilías.

Veamos ahora el segundo aspecto: la adecuación interna. La adecuación interna no se puede desligar completamente de la adecuación externa, pues las dos se condicionan e interrelacionan mutuamente. Basta pensar en el hecho de que la adecuación a los fieles, que ya vimos como aspecto externo, implica también la adecuación interna de los elementos lingüísticos, del léxico y del estilo a esta asamblea.

En términos generales, adecuación interna significa la búsqueda de un equilibrio entre los elementos mismos de la homilía, el estilo adecuado al tema, la extensión apropiada de las partes entre sí, la duración adecuada en términos absolutos de las partes y respecto de la importancia de la homilía, etc.

Se adivina ya que no es fácil encontrar la justa adecuación, mantener el difícil equilibrio entre todos los componentes externos e internos de la comunicación y que se exige una cuidadosa reflexión y elaboración. Es bastante fácil caer en el vicio del desequilibrio o de la inadecuación de los elementos. Ahora bien, teniendo en cuenta que el éxito de una homilía depende en gran parte de este equilibrio, vale la pena detenerse y ponderar las posibilidades que ofrecen las normas y técnicas retóricas.

 

El dominio del idioma

Más arriba ya hablamos brevemente de este importantísimo tema de la homilética. Vivimos una época en la que el lenguaje está sometido a duras pruebas por dos motivos primordiales relacionados entre sí: primero, porque el lenguaje tiende a ser sustituido por la imagen (televisiva, publicitaria, periodística, cinematográfica) y segundo, porque allí donde todavía se usa el lenguaje, se tiende a la degeneración y al empobrecimiento de las capacidades expresivas, hasta llegar a extremos en los que parece que se presupone que sólo la frivolidad, la chabacanería y la vulgaridad son capaces de surtir efectos comunicativos.

La distinción entre el elevado y selecto lenguaje bíblico y litúrgico respecto de este lenguaje cotidiano, produce un verdadero choque y, en muchos casos, si no resulta incomprensible de entrada, por lo menos puede producir en los oyentes la sensación de una solemnidad o incluso pomposidad que no raras veces resultan extraños y chocantes para una asamblea inexperta. No vendría mal hacer ver a los fieles que por muy insólito que resulte el lenguaje litúrgico, de Dios y de las cosas divinas lógicamente no se puede hablar en un lenguaje llano: una celebración sacramental no es un acto trivial, sino la conmemoración del acontecimiento central y fundamental de la fe cristiana.

Parece natural exigir del predicador que deba dominar el idioma que utiliza para celebrar misa y para comunicarse, y que posea capacidades expresivas para caracterizar sentimientos, estados anímicos o conflictos existenciales, y que conozca matices lingüísticos adecuados para hacer comprender a los fieles sus problemas individuales.

Pero es más: en un nivel si se quiere ya trivial, una homilía con faltas de pronunciación, con palabras mal empleadas o infracciones de las reglas gramaticales en general, no solamente puede causar confusiones y malentendidos, sino ser contraproducente, pues el interés del receptor pronto se desvía de la información intencionada para pararse en las "meteduras de pata" del predicador, lo que significa que los efectos persuasivos de la homilía serán disminuidos o nulos.

Desde luego, el predicador perderá credibilidad y su falta de destreza lingüística se interpretará también como falta de fiabilidad y credibilidad respecto de la misma materia que está presentando y representando. No pocas veces la consecuencia de una comunicación fonética y gramaticalmente incorrecta es la distracción, la sonrisa y el menosprecio. Dicho de otro modo, la corrección idiomática es condición imprescindible para una eficiente predicación.

Pero eso no es todo. Dominar el idioma implica además -ya lo vimos más arriba- el conocimiento de un amplio vocabulario que el predicador debe ir ampliando cada vez más; significa capacidad de nombrar las cosas, de relacionarlas y valorarlas, dar nombre a todos los fenómenos que nos rodean. Dominar el idioma significa saber construir correcta y eficazmente oraciones y textos enteros. Dominar el idioma significa saber articular, saber pronunciar correctamente, con la voz, la entonación, la velocidad y las pausas adecuadas. No hace falta subrayar la importancia de estos aspectos.

¿Qué se puede hacer para adquirir este dominio? En primer lugar, "vivir" el idioma, hablar a sabiendas de que uno está hablando, es decir, utilizar este sutil instrumento que es el lenguaje, experimentando reflexiva y responsablemente los recursos y las posibilidades que ofrece; proponiéndose buscar la eficacia, la belleza y la perfección expresivas. Todo ello, claro está, puesto por el sacerdote al servicio de la celebración.

Un segundo remedio, vuelvo a insistir, no es menos importante y eficaz que el primero, a saber, crear el hábito de leer y leer mucho y leer conscientemente, fijándose no sólo en el contenido sino analizando la forma en la que están plasmados estos contenidos.

Lógicamente las buenas obras literarias son las que mejor se prestan a este propósito. Su lectura es doblemente enriquecedora, porque además del bello y cuidado lenguaje, nos presentan segmentos de la vida, problemas que padecen los hombres, conflictos que se solucionan o no: en otras palabras, la literatura nos presenta vida posible, hombres, trances y percances posibles.

Las personas que, en estos tiempos de reducción del lenguaje a su mero valor informativo superficial, mejor han conservado la aptitud de la expresión sutil, simbólica y profundizadora son los escritores. Poseen el arte de contar las vivencias y los estados anímicos de forma aparentemente indirecta, pero en realidad mucho más inmediata y profunda que cualquier argumento o aserción científica.

Los predicadores deberían ser "adictos" a la literatura y la poesía, que por otra parte ya encuentran a raudales en la propia Sagrada Escritura. Basta pensar en el libro de Job, en Isaías, en Jeremías, en el Cantar de los Cantares, en los salmos, en el Apocalipsis y tantos otros libros que rebosan del lenguaje más exquisito y sugerente.

Una ayuda fiable, tanto para el aumento del vocabulario como para la consulta en caso de dudas, son los diccionarios, sobre todo el Diccionario de uso del español de María Moliner, el Diccionario de la Real Academia y el Diccionario de dudas y dificultades de la lengua española, de Manuel Seco, y tantos otros adecuados a las diversas necesidades, sin olvidar los diccionarios de sinónimos que pueden aumentar considerablemente la capacidad de matizar. Parece que pocas personas conocen la sensación, pero el "deambular" por un diccionario puede convertirse en diversión sumamente instructiva.

Como regla general, y para evitar malentendidos o incluso efectos contraproducentes, a la hora de formular una homilía es preferible seguir la norma lingüística prescrita y alejarse de ella sólo en casos contados, por ejemplo, cuando una incorrección o una innovación léxica o sintáctica puede surtir un efecto sorprendente persuasivo (como suele ocurrir con cierta frecuencia en el lenguaje publicitario: ¡Hoy me siento flex!). El tipo de homilía, la comunidad reunida y las circunstancias diversas en las que se pronuncian requieren naturalmente formulaciones apropiadas. Cada ocasión exige su estilo y su rigor propios.

 

La claridad y la precisión

¿Qué significa claridad y precisión en la elaboración de una homilía?

En primer lugar, significa generalmente que la homilía debe ser formulada de tal modo que los receptores sean capaces de comprender el mensaje del modo más unívoco posible, o dicho con términos más triviales, los fieles deben enterarse de lo que el predicador quiere decirles. Salta a la vista que la virtud de la claridad se relaciona muy estrechamente con el dominio del idioma, que es imprescindible para poder ser claro y preciso. Ser claro equivale, por tanto, a adecuar los recursos idiomáticos a las necesidades comunicativas, o más llanamente, equivale a decir las cosas como deben decirse.

Ahora bien, previa a la claridad y precisión en la expresión es la claridad y coherencia del pensamiento. El predicador debe tener las ideas claras, argumentar coherentemente y luego buscar las palabras y oraciones precisas para formularlas. En el fondo no son dos procesos separados: dado que se piensa con palabras, un pensamiento claro forzosamente debe realizarse con palabras claras.

Normalmente, la oscuridad y complejidad innecesarias dificultan la comprensión de la homilía y no es raro que por esta razón los oyentes "desconecten" y no sigan escuchando, de modo que ya no tiene lugar una verdadera comunicación y puede considerarse que el predicador ha fracasado. Sólo a veces, por ejemplo en la homilía de un funeral, una discreta alusión velada a unas particularidades poco elogiables del fallecido puede ser más discreta que la hiriente verdad y claridad. También aquí se requiere sensibilidad para seleccionar el procedimiento adecuado a cada necesidad comunicativa.

 

La formulación elegante y el estilo

Si el aspecto anterior de la claridad y precisión se refería predominantemente a las ideas, el contenido y su exacta configuración, en el ámbito de la formulación y del estilo destaca el aspecto estético, sin que uno excluya al otro. Nos referimos ahora a la feliz formulación, es decir, a la belleza formal de la homilía; lo que no equivale a expresión alambicada o pomposa, sino adecuación de la formulación al tema, o, con otras palabras, a encontrar las palabras y las oraciones justas y acertadas para expresar lo que se pretende decir.

No cabe duda de que el predicador lo tiene difícil, puesto que en la homilía se encuentran, se superponen o incluso chocan el lenguaje divino y el lenguaje de los hombres. Si la homilía es prolongación de la Palabra de Dios, el reto para el predicador reside en el hecho de que del lenguaje divino tiene que pasar al humano sin que se deteriore el primero o se vuelva oscuro el otro.

Y además hay que tener en cuenta otra dificultad, a saber, que el hablar de lo divino es hablar de realidades que tienen que ver fundamentalmente con el espíritu humano al que la Palabra de Dios se dirige en su diálogo de salvación, y que no pueden concebirse en términos meramente terrenales. Por ello en el lenguaje bíblico abundan las metáforas, los símbolos, las comparaciones, las parábolas. El lenguaje metafórico permite la superposición de significados múltiples, ofrece al oyente un abanico de significados de los cuales el receptor tiene que seleccionar el más adecuado.

En este sentido, el lenguaje en general y más particularmente el de las Escrituras y, por tanto, también el de la homilía, ofrece un estímulo de aprendizaje sugestivo y suculento para el que sabe apreciarlo y decide adentrarse en el juego metafórico que ofrece.

La conjugación de los contenidos y expresiones divinos con las limitaciones intelectuales y conceptuales humanas en la homilía pide ciertamente un equilibrio delicado, pero no imposible de conseguir. Una de las formas de lograrlo es aprovechando las posibilidades estéticas que ofrece el idioma. El ideal es lograr una adecuación tal entre forma y fondo, que no se note que los dos son de naturaleza distinta y que resulte natural al oyente que lo que se dice se diga de la manera en la que se dice.

Salta a la vista que esta compenetración de forma y fondo sólo se logra a través del dominio de todos los recursos que ofrece el lenguaje. En la retórica clásica se recomendaba en este orden de ideas el uso de las figuras y los tropos que contribuyen tanto a la corrección y la claridad de los textos como a su belleza y capacidad de persuasión. No cabe ninguna duda de que una homilía adecuadamente formulada posee una capacidad de convencimiento mucho mayor que la torpe y pedestre.

No vamos a poder hablar aquí detalladamente de los recursos retóricos, pero sí se añade al final del libro un repertorio de los más importantes con algunos ejemplos sacados en la medida de lo posible de los textos bíblicos.

 

La extensión adecuada

A primera vista, parece fácil darle a la homilía la debida y conveniente extensión, respetando las circunstancias en las que se suele presentar, a saber, como prolongación y comentario de las lecturas que no debe adquirir dimensiones desproporcionadas respecto el resto de la celebración eucarística.

No obstante, parece difícil encontrar la justa medida en la realidad cotidiana, pues se peca con bastante frecuencia contra la exigencia de proporcionalidad y brevedad. La mayoría de las veces se peca por exceso, extendiendo la homilía más de lo necesario.

Naturalmente no puede existir medida fija y preestablecida para todas las homilías. El tiempo deseable en una celebración eucarística normal son aproximadamente entre ocho y diez minutos. Evidentemente depende también en cierta medida de la ocasión: la homilía en un día de solemnidad durará más tiempo de la de un domingo ordinario; la que se prepara con ocasión de un acontecimiento insólito tendrá más extensión que la habitual. Pienso que un criterio razonable es el de que no debería rebasar la tercera parte de la duración de la celebración eucarística. Si la misa dura 45 minutos, un cuarto de hora es el máximo que debería respetar rigurosamente el predicador. Esto tiene sus excepciones, por ejemplo, si se trata de un día memorable, un ciclo de misas con motivo de una novena, etc., donde quizá se espera una homilía más larga.

La paciencia de los receptores constituye un criterio externo a la hora de fijar la extensión de la homilía, aunque sea menos estable. Pero cuando los receptores dejen de "retroalimentar" al predicador o si incluso empiezan a bostezar, con seguridad la homilía ha sido demasiado larga y es muy tarde para remediarlo.

En este sentido el predicador debería formar su sensibilidad y predicar siempre "con las antenas puestas", observando a sus fieles. Pronto notará si están pendientes o no de lo que dice; lo notará también en el aumento o la disminución de sus capacidades, porque el "diálogo tácito" con los oyentes, o inspira o desalienta y desanima. Obviamente, no se puede esperar que absolutamente todos los fieles estén pendientes del predicador: se trata siempre de mayorías que cuentan y dan la pauta.

Es recomendable que el predicador, antes de la presentación real de la homilía, cronometre la duración en una especie de ensayo general. Sirva de ayuda y medida que la lectura de una página mecanografiada normal dura entre 4 y 5 minutos; de modo que la preparación de una homilía no debería exceder nunca los tres folios. Como en tantas otras ocasiones, aquí también "menos es más"; más valen 10 minutos intensos, bien pensados y bien preparados, que 20 o 30 desordenados e incoherentes.

Con ello no quiero decir que el predicador deba escribir y luego leer su homilía; al contrario, es más eficaz si habla libremente utilizando sólo un guión más o menos detallado. Ahora bien, esto no impide que la escriba o por la menos ensaye con anterioridad. Le dará mucha más seguridad al hablar que la improvisación, que sólo consiguen los muy experimentados y dotados predicadores. El neófito hará muy bien en preparar minuciosamente hasta los detalles no verbales que veremos más adelante.

 

La capacidad de escuchar y leer

Saber escuchar y leer atentamente son virtudes que todos deberíamos practicar constantemente, tanto los predicadores y los fieles como los demás. Aparte de que el que escucha aprende muchas cosas, puede ganar simpatías, y en medio de la audición incluso pensar en argumentos propios acerca del tema del que se habla.

La homilía, siendo por naturaleza un discurso monológico, se desarrolla evidentemente en circunstancias diferentes a la discusión o al debate que son dialógicos. El escuchar, para el predicador, debe ser previo; debe andar por el mundo y atender a los feligreses con los oídos abiertos para captar sus preocupaciones y las de la gente en general.

En rigor, esta capacidad sólo influye indirectamente en la elaboración de una homilía, pero es un presupuesto imprescindible para poder tratar con acierto los problemas que preocupan a los creyentes, incorporándolos en los comentarios de los textos sagrados. La superficialidad y la disipación son malas consejeras a la hora de captar una idea, un tema, una argumentación y también lo son a la hora de idear un raciocinio y de formular una homilía.

La capacidad de escuchar también debería cultivarse entre los receptores. Más adelante trataremos de la captación y del mantenimiento del interés de los oyentes por parte del predicador. Ahora bien, él debería partir del presupuesto de que, de entrada, sus oyentes vienen a la iglesia con sus ansias y sus desvelos personales y, queriéndolo o no, no le prestan especial interés y por este motivo tiene que ganarse a sus oyentes si pretende llegar y comunicar con ellos.

Hay que superar como una barrera de desinterés y de apatía que forman un umbral de acceso a los feligreses y de apertura de estos hacia el sacerdote. Si no logra superar la barrera y pasar este umbral, ha perdido la batalla. Y la "batalla" ya empieza antes de la homilía.

Dos factores vienen en su ayuda. Primero, que la celebración eucarística no empieza con la homilía: la preparación de los fieles a través de las oraciones iniciales y las lecturas ya les invita a "conectar" con el rito. Y, por otro lado, toda persona está movida por un deseo natural de saber y una sed de comprender las cosas de la vida y los misterios de lo sobrenatural. Dadas estas premisas, sólo se trata de tocar esta fibra, de recordarle sus intereses a veces ocultos bajo las preocupaciones triviales de todos los días y así se puede conseguir la conexión deseada.

Si el predicador ha configurado ya su grupo de oyentes representativos, su "consejo homilético", ellos podrían constituir una piedra de toque y convertirse en «conejos de indias» para comprobar la eficacia o el fracaso de la predicación prevista.

 

Mantener el interés del oyente

El hábil predicador debe dominar también las estrategias para mantener el interés de sus oyentes. La más elemental es -como vimos- la de medir exactamente el tiempo que se dedicará a la homilía. Luego ha de poner por obra el instrumental comunicativo a su disposición, como puede ser la buena articulación, la velocidad adecuada y las pausas, además de la mímica, los gestos, mantener el contacto visual con los interlocutores.

Los buenos oyentes no solamente agradan al predicador, también lo retroalimentan, como ya vimos más arriba, es decir, la atención y el interés de la asamblea inspiran al predicador y hacen que se supere a sí mismo. Los actores saben un rato de esta misteriosa pero por ello no inexistente complicidad.

Cuando los oyentes casi no se mueven, cuando inclinan la cabeza, cuando miran con atención, el predicador puede estar seguro de que "llega". Pero ¡pobre de él! cuando empiezan a encogerse de hombros, o a mirar el reloj, a hablar con el vecino o mirar por la ventana: se habrá perdido a la vez el contacto y la batalla y con ellos la posibilidad de llegar y de transmitir el mensaje.

 

A predicar se aprende predicando

Como es natural, las virtudes y habilidades que vimos en los apartados anteriores no se adquieren por ciencia infusa, sino aprendiéndolas y practicándolas. Como no se consigue jugar al fútbol, ni hacer punto, sin practicar constantemente, tampoco se nace predicador, aunque algunos nazcan con más predisposiciones que otros. Las facultades necesarias se aprenden con paciencia y perseverancia.

Aunque parezcan juegos de niños, se pueden realizar múltiples ejercicios preparatorios, empezando con la ampliación del vocabulario a través del sano hábito de proponerse dar nombres a las personas, las cosas y los sentimientos o, en un nivel superior, buscando sinónimos, antónimos, formulaciones de descripciones, comparaciones, definiciones, argumentaciones a favor o en contra de un determinado tema, retratar una persona, presentar un objeto o un acontecimiento, evocar una emoción, una situación, una vivencia, hacer resúmenes mentales o escritos, hasta la elaboración de un texto completo como puede ser una carta, un acta, un brindis, un discurso. Se pueden ejercitar las habilidades oratorias incluso en todo momento, hasta durante esperas vacías en el autobús o en la consulta del médico.

Por cierto, como hablamos mucho la mayoría de nosotros, un excelente ejercicio sería también intentar hablar menos superficial y descuidadamente y formular consciente y correctamente en estas ocasiones para hacerlo después siempre.

Todo ello parecen perogrulladas, pero la realidad es que en la mayoría de los casos no hablamos conscientemente, en el sentido de que no nos fijamos en cómo decimos las cosas, importándonos sólo la transmisión de informaciones de la forma que sea. Por supuesto, a la mayoría de la gente ni se le ocurre ponerse a practicar modos de formulación y expresión o simplemente buscar la palabra adecuada.

 

Las estrategias persuasivas

Cualquier comunicación, por tanto, también la homilía, de una manera o de otra, responde al deseo de persuadir al receptor del mensaje. ¿Cómo debemos entender el concepto de persuasión?

De entrada, persuadir significa convencer a alguien con argumentos plausibles y pruebas fehacientes para que reconozca que algo es verdadero, correcto, necesario, útil, justo y bueno y que piense y actúe en consecuencia. Y eso es precisamente lo que quiere lograrse con y a través de la predicación: convencer a los fieles de que la fe es un bien, que los valores cristianos son justos y útiles, que las normas que ofrecen son necesarias, etc.

Ahora bien, hay que tener claro que la persuasión puede ser una espada de dos filos, dado que también puede convertirse, con las apariencias de una argumentación racional y fiable, en una sutil o incluso burda manipulación de los receptores: en otros términos, en engaño y demagogia.

Los verbos españoles persuadir’ y ‘convencer’ son sinónimos y ninguno de los dos alude a una intención de estafar o engatusar. En alemán existen dos verbos distintos para distinguir entre estas dos facetas: uno apunta a la capacidad de convicción (überzeugen) operando sin engaños y abusos, y otro alude a la pretensión de manipular y embaucar (überreden). Lo importante es recordar que la retórica en sí es neutra y que depende del uso que se hace de la herramienta que ofrece si el resultado es negativo o positivo, condenable o encomiable.

Lo que Aristóteles designó en su Retórica como psicagogía, es decir, la conducción de almas o la capacidad de conducir hacia el bien hablando bien, en muchas circunstancias de la vida actual se ha convertido en mera seducción. Basta pensar en los demagogos de hoy y de siempre que hay en la política, en la publicidad, en la propaganda electoral y en otros ámbitos de la comunicación.

Ahora bien, si el predicador es, según el término griego, un psicágogo, es decir, un conductor de almas, podemos dar por seguro que no tiene intención de seducir e inducir al mal. Se supone que sus intenciones son buenas y su deseo es encaminar a los fieles hacia la verdad, la bondad y la justicia.

La retórica clásica distinguió tres tipos fundamentales de persuasión todavía válidos en la actualidad, porque se basan en unos criterios evidentes y perennes. Estos criterios se establecen según dos consideraciones: la finalidad que se persigue y la faceta de la naturaleza humana a la que se apela. Ya entonces se subrayó que casi nunca se presenta una sola estrategia persuasiva, sino que en el mismo discurso se pueden usar y hasta es aconsejable utilizar dos o tres formas de persuasión según la finalidad del discurso en su totalidad o en una de sus partes. En la homilía se mantiene esta regla elemental. Veamos brevemente las tres estrategias.

 

Enseñar e informar

La forma más pura de persuadir es la de enseñar e informar. Es la persuasión por antonomasia, porque es la más recta y directa, la menos manipulativa, la que más limpiamente se atiene a datos y hechos y en su forma básica quiere convencer con los hechos, con las cosas como son, es decir, con la verdad.

Esta forma de persuadir se realiza a través de la sobria y casi desnuda transmisión de datos. Este tipo de comunicación se dirige a los receptores para dar a conocer sin rodeos una situación, un fenómeno, una argumentación. La enseñanza, la ciencia, la técnica en sus comunicaciones se vale preferentemente de esta forma de persuasión. Es la estrategia que intento practicar, por ejemplo, también en este libro. Se dirige evidentemente a la razón, al entendimiento del hombre; no se trata de desviar el sentido crítico de los receptores, sino, al contrario, de despertarlo y fomentarlo. Estimular la reflexión y la intelección es el objetivo primordial de toda enseñanza.

Es posible distinguir entre dos modos de información. En primer lugar, informar objetivamente, centrándose en la transmisión de datos acerca de determinados hechos en los que el comunicador se limita a lo esencial e imprescindible. En esta comunicación se persigue univocidad, claridad y concisión.

La otra manera de informar es la subjetiva, que se centra en la transmisión de vivencias, sentimientos, sensaciones, impresiones personales; por ser personales estos datos no son menos claros y hasta concisos y sirven para aumentar la plasticidad y la plausibilidad de lo relatado. De todos modos, una y otra se dirigen principalmente a la razón y al entendimiento. En todo caso no pretenden apelar a las emociones.

Salta a la vista que esta división no se puede mantener tajantemente en la realidad de los textos y discursos. Casi siempre se mezclarán, dentro de la persuasión informativa, los dos tipos de persuasión, la objetiva y la subjetiva, como, de un modo general, se pueden mezclar y de hecho suelen mezclarse dos o más estrategias de persuasión en la misma comunicación, atendiendo a las necesidades de cada parte del discurso o de las circunstancias en las que se produce.

Para la realización verbal de esta estrategia, los antiguos ya recomendaron el empleo de un lenguaje sencillo, sin vocabulario rebuscado y complejo, con frases cortas, claramente coordinadas. En todos los ámbitos en los que importa la transmisión clara y unívoca de un mensaje, esta es una de las formas persuasivas más adecuadas.

Por tanto, también es una de las estrategias más indicadas para la homilía. Como una de las finalidades más destacadas de la predicación es la enseñanza, la orientación de los fieles a través del anuncio de la buena nueva, la estrategia primordial y más indicada, es la de informar y enseñar. Ahora bien, se puede perfectamente pasar de la información que llamamos objetiva, y que sería la referida a las lecturas o a circunstancias reales, a la información subjetiva con la alusión a una vivencia personal. Convence mucho el hecho de que se está escuchando a un testigo o que está hablando de su experiencia personal. Como veremos, esto no impide que se mezcle luego con otra estrategia.

 

Deleitar y divertir

La segunda estrategia de persuasión tiene dos vertientes que constituyen a su vez dos finalidades ligeramente distintas: deleitar y divertir. Es decir, el emisor puede pretender deleitar al receptor y este puede disfrutar por motivos estéticos, es decir, porque la comunicación está bien hecha; o, por otro lado, la intención puede ser la diversión: el receptor encuentra motivos para entretenerse porque el contenido de la comunicación es entretenido y gracioso. La gracia y lo anecdótico crean simpatías y solidaridad.

En circunstancias de casi tensa solemnidad como pueden producirse en una celebración eucarística, la elegante e ingeniosa formulación o la anécdota apropiada pueden relajar y distender la situación y fomentar la disponibilidad de los oyentes. También resultan sumamente eficaces al principio de la comunicación para crear la transición de lo ceremonioso y ritual a la apelación directa del creyente, y luego para captar el interés y la benevolencia de los oyentes y posteriormente para mantener constantemente su interés. En todo caso hay que tener presente que la homilía no puede convertirse en un relato de anécdotas. Naturalmente, en una homilía de índole seria o incluso fúnebre, no tienen cabida estas intervenciones ocurrentes.

Todos conocemos la sensación de satisfacción que experimentamos cuando algo está "bien dicho", sí un orador o interlocutor ha encontrado la formulación adecuada y "redonda" para decir lo que pretendía comunicar. La experimentamos sobre todo en la lectura de textos literarios. Con otras palabras, nos hallamos ante un fenómeno de reacción a la belleza de la idea y su feliz plasmación verbal.

Esta estrategia tiene la particularidad de apelar tanto a la razón como a las emociones. Cualquier faceta de lo bello, también la lingüística, fascina y es capaz de satisfacer nuestra innata "hambre" de belleza. La serenidad puede producirse espontáneamente y la satisfacción ante lo bello también. Evidentemente las dos formas, enseñar y deleitar, pueden darse juntas. No es imposible enseñar deleitando como lo postulaban ya los autores clásicos, y esta estrategia mixta tampoco ha perdido vigencia en la actualidad.

¿Cómo se realiza verbalmente esta estrategia del delectare? Lo divertido es ante todo una cuestión de contenidos; la belleza se consigue mayormente a través de la formulación adecuada. Consiste ante todo en encontrar la palabra, la oración y el texto adecuado a la comunicación que se pretende transmitir. Ello significa selección de las voces justas y más apropiadas, significa sobre todo elegancia de la formulación sintáctica.

Obviamente la homilía no es ocasión para hacer reír a los fieles. Sin embargo, recuerdo haber oído y disfrutado más de una homilía lograda en la que el predicador consiguió hacer sonreír a sus oyentes sin que ello hubiera quitado un ápice a la seriedad del mensaje que pretendía comunicar, al contrario. La exagerada seriedad es mala consejera a la hora de querer persuadir a los oyentes; resulta más bien contraproducente, a no ser que se trate de una situación verdaderamente seria o triste, en la cual este tipo de intervención divertida sería completamente inoportuna.

 

Conmover y movilizar

La tercera estrategia persuasiva, conmover y/o movilizar, es la más insidiosa, dado que no se dirige predominantemente a la razón y al entendimiento sino casi exclusivamente a la voluntad y sobre todo a los afectos. Por esto es también la forma más peligrosa, dado que en manos de un hábil orador con malas intenciones puede llevar a los receptores a reacciones imprevisibles y violentas.

Se pueden distinguir dos fases de esta estrategia, una más intensa que la otra: la primera empieza por suscitar interés en el receptor creando tensión y expectativa; la segunda provoca emoción a través de una sugestiva alteración de los sentimientos y sensaciones, una alteración incitando fácilmente a la movilización, al deseo de modificación de la situación existente.

De los subliminares mensajes de la publicidad que incitan a comprar indiscriminadamente hasta la insidiosa movilización de las masas por los demagogos, esta tercera estrategia (de la conmoción y la movilización) se presta con mucha más facilidad al abuso que las dos anteriores y requiere también más cautela y reflexión crítica de los receptores.

Por tanto, la finalidad principal de esta estrategia es mover o incluso movilizar al receptor procurando excluir o por lo menos reducir el control consciente de la razón. Aunque la predicación litúrgica siempre se caracteriza por la insistencia en la sobriedad, no se puede ni se debería excluir que una homilía pueda mover y conmover a los fieles. La táctica puede ser positiva, puesto que es capaz de despertar sentimientos generosos y altruistas o de suscitar indignación frente a situaciones injustas u ofensivas. Por tanto no se puede excluir esta estrategia del repertorio del predicador. Hasta hubo épocas en las que se abusó de ella. El criterio para emplear debidamente esta estrategia es, naturalmente, la intención de hacer y promover el bien.

 

 

 

 

 

SEGUNDA PARTE

 

La elaboración

del discurso homilético

 

 

 

 

 

 

 

 

LA ELABORACIÓN DEL DISCURSO HOMILÉTICO

Después de esta serie de preliminares nos interesa entrar ya en el ámbito práctico de la elaboración de una homilía. Seguiré en grandes líneas los cinco pasos que estableció ya la retórica clásica para estas necesidades: 1. la búsqueda de materiales, 2. su ordenación, 3. su formulación lingüística, 4. su memorización y, finalmente, 5. su presentación.

Estas cinco fases corresponden a tres actividades oratorias distintas pero estrechamente relacionadas entre sí: las dos primeras se refieren a las ideas, a su encuentro y disposición. La tercera fase se refiere a la configuración verbal de los materiales reunidos y ordenados en las dos fases anteriores. Si el discurso que se prepara es exclusivamente escrito, estas tres fases son suficientes, porque terminan con el texto escrito. Ahora bien, como los discursos públicos solían ser orales y también lo son las homilías, se añaden las dos últimas fases que tienen que ver más directamente con la presentación oral del discurso o de la homilía ante la asamblea.

Antes de entrar en las consideraciones acerca de estas cinco fases, el predicador debería plantearse algunas preguntas previas, que facilitarán su mentalización, para que tenga presente lo que se espera de él y lo que se propone al iniciar la preparación de una homilía.

 

Consideraciones previas

Uno de los aspectos más elementales y previos a toda labor es el estado de ánimo del predicador. Debería afrontar el trabajo con paz y sosiego. Sé que es pedir mucho al sacerdote en la situación actual, caracterizada por la escasez de vocaciones y la abundancia de obligaciones. A pesar de todo, estos momentos de calma deberían buscarse a toda costa, porque la predicación es demasiado importante como para no dedicarle el interés y el tiempo suficientes.

Es un factor crucial, al iniciar la preparación, que el predicador tenga siempre presente que en la homilía todo tiene que ver con todo, tanto los aspectos externos como los internos. Antes de nada, el predicador ha de ser consciente de la enorme importancia de su actividad homilética y que requiere una no menos enorme responsabilidad. Ya lo recordábamos en las primeras páginas: predicar significa convertirse en "portavoz" de Dios, una tarea en rigor imposible de realizar dado que se propone hablar de lo inexpresable. Por lo menos en sus extremos, hablar de Dios es decir lo indecible.

Si Jesús no nos hubiera prometido que conociéndole a él se conocería también al Padre (Jn 14,9), no habría manera de imaginarlo, ni palabra para decirlo y evocarlo. La palabra y la actuación de Jesús nos dan acceso al conocimiento de este ámbito prometido pero inaccesible. El hecho de que la homilía habla de la actuación de Cristo en la tierra facilita aún más las cosas. Las lecturas tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento son remembranzas de la intervención divina en la tierra.

A la luz de este compromiso y exigencia, el predicador se debe preguntar:

 

¿Qué tema y qué objetivo pastoral me propongo en la homilía que preparo?

Cabe distinguir entre el tema propiamente dicho y el objetivo. El tema es como el motor, el núcleo central de un texto y naturalmente también de la homilía, del que dependen todos los elementos que los conforman. El tema no tiene por qué nombrarse expresamente en un texto, sino que la mayoría de las veces se sobreentiende o se entresaca del contenido. Por ejemplo, el de la parábola del hijo pródigo no es el despilfarro ni la vuelta a casa de un hijo que se creía perdido, sino cl amor y la indulgencia de Dios frente al pecador.

Casi siempre el tema principal va acompañado de uno o varios temas secundarios. En la misma parábola el padre dice al otro hijo disgustado y resentido, que permaneció en casa, que no se lamente por haber estado con él todo el tiempo, queriendo sugerir que esto ha sido más regalo que lo que ahora se ofrece en la vuelta del hijo perdido. El evangelio también es, por tanto, una llamada a la generosidad y la humildad entre los hombres, una llamada a enjuiciar debidamente las circunstancias, y este es su objetivo o su mensaje, como se diría modernamente.

En una homilía el predicador revelará en la mayoría de los casos a sus oyentes el tema que subyace en una o en todas las lecturas (que pueden coincidir temáticamente) y añadirá el objetivo, que es la aplicación de este tema y estas circunstancias a las circunstancias vitales de sus fieles. En este sentido la predicación siempre tiene el mismo objetivo general, a saber, el de "hacer presente a Dios en el diálogo interno del hombre". O, dicho de otro modo, aplicar y adecuar las enseñanzas de las lecturas a la práctica existencial.

No obstante, puede variar el caso particular, el tono, la estrategia, la especificación, la adecuación a unos feligreses y una situación específicos. No debe perderse de vista el hecho de que las lecturas siempre son fragmentos, pasajes de un todo más amplio y completo, que evidentemente no se puede referir exhaustivamente en la homilía, pero que habrá que tener en cuenta por las eventuales relaciones que puede haber entre este pasaje de la lectura y otros fragmentos del mismo texto.

 

¿ Qué extensión y estructura le doy a la homilía?

Al mismo tema se le pueden dar muchos tratamientos y desembocar también en diversas estructuraciones y extensiones. Como recomendación general puede decirse que "menos es más", y esto en dos sentidos: la extensión de la homilía es un aspecto importante y -como ya vimos- no debería exceder los 8 a 10 minutos, salvo en casos excepcionales.

"Menos es más" se puede aplicar igualmente al contenido, en el sentido de que no se deberían tocar muchos aspectos del tema, ni acumular demasiados ejemplos, sino procurar que a través de un solo núcleo temático y un solo hilo conductor se brinde a los oyentes la posibilidad de seguir con facilidad lo expuesto.

Últimamente los estudiosos han dado en llamar "mensaje" a esta idea central de un texto y también de una obra de arte. Cada homilía debería centrarse en un mensaje, evitando la proliferación de temas. Por muy complejo e interesante que sea el tema de una lectura, más vale eliminar cuestiones secundarias (si fuera necesario, se pueden tratar en otras homilías) que no abrumar al oyente con muchos detalles: aunque tengan un peso específico muy destacado, si no tienen que ver con el tema central, confunden más de lo que aclaran. Más adelante volveremos sobre estos aspectos.

Con respecto a la extensión media de una homilía dominical no debería rebasar los 10 o a lo sumo 12 minutos. Y se puede dar por seguro que el oyente ya está acostumbrado a esa duración a pesar de que en otras ocasiones "aguante" más tiempo y tenga más capacidad de atención. Aquí, como en tantas otras circunstancias, la costumbre y los hábitos desempeñan un papel importante.

Esto significa que empieza a declinar la capacidad de concentración cuando haya transcurrido el tiempo habitual. Por consiguiente, el predicador deberá pensar en el tiempo que debe dedicar a cada una de las partes de la homilía. En el siguiente esquema se combinan las proporciones respectivas para una homilía de unos 15 minutos; las indicaciones pueden variar naturalmente en función de la extensión total.

No debe confundirse este esquema con el de la elaboración total de la homilía, en el que se incluyen también las tareas preparativas y no únicamente los tiempos y las extensiones que corresponden a las diversas partes de la homilía misma.

1. Introducción: "despertar", captar benevolencia = 2 min. o el 10%.

2. Parte principal: referencia a la/las lecturas = 5 min. o el 40%; aplicación a situación actual = 5 min. o el 40%.

3. Final: conclusiones/llamamiento = 3 min. o el 10%.

Naturalmente, puede haber otras subdivisiones de la parte principal. Lo importante es mantener más o menos las proporciones de tiempo de aproximadamente: 2, 10, 3 min. o incluso 1, 7, 2 min.

Lo más importante es la consideración de las cuantías adecuadas respecto de la conveniente extensión/duración total y, luego, respecto de la proporción de las distintas partes entre sí. Cada predicador debería prohibirse a sí mismo extenderse nunca más de lo necesario y debería tener presente siempre que las desproporciones son inadmisibles y contraproducentes. No puede tolerarse, por ejemplo, que la introducción ocupe más extensión que la parte principal o que las conclusiones sean tan largas como la propia parte central. Es más, el receptor atento es más o menos consciente de la estructura y del desarrollo de la homilía y puede impacientarse cuando el predicador se desmarca claramente de la duración habitual. Los comentarios como "Lleva media hora hablando y todavía no ha dicho nada o no ha ido al grano", o bien: "Hace un cuarto de hora que ha dicho que iba a terminar", son las reacciones habituales en estos casos.

Las formas de estructuración de la homilía serán objeto de un capítulo aparte. Sin embargo, quisiera adelantar una afirmación de un predicador profesional que sostiene que "la relación con Dios determina el contenido y la estructura de la homilía. Y las dificultades de la homilía empiezan con el hecho de que se ha vuelto ambiguo lo que entendemos por ‘Dios’".

 

¿A qué asamblea me dirijo?

La pregunta por la condición de la asamblea es de sumo interés, porque es decisiva a la hora de seleccionar una serie de recursos que se deben emplear o dejar de emplear en la elaboración y presentación de la homilía. Primero habrá que preguntarse si los oyentes son homogéneos o variados, luego interesa la edad, su pertenencia a grupos sociales, su sexo, su formación, su estado anímico, etc.

Evidentemente será difícil averiguar en cada caso los datos precisos. Ahora bien, en la homilía dominical, las cosas cambian, dado que suelen ser más o menos los mismos feligreses que vienen a misa y, si se trata de comunidades pequeñas de parroquias reducidas, ya se puede predecir cuáles son las características y particularidades de la asamblea. Si hay que preparar una homilía dirigida a unos oyentes desconocidos, será imposible prever su composición y es aconsejable figurarse una especie de oyente medio que participa un poco de todos los ingredientes imaginables en unos oyentes de una homilía.

Un factor no fácil de averiguar es la posible reacción de los feligreses ante los temas tratados en las homilías, sobre todo si se espera que produzcan susceptibilidades, rechazo o agresiones en el caso de que los oyentes no estén de acuerdo con los planteamientos y valores expuestos en la homilía. Si se espera contestación tácita, la argumentación debería ir por otros derroteros que en el caso de un predecible consenso. Si se presuponen posibles objeciones, habrá que preverlas, tratarlas y refutarlas en la misma homilía; lo mismo ocurre con eventuales resistencias. Es obvio que para todo ello es imprescindible tener una opinión propia y personal y saber defenderla en público; la forma más natural de hacerlo es mostrar cómo se ha llegado a adoptar esta actitud.

 

¿De qué medios dispongo para convencer?

En las cinco fases de elaboración, particularmente en las tres primeras, que veremos a continuación, se ofrece una serie de recursos y modos de hacer, de modo que aquí basta con unos consejos generales.

El predicador debería ser consciente de su responsabilidad como "mediator Dei" y "pescador de hombres" y, por tanto, proponerse firmemente no aburrir nunca a sus oyentes, ir al grano y evitar tanto la monotonía como la presentación caótica. Puede estar seguro de que tiene un buen aliado que le echará una mano y que la retórica le ofrece mil posibilidades de ordenar y presentar la homilía; sólo se trata de ir profundizando en ellas y adquirir las habilidades y los hábitos apropiados.

Aunque parezcan aparentemente contradictorias, las dos virtudes que se requieren para esta -y cualquier otra labor intelectual- son el rigor y la flexibilidad. Rigor en el sentido de que el predicador no debe permitirse el desorden, la incongruencia, la superficialidad y la rutina. Flexibilidad en el sentido de que debe conservar la capacidad de adaptar su predicación a las circunstancias, a la asamblea, a las necesidades del momento.

No se debe confundir rigor con rigidez. El predicador que funciona constantemente con el mismo esquema pronto se convertirá en "máquina de predicar", soltará un "rollo", como suelen decir los jóvenes, es decir, serán predecibles sus homilías e invitarán a la desatención y a la incuria. El sacerdote se juega la posibilidad de abrirse a sus feligreses y de "abrir" a la asamblea a la Palabra de Dios; si no se prepara bien, impedirá que la homilía sea umbral y estímulo de un diálogo con Dios.

No se debe pasar por alto que la homilía forma parte integrante de la celebración eucarística y se pronuncia casi exclusivamente dentro del templo. De modo que deben tenerse en cuenta también aspectos puramente materiales y mecánicos, que no forman parte imprescindible de la celebración sacramental, pero que pueden crear ambiente para la predicación. Como apuntamos ya más arriba, la decoración de la iglesia, las flores, las banderas, la vestimenta del sacerdote, pueden crear una atmósfera de solemnidad o su ausencia un ambiente de austeridad que ciertamente repercute en la recepción de la homilía. Es más, en las iglesias grandes un medio mecánico como la megafonía puede desempeñar un papel importantísimo, puesto que la homilía no podría llegar acústicamente a determinados oyentes si no fuese ampliada.

 

¿De cuánto tiempo dispongo para la preparación de la homilía?

Un aspecto no despreciable de la elaboración de cualquier discurso y también de la homilía, que suele producir numerosos quebraderos de cabeza y decepciones, es la necesidad de organizar debidamente el tiempo y no solamente el de la duración/extensión de la homilía una vez preparada, sino también el de su elaboración.

Como ya se mencionó, el sacerdote está absorbido por las obligaciones del ministerio y le suele faltar tiempo para preparar debidamente la homilía. Sin embargo -también insistimos en ello- la predicación es importante y en cierto sentido más importante que otros quehaceres que le exige su vocación. Quiero decir que el sacerdote debe tener tiempo para la preparación de la homilía. Es preferible que acorte otras tareas para disponer de un mínimo imprescindible.

Un aspecto importante de la ordenación de su horario, es la administración del tiempo que se puede invertir en la elaboración de la homilía. Obviamente estos tiempos de preparación pueden ser muy variados según la complejidad del tema y las circunstancias específicas de cada caso. Dado que no se puede prever nunca una duración exacta del tiempo disponible en horas o días en el esquema que propongo, se indican sólo porcentajes:

1. fase preparatoria (lectura repetida y detenida de los textos bíblicos, búsqueda de ideas e informaciones) = 30%

2. elaboración de guiones = 35%

3. formulación = 25%

4. retoques, ensayo general, cronometrar = 10%.

Eso significa que si dispone de diez horas para la preparación de la homilía, tres se emplearán en las lecturas y la búsqueda de ideas y materiales relacionados con la homilía, tres horas y media en la elaboración de los guiones, dos horas y media en la formulación y una hora en la corrección y el ensayo general con el cronometraje.

Conviene establecer un horario en el que los porcentajes del esquema se concreten en días y horas, y que este horario se consulte con mucha frecuencia para comprobar si uno va respetando las previsiones o si se está produciendo ya un retraso. Es un excelente medio de autocontrol capaz de evitar precipitaciones de última hora y posibles disgustos.

Veamos ahora las cinco fases de la elaboración de la homilía.

 

PRIMERA FASE: AVERIGUACIÓN DE MATERIALES

En el discurso o cualquier comunicación, la situación normal es que el orador disponga de un tema preestablecido sobre el cual elaborará el discurso. En el caso del predicador también existe un tema preestablecido, pero esta vez no viene impuesto o señalado desde fuera, desde instancias ajenas, sino que ya está incorporado en los textos de las lecturas que serán objeto de la homilía, es decir, el tema viene sugerido o impuesto por las lecturas. Eso significa que en esta fase, el predicador tiene que averiguar ante todo el tema de las lecturas y después reunir materiales para exponerlo.

Ahora bien, como su tarea no sólo es la exégesis de los textos bíblicos, es decir, la explicitación del tema originario, sino también su aplicación a las circunstancias actuales de sus oyentes, la búsqueda de materiales es doble: por un lado, materiales, por así decir, exegéticos, que permitan situar los textos y explicarlas circunstancias y los significados de los conflictos de la época; por otro lado, materiales de contextualización contemporánea.

Dicho con otras palabras, su búsqueda se debe orientar hacia el pasado y también hacia el presente o incluso hacía el futuro, dado que su tarea es la orientación de sus fieles en su comportamiento futuro.

El predicador también dispone de más medios que el orador habitual. En primer lugar, el contexto del que se desprende su tema, es decir, las lecturas, le suministran ya materiales relacionados con el tema, que ya está históricamente contextualizado. Este hecho, por un lado, facilita las cosas, puesto que este material puede y a veces incluso debe utilizarse en la homilía para hacer patente y clarificar la problemática a la que aluden las lecturas. A menudo es menester puntualizar aspectos históricos y culturales de los libros bíblicos, para explicitar debidamente las preocupaciones e inquietudes que expresan.

El contexto en el que se halla el tema puede, por otro lado, también ser perjudicial para el predicador, ya que fácilmente sucumbe a la tentación de convertir su predicación en mera perífrasis de la o las historias que relatan las lecturas, sin que se profundice en ellas, aplicándolo a las circunstancias y las inquietudes actuales de los fieles.

En este orden de ideas urge considerar un aspecto particular de la interpretación de los textos bíblicos, a saber, ¿pueden considerarse `textos abiertos' que permiten cualquier interpretación o existen unos criterios de verificación de los contenidos y significados? No soy quien para dirimir esta espinosa cuestión que incumbe a los exegetas y los teólogos. De todos modos, y salvando el principio de que las Escrituras deben de ser interpretadas según el sentir de la Iglesia, se observa en los últimos tiempos una libertad interpretativa mucho mayor que antes.

Es obvio que en la predicación no basta con la mera explicación de los textos bíblicos dentro de su entorno histórico, sin tener en cuenta todo el saber acumulado a lo largo de dos milenios y no sólo en cuestiones exegéticas. Uno de los descubrimientos modernos de la recepción de textos es precisamente que cada recepción es forzosamente una especie de concreación en la que el receptor también aporta algo al texto, empezando con la figuración de detalles de entorno y ambiente que no se puntualizan en los textos. ¿Cómo estaba vestido el hijo pródigo al volver a la casa paterna? ¿Con qué gestos y palabras le recibe el padre? ¿Qué pensaba y cómo lo mira el hermano mayor? Cada texto tiene "huecos" que rellenamos casi inconscientemente, porque sin estos añadidos no entenderíamos ni el contenido ni el mensaje. Sin embargo, no se permite cualquier "relleno"; si no es verificable con el texto, no es aceptable. Es imposible descubrir en el episodio del hijo pródigo que el padre recibió enfadado al hijo.

La situación inicial de la homilía es, por estas razones, tan compleja o más que la de un discurso estandard, puesto que no sólo preexiste un tema, sino también una ejemplificación más o menos explícita y simbólica en el contexto. Además, como generalmente estos textos vienen leyéndose y comentándose desde hace muchos años, los fieles de cierta edad recordarán interpretaciones anteriores del mismo tema y de las mismas lecturas que, naturalmente, no tienen por qué coincidir. Aún así es difícil ser original, pero tampoco es ese el cometido del predicador.

Además, los problemas existenciales de siempre, generados por la relación del hombre con Dios, a pesar de los cambios de superficie, nunca dejarán de ser los mismos y, por tanto, nunca estarán desvinculados de los hombres de ninguna época. "Al introducir en la celebración litúrgica un texto bíblico que ya de por sí tiene un sentido histórico, unido a unas conjeturas y a una situación sobrepasadas, la Iglesia le descubre un sentido actual", puntualiza E. Fournier. El predicador en cierto sentido tiene que ser reiterativo en los temas; la originalidad puede buscarla en la adecuación de la problemática a la actualidad y la presentación de su homilía.

De todos modos, el cometido primordial de esta primera fase, después de haber puntualizado el tema, es obviamente el de reunir materiales acerca de este tema y seleccionar aquellos que sirvan para la homilía concreta que se está preparando, es decir, no solamente se reúnen las ideas más o menos referidas al tema; se tiene en cuenta también su capacidad persuasiva en el contexto.

Como experiencia general se puede afirmar que cuanto más tiempo se disponga para reflexionar sobre el tema, tanto más fructífera resultará la averiguación de materiales. Si existe la posibilidad de consultar publicaciones al respecto y de hablar con conocidos, profesionales, expertos en la materia, la probabilidad de poder profundizar en el tema y de poder perfeccionar la recolección de ideas y argumentos es notablemente mayor.

Las publicaciones que versan sobre estos temas: comentarios de la Biblia, libros, estudios, revistas especializadas y hasta el internet, son poderosos aliados si uno dispone de tiempo y de habilidades suficientes para consultarlos. No siempre serán posibles, ni siquiera necesarias unas pesquisas muy detalladas. Al fin y al cabo, una homilía no es un trabajo científico y no debería serlo nunca; sin embargo, el predicador debería tener claro que cuanto más sabe, tanto más profunda, fructífera y convincente será su homilía.

Tampoco se debe descartar nunca la posibilidad de verificar los conocimientos y experiencias vitales personales respecto del tema en cuestión, preguntándose: ¿qué sé yo de este asunto?, ¿he tenido vivencias personales relacionadas con esta problemática?, ¿qué personas de mi entorno han tenido experiencias similares?, ¿cuáles son los aspectos que habrá que destacar en esta circunstancia concreta?

No hay que olvidar que la fuente más inmediata de informaciones de cualquier persona es su conocimiento del mundo, los datos almacenados en su memoria y procedentes de experiencias personales y lecturas previas. Y como en la homilía la implicación de las circunstancias vitales es fundamental y es objetivo principal del anuncio de la Palabra, este aspecto debe cuidarse aún más que en otros discursos. Por ello, y dicho sea de paso, el cultivo y entrenamiento de la memoria son tan importantes, es más, son imprescindibles. Volveremos sobre este particular en el capítulo correspondiente.

También resulta muy productivo dedicar toda la atención al tema, sin dejarse confundir y distraer por otros asuntos. La realización de apuntes, ficheros o la utilización de una grabadora pueden ser muy útiles en esta labor. Sin embargo, hay que advertir también un peligro. Es fácil perderse en estos menesteres, por dos razones: primero porque se puede acumular demasiado material que después resulta inabarcable; segundo, porque se invierte demasiado tiempo en esta primera fase y luego no se dispone del necesario sosiego para las demás. Precisamente por ello se recomienda -como vimos- el establecimiento de un "horario" en el que se fijan los máximos de dedicación a cada fase, en horas y días si fuera necesario.

 

Acumular ideas y materiales

De un modo general resulta aconsejable empezar primero acumulando -por así decir, indiscriminadamente- ideas, materiales, datos, y sólo después seleccionarlos; es decir, por un lado, separar los útiles de los menos útiles o inservibles y, por otro, preclasificarlos según criterios que veremos a continuación.

Acumular ideas y materiales significa, por tanto, apuntar todas las ideas que se le ocurren al predicador, hasta las que a primera vista parecen inadecuadas. Evidentemente la profundidad y la exhaustividad de esta búsqueda depende en primer lugar de las capacidades y de la experiencia del predicador y, en segundo lugar, del tiempo disponible para esta labor.

Ahora bien, si el sacerdote ya ha formado y dispone de un "consejo homilético", parte de esta labor puede realizarse consultándole oportunamente. El procedimiento del llamado brainstorming (tempestad de cerebros), es decir, la búsqueda colectiva de ideas y asociaciones puede aplicarse perfectamente a las homilías. No hace falta que las personas que participen en él sean expertas en la materia: a veces los legos e ingenuos pueden aportar ideas y aspectos insólitos que, precisamente por ello, resultan muy útiles. Bastará con pedir a los participantes en esta "tempestad de cerebros" que apunten lo que se les ocurra acerca del tema o las circunstancias relacionadas y luego poner en común los resultados.

A pesar de todo, una buena premisa es tener en primer lugar una sólida formación teológica, realizar lecturas frecuentes de la Biblia, poseer una amplia cultura general y conocimientos más o menos abundantes en el máximo posible de ámbitos y gozar de experiencia vital y madurez personal, a saber, de aquella materia que desembocará paulatinamente en lo que se suele llamar sabiduría. Presupuestos para desanimar al más valiente entre los neófitos. Pero que no se desanimen: todo vendrá si tienen la suficiente confianza y no pierden la esperanza.

Ya la retórica clásica desarrolló métodos de averiguación de datos y argumentos, formulando preguntas apropiadas referidas a los aspectos, que suelen ser relevantes en la mayoría de los discursos y también en las homilías. Como las lecturas casi siempre son relatos, historias en el sentido más amplio, continuamente nos encontramos con personas que viven un conflicto en el tiempo y el espacio. Aquí ya se ofrecen cuatro ámbitos de preguntas interrelacionados: las personas, la problemática, el espacio y el tiempo.

 

Preguntas acerca de las personas

Una de las particularidades de la predicación es que siempre considera y tiene que tener en cuenta dos ámbitos a la vez; primero el histórico, evocado en las lecturas y, segundo, el ámbito contemporáneo al que se aplicarán las enseñanzas y la problemática de los textos bíblicos.

Una necesidad fundamental en la búsqueda de materiales e ideas es la de conocer a la o las personas implicadas en los relatos bíblicos. Aquí también ocurre que, la mayoría de las veces, las personas aludidas en las lecturas ya son más o menos conocidas, aunque tal vez no deba hacerse demasiadas ilusiones el predicador acerca de los conocimientos bíblicos de los fieles actuales. De todos modos, algunos nombres todavía sonarán y sucede que junto con los nombres y las personas se recordará también en muchos casos la problemática que representan y la historia en la que se plasma.

Como se recuerda, muchos personajes bíblicos tienen nombre, se conoce incluso su procedencia geográfica y social, su profesión y parentesco; baste pensar en la Sagrada Familia, en los apóstoles, los amigos de Jesús. Otras personas permanecen anónimas y se nos proporcionan escasos datos para su caracterización, como ocurre con el buen Samaritano, el hijo de la viuda de Naím, los ladrones crucificados con Jesús y hasta el hijo pródigo y su familia, de la que, por un lado, se suministran muchos datos caracterizadores pero, por otro, no sabemos cómo se llamaban. A veces las historias están pobladas de mucha gente, como en las bodas de Caná; otras veces tienen un reparto reducido, como en el episodio de Jesús con Pedro y los dos hijos de Zebedeo en Getsemaní (Mt 26, 36ss).

Lo que importa en realidad es averiguar cómo se nos presentan las personas dentro de la historia, y con qué funcionalidad en el desarrollo del conflicto. Estas informaciones son imprescindibles para la interpretación de la problemática histórica, y también para su aplicación a las circunstancias actuales. Puede haber coincidencias y discrepancias entre los problemas de antes y los de hoy que conviene dejar claras para evitar malentendidos. Para esta comparación se necesitan también datos acerca de la sociedad actual; el predicador tiene que estar al tanto de las acontecimientos, de las inquietudes y aspiraciones de sus contemporáneos.

 

Preguntas acerca de la problemática

Las preguntas acerca de la problemática ya deben plantearse al averiguar el tema de las lecturas, porque lógicamente el tema se desprende de la conflictividad evocada. Ahora se trata de precisar a través de qué interacciones de las personas implicadas y en qué circunstancias surgió la problemática y, finalmente, cómo se solucionó.

La situación conflictiva casi siempre puede dividirse en tres fases: una situación inicial, un intento de cambiarla y la consecución de una modificación. Por ejemplo: Jesús llega al lago de Tiberíades, donde habían intentado pescar en vano algunos discípulos. Él les manda volver a intentarlo. Salen y vuelven con las redes repletas (Jn 21, 6). 0 bien: los fariseos quieren tentar a Jesús y le preguntan: "¿Es correcto pagar tributo al César?". Jesús les recomienda dar a cada uno lo suyo, al César y a Dios. A continuación, se dan por convencidos o se van frustrados (Mt 22, 15-22).

Una de las particularidades de muchos textos bíblicos es la duplicación de niveles conflictivos en forma de una historia dentro de la historia o, mejor dicho, de una parábola dentro del relato: a saber, se nos presenta una problemática doble con el fin de aclarar la real a través de una ficticia. Por tanto, es recomendable hacer dos veces las preguntas por el motivo, las personas y circunstancias en los que surgió la problemática, una vez en el nivel del relato originario y una segunda vez en el nivel de la parábola o ejemplificación.

 

Preguntas acerca de las circunstancias

Las preguntas referidas a las circunstancias y motivaciones son principalmente: ¿por qué, cómo, con qué medios o instrumentos, en qué circunstancias ocurrieron los hechos?

Con la interrogación ¿por qué? se pregunta naturalmente por las motivaciones en virtud de las cuales se ha producido una determinada situación o actuación. Con la pregunta ¿cómo? se averigua el modo en el que acontecieron. Lógicamente están muy relacionadas con esta pregunta general las que se refieren a los medios empleados y las circunstancias en las que se produjo la situación relatada. La pregunta por las posibilidades se refiere tanto a las posibilidades materiales como a las personales.

La misma estructuración de los textos bíblicos, sobre todo, los del Nuevo Testamento, invita o incluso requiere una comparación entre hechos semejantes o entre situaciones opuestas: las parábolas que intentan presentar lo que es el Reino de los Cielos, ofrecen comparaciones que permiten una aplicación de una circunstancia natural a otra sobrenatural.

 

Los ejemplos

Desde los albores de la predicación cristiana se ha valorado la eficacia persuasiva de los ejemplos, quiero decir, la incorporación en la homilía de unos nombres representativos o de unas mínimas historias de acontecimientos capaces de profundizar, aclarar o intensificar lo aludido en las lecturas y lo que puede significar en la vida de los creyentes.

Relatos brevísimos de personajes históricos, de santos, hombres de la Iglesia o incluso de personas vivas sin relación expresa con la Iglesia, pueden ilustrar muy significativamente las enseñanzas de la homilía. De modo que ya la mera mención de un nombre ejemplar puede ser un poderoso medio de subrayar lo expuesto en la homilía.

No hacen falta grandes rodeos para explicar lo que es una vida de desprendimiento, de sacrificio a los demás, de amor al prójimo, si se menciona el nombre de Teresa de Calcuta o de Francisco de Asís. La ventaja de los nombres contemporáneos es que se recordarán con más nitidez que la de santos del pasado cuya biografía ya no está presente en muchas mentes. De todas formas, el predicador no debería menospreciar este poderoso aliado del ejemplo a la hora de buscar materiales para su homilía.

 

La selección de materiales

Antes de entrar en materia, el predicador tiene que proponerse dos cosas: primero, tener las ideas claras, saber lo que quiere y actuar en consecuencia y, segundo, obligarse a la brevedad y a la síntesis, según el lema: quien dice menos, dice más. Quiero decir que es aconsejable no confundir la calidad con la cantidad.

Seleccionar materiales significa escoger entre los datos encontrados los que más eficazmente sirvan para alcanzar el objetivo de la homilía. No solamente se trata de una selección según el tipo de argumento y/o de material: también es una cuestión de cantidad. Sobre todo entre predicadores principiantes, el peligro de abrumar a los oyentes con un cúmulo incontrolado de datos es muy grande, y lamentablemente los fieles se encuentran impotentes ante la verborrea. Hay que partir del supuesto de que generalmente los receptores sólo retendrán algunos datos, más aún en los discursos orales a los cuales pertenece la homilía.

Por tanto, a la hora de escoger los materiales que van a entrar en la homilía, es de suma importancia ponderar la importancia y eficacia de cada idea y cada argumento. En primer lugar, se debe comprobar, por supuesto, si guardan la debida relación con el tema; hay que distinguir siempre entre lo imprescindible, lo secundario y lo anecdótico. Además, no todas las informaciones, ni todos los argumentos que se encuentren son forzosamente útiles.

Por tanto, deberían tenerse en cuenta tres aspectos: la importancia, la función y la cantidad de argumentos e informaciones hallados. Importancia significa en este orden de ideas, el rango que tienen en la totalidad de la comunicación en cuanto a su capacidad persuasiva, el impacto que pueden producir en los oyentes.

Dependiendo de la extensión que va a tener la homilía, es recomendable seguir la siguiente norma: a menos extensión menos argumentos y únicamente los que realmente sean de peso e idóneos. El mayor peligro para el predicador es que la complejidad y/o la cantidad de los argumentos que aduzca en su homilía supere la capacidad de comprensión y memorización de los receptores y, por tanto, resultan contraproducentes, llegando a confundir más de lo que aclaran o perdiendo incluso la atención de los oyentes.

Cicerón -pensando en la práctica jurídica- ya recomienda en esta primera fase de la elaboración de un discurso que el orador asuma tres papeles distintos cuando está ponderando la utilidad de los argumentos: meterse en la piel del acusado, en la del juez y en la suya propia como abogado; y a partir de cada uno de los enfoques tratar de averiguar el efecto que surtirán los diversos argumentos al presentarlos en el pleito. Y cuando se da cuenta que no son útiles o incluso contraproducentes los desecha.

El consejo no se reduce a la mera práctica jurídica, como se puede deducir fácilmente. Tener en cuenta el efecto que puede producir una idea o un argumento en el interlocutor es de suma importancia e influye grandemente en la fuerza persuasiva de cualquier comunicación y, por supuesto, también en la homilía. El predicador hace bien poniéndose en la piel de los personajes que pueblan las lecturas, en la de sus oyentes y en la de su propia persona como mediador de la Palabra.

Ya en la primera aproximación a los posibles materiales se puede intentar clasificar las ideas encontradas según su posible utilización en la introducción, la parte central o las conclusiones de la homilía.

Además de este primer criterio meramente pragmático, existen otras posibilidades de selección como, por ejemplo, la aplicabilidad de la idea; el argumento o las circunstancias ¿tienen valor universal, o son aplicables a una determinada sociedad histórica o geográficamente delimitada o sólo tienen valor individual?

Una de las dificultades con las que tendrá que enfrentarse continuamente el predicador es precisamente la averiguación de las particularidades históricas de los relatos bíblicos y al mismo tiempo la ponderación de su aplicabilidad al hombre y a la situación actuales. En cierto sentido se puede presuponer que la problemática que plantea el relato bíblico es siempre universal, en el sentido de que no sólo afecta a las personas implicadas de aquel entonces sino al hombre de todos los tiempos. Las singularidades sociales, culturales y geográficas constituyen una variación inevitable alrededor de un núcleo verdadero y general. No cabe duda de que las diversas facetas, desde lo universal hasta lo individual pasando por lo social, pueden solaparse e interrelacionarse estrechamente como ocurre también con las demás clasificaciones entre sí.

Un tercer criterio de selección es el de la funcionalidad. Puede ser útil distinguir entre datos históricos y ficticios. Una parte considerable de los relatos bíblicos son de índole histórica y comprobables, sobre todo los relacionados con la vida de Jesús. Nadie duda de la autenticidad de la existencia de Herodes, de Poncio Pilato, de Pedro y Juan, de Pablo y de sus viajes y sus epístolas. Pero también hay una serie de narraciones cuya naturaleza ficticia queda fuera de duda, como ocurre con las parábolas que son inventos narrativos para ilustrar sobre todo verdades sobrenaturales.

También cabe distinguir entre ideas y argumentos explicativos, exhortativos y emotivos. No es lo mismo que san Juan diga: "Después de esto, se fue Jesús a la otra ribera del mar de Galilea, el de Tiberíades, y mucha gente le seguía...", que la exhortación de Jesús en la misma perícopa: "En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado. Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna..." (Jn, 6). Nadie dudará de la notable carga emotiva que tiene la triple pregunta de Jesús a Pedro: "¿Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?" (Jn, 21,15).

La clasificación del tipo de ideas y argumentos utilizados en las lecturas y su debida interpretación en la homilía, pueden ser de gran valor persuasivo, tanto para esclarecer la situación evocada en el texto, como en su aplicación a las circunstancias actuales. Como vimos más arriba, los argumentos emotivos son de los más eficaces, porque apelan directamente a nuestros afectos.

Considerada de manera general, la función de los materiales se refiere a su eficacia y rendimiento dentro de cada una de las partes de la homilía. A menudo su utilidad ya se revela durante su preparación. Constantemente hay que preguntarse: ¿cuáles son los argumentos más apropiados para la introducción? Es decir, los que probablemente capten la atención de la comunidad, ¿cuáles lo vuelven benévolo y lo mantienen interesado?, ¿cuáles son los datos que interesan para la argumentación central? Es decir, los que contienen la información más apropiada en las circunstancias concretas de la homilía, y finalmente, ¿cuáles son los más aptos para concluir eficientemente, para resumir, sacar conclusiones, redondear la persuasión y mover a los oyentes a considerar y aplicar las orientaciones transmitidas?

La distinción entre un dato o hecho natural y sobrenatural tampoco carece de interés en la selección de las ideas y los argumentos que se encuentran en los textos y a través de las búsquedas colaterales. Primero, para clarificar la situación plasmada en los textos y, segundo, para hacer ver a los fieles que la misma liturgia y la fe, en general, se nutren constante e irrenunciablemente de lo sobrenatural.

Finalmente, quisiera añadir el consejo que brinda el ya citado profesor alemán de homilética Rolf Zerfafß, que recomienda al predicador plantearse cuatro preguntas antes de emprender la organización de la homilía, son las siguientes:

¿Qué propósito persigo con esta homilía? ¿quiero mentalizar, animar, hacer descubrir, confrontar con?

¿Qué resistencias y objeciones puede haber? ¿por qué mis fieles, algunos fieles, no piensan como yo?

¿Qué mensaje positivo tengo que transmitir? ¿por qué merece la pena reflexionar sobre esta oferta de Dios?

¿Qué es lo que puede ayudar a avanzar en este asunto? (exhortar, aconsejar, asistir).

Todos los datos de la búsqueda en la fase anterior que no concuerden de alguna manera con estas cuatro preguntas pueden eliminarse.

 

Cómo y dónde buscar información

¿Qué fuentes de información puede consultar el predicador a la hora de preparar una homilía? La primera fuente son naturalmente los textos bíblicos mismos, que constituyen la base de la homilía, es decir, el predicador no parte de la nada como los oradores comunes, que sólo disponen de un tema y buscan ideas e informaciones acerca de este tema. El tema de la homilía ya está contextualizado en las lecturas, que suministran las primeras informaciones para la elaboración de la futura homilía. En este orden de ideas la publicación periódica Misa dominical brinda una ayuda inapreciable.

Las mismas ediciones críticas de la Sagrada Escritura contienen ya numerosas notas e indicaciones acerca de los textos bíblicos y pueden servir, primero, de ayuda para la recta interpretación de estos textos y, luego, como material para la elaboración de la homilía. También pueden ser de suma utilidad las concordancias de la Biblia a través de las cuales podemos encontrar otros sitios de la Sagrada Escritura en la que se utiliza el término, la palabra clave que estamos elaborando.

Para ver aspectos de la vida cotidiana relacionados con la palabra clave también puede resultar fructífera la consulta de enciclopedias y diccionarios. Además existen colecciones de homilías que pueden dar pistas y modelos. El predicador experimentado guarda sus propias homilías, que por un lado evitan que se repita y, por otro, pueden ser fuente de inspiración.

Los libros de meditación pueden dar pistas y los de teología se pueden consultar para la profundización en aspectos doctrinales. No se deben descartar tampoco los textos literarios que con mucha frecuencia reflejan las tribulaciones religiosas de las personas y abren además nuevos horizontes sobre las inquietudes y aspiraciones del hombre. Tienen la ventaja de matizar con finura y belleza y a menudo consiguen establecer un acceso más fácil a los estados anímicos que un tratado de psicología o sociología. Lo que no quiere decir que el sacerdote no deba tener conocimientos de psicología y sociología. Al fin y al cabo sus fieles son hombres que viven en la sociedad.

Para el conocimiento más inmediato de las preocupaciones de individuos y grupos son de gran utilidad los datos que difunden los espacios informativos de la prensa, la radio y la televisión. Finalmente, si el predicador ya dispone de un "consejo homilético", son de una utilidad enorme las sugerencias que puedan dar los miembros de este grupo, dado que conocen más directamente las ansias y anhelos de los propios parroquianos.

Para el propio predicador, se recomienda que realice la preparación de la homilía en un estado de ánimo sosegado y distendido, procurando tener tiempo suficiente. No va a ser siempre fácil, pero no se debe nunca pasar por alto la importancia crucial de la homilía, el peso preeminente que tiene dentro de la celebración, pero cuyo alcance sólo se percibe cabalmente cuando la homilía lleva a los fieles hacia el umbral del diálogo con Dios.

También debe tenerse siempre presente que los oyentes en su mayoría son receptores benévolos, hermanos en la fe que, no obstante, tienen sus propias opiniones y experiencias vitales y religiosas. Por ello deben tenerse en cuenta las posibles asociaciones personales y la necesidad de adentrarse en la mentalidad ajena. Precisamente por este motivo se revela sumamente útil el "consejo homilético", porque a través de conversaciones previas con estos receptores representativos se pueden conocer de antemano las posibles opiniones y reacciones de los fieles y tenerlas en cuenta en la elaboración de la homilía.

 

SEGUNDA FASE: ORDENACIÓN DE LOS MATERIALES HALLADOS

 

Criterios y métodos

Ordenación en el contexto homilético significa dar a las ideas y los argumentos encontrados y seleccionados en la fase precedente, una disposición capaz de interesar y persuadir a los oyentes. Interesar quiere decir, en este orden de ideas, conseguir que el oyente deje en segundo lugar sus preocupaciones cotidianas con las que entra en la iglesia para dirigir su atención a la Palabra de Dios. Persuadir no quiere decir manipular, sino dar pistas, ayudar a reconocer las verdades de la fe y estimular a la conversión en el sentido de mejorar el comportamiento. La adecuada disposición de las ideas es, por tanto, de suma importancia y de ella depende en gran parte el éxito de una homilía.

En esta fase de la ordenación estratégica de las ideas, tampoco se debe perder de vista que la homilía no se produce como manifestación autónoma, sino que se halla integrada en la celebración litúrgica. La estructura fundamental de la Liturgia de la Palabra es tripartita: se inicia con la proclamación de las lecturas y del evangelio. Se puede considerar una fase de sintonización, incluso de tensión y expectación, que en la homilía encuentra su desenlace. Entre la primera y la segunda lecturas se intercala el salmo responsorial, que constituye una especie de profundización poética de lo expresado en la primera lectura y una respuesta a la llamada de Dios.

Antes de entrar en detalles de la ordenación de materiales, conviene distinguir entre una disposición lógica y una disposición práctica y material de la homilía, aunque ambos aspectos están estrechamente vinculados. La disposición lógica se refiere a la coherencia, transparencia y evidencia de la homilía. La disposición práctica se refleja en la subdivisión en partes y la elaboración práctica mediante la elaboración de guiones. Por último, la claridad de la elaboración y de la subdivisión no sólo son beneficiosas para el futuro oyente como oferta de reflexión y meditación, sino también para el mismo predicador, dado que facilitarán la memorización de la homilía como veremos más abajo.

¿Cuál podría ser un criterio y una orientación a la hora de elaborar la ordenación de una homilía? Primero, el predicador tendrá que indagar en sí mismo y averiguar su propia forma de pensar y argumentación y, después, intentar llevar a sus oyentes por el camino de su propia convicción a lo que se considera el meollo de la homilía.

No se puede insistir lo suficiente en la máxima que ya se mencionó en otro lugar, a saber, "menos es más". Ello se refiere tanto a la totalidad de la homilía como a su contenido específico. Las lecturas evidentemente ofrecen una cantidad ingente de temas y posibilidades de interpretación, y se trata precisamente de no sucumbir a la riqueza de los textos y escoger un camino, un tema, una aplicación. Esto significa que hay que evitar temas secundarios y digresiones porque confunden a los oyentes y conllevan el riesgo de que los oyentes desconecten y vayan "con la música a otra parte".

Este peligro no quiere decir que el predicador no tenga que considerar al principio varias posibilidades argumentativas para su texto, pero debe tener claro que sólo son eficaces las que tienen una lógica y coherencia internas. Una vez seleccionada la estrategia que convence personalmente al predicador, es importante que defienda la posición propia. Esto no debe excluir la tolerancia por otras formas de pensar, cuestión que puede manifestarse a los fieles para evitar la apariencia de una postura unilateral.

Para el establecimiento de uno o varios guiones, ayudarán todos los datos hallados en la fase anterior de la búsqueda de materiales. La pregunta fundamental que debe formularse el predicador es: ¿qué me dice la problemática evocada en las lecturas a mí y qué quiero transmitir a mis fieles? ¿Qué tiene que ver esto con Dios y sus planes para los hombres? También puede resultar útil preguntarse: ¿por qué los fieles no han visto las cosas como son desde hace tiempo? ¿qué es lo que les impide actuar en consecuencia?

Una de las formas de estructuración lógica y coherente es la que procede como un embudo, yendo de lo más general a lo más concreto. Debe comenzar con una introducción general a la problemática, donde, por así decir, se sitúa el tema que se pretende tratar. Como siempre será imposible tratarlo en toda su extensión, por la corta duración de la homilía, en seguida debe reducirse el ángulo de vista, en el sentido de extraer un aspecto concreto del ámbito temático general.

Con ello ya se llega a la parte central argumentativa, en la que pueden proponerse soluciones correctas y erróneas, tanto para estimular así también el interés de la asamblea e invitarla a reflexionar por su cuenta. De esta forma el predicador demuestra que toma en serio a sus oyentes y, además, consigue que estos estén más preparados para oír y ponderar la solución que él les va a proponer. Para finalizar, queda la aplicación de la solución encontrada a la vida diaria, a las inquietudes de los oyentes.

Esto no debe entenderse como un patrón estricto, sino como un modelo variable según las necesidades de cada caso. De ninguna manera es una manipulación llevar al oyente de la mano. Lo que quiere conseguirse es la participación del oyente en la problemática evocada, sin impedir sus decisiones libres y propias.

Desde el punto de vista de la ordenación práctica, se recomienda la elaboración de guiones que contienen las palabras clave, las ideas y argumentos más importantes.

Considero útil la distinción de dos tipos de guión, primero el "macroguión", que constituye una especie de armazón o de andamio que abarca toda la homilía en sus puntos más importantes Si está bien hecho, es como una visualización jerarquizada de pasos que indican el hilo de pensamiento.

En segundo lugar, el o los "microguiones", que son esquemas más detallados que amplían, si fuera necesario, cada uno de los puntos del macroguión. En un texto tan breve como la homilía, probablemente basta, en la mayoría de los casos, un solo microguión para explicitar todos los puntos del macroguión.

Un microguión no demasiado detallado puede ser una excelente "muleta" que evita tener que aprenderse de memoria un texto completo o, lo que sería aún peor, que se lea la homilía.

La forma más elemental y, por así decir, vacía de un macroguión podría ser la siguiente:

Introducción

Parte central

Conclusión

Ahora se trata de "llenar" estos moldes con las palabras clave y subdividir los puntos, sobre todo el de la parte central.

 

Una muestra

Supongamos que estamos preparando guiones para una homilía sobre el texto del hijo pródigo; siguiendo el esquema de la tripartición que acabamos de ver, uno de los posibles macroguiones podría ser el siguiente:

En la introducción se podría aludir al hecho natural de que los hijos se independizan y salen de casa y que algunos fracasan y vuelven arrepentidos.

En la parte central se puede:

- llamar la atención sobre el hecho de que el hijo vuelve contrito y es recibido por el padre con júbilo y generosidad;

- indicar que la parábola se aplica a la generosidad de Dios con la que recibe a los hijos a pesar de su comportamiento incorrecto;

- recalcar que la indignación del otro hijo se entiende desde una perspectiva humana, pero que

- en el sentido cristiano, el que está con el padre no tiene motivos para envidiar al que ha vivido alejado de él.

Parte final: dos aspectos:

- extensión de la alegría y la generosidad a todos los que vuelven; no guardar rencor frente a los descarriados;

- no perder la esperanza de la salvación, porque Dios acoge gozoso a todos los arrepentidos.

 

Muestra alternativa

Introducción: los que han fracasado en la vida despilfarrando su herencia no tienen derecho a ser readmitidos en casa y en la sociedad; constituyen una carga para las familias y la sociedad.

Parte central:

- la sociedad actual, materialista y egoísta, no admite el fracaso, es inmisericorde con el náufrago;

- la parábola bíblica enseña exactamente lo contrario: no sólo se acoge al hijo malogrado, sino que se le recibe con alegría y festejo;

- ¿dónde nos situamos nosotros? ¿cómo tratamos a los pobres, extranjeros, minusválidos, parados, enfermos, etc.?;

- ¿el amor al prójimo es nuestro criterio de comportamiento? ¿somos capaces de perdonar y readmitir en la sociedad, en la familia, entre los amigos al que vuelve arrepentido?

Conclusión: estamos hechos a la imagen de Dios y tenemos que intentar ser perfectos como él. Por tanto, tenemos motivos de reflexión y rectificación.

Salta a la vista que no son todos los guiones posibles para estas lecturas y se pueden idear bastantes más. Por otro lado, hay que tener claro desde el principio que un guión no es definitivo en el sentido de que ya no se puede tocar a la hora de elaborar la homilía. Debe considerarse como una especie de muleta que se puede dejar de lado si uno sabe andar solo. De este modo puede ser una ayuda inapreciable, pero el predicador no debe convertirse en esclavo del guión, si durante la redacción se da cuenta de que algunos puntos deberían modificarse o incluso eliminar y sustituirse.

 

Funciones de las partes de la homilía

Por muy breve que sea una homilía, siempre se aconseja una subdivisión, aunque fuera sólo siguiendo el esquema elemental de introducción, parte central y final, porque de una organización adecuada depende, en gran medida, la eficacia de la comunicación homilética. Siempre se debe establecer contacto con los oyentes al principio, siempre hay que desarrollar el tema de esta alocución y siempre habrá que concluir de alguna manera.

También aquí convendrá administrar estratégicamente el tiempo; la tripartición debería organizarse en las siguientes proporciones: para la introducción el 10%, para la parte central el 80% y para el final los 10% restantes.

 

La introducción

Se debe tener en cuenta que la homilía no es el inicio de la celebración sacramental, puesto que está arropada por la presencia de los creyentes, el ambiente y el canto, las oraciones introductorias y las lecturas. Entre todos estos elementos se crea la atmósfera propicia que el predicador debe aprovechar para la presentación de la homilía, que tampoco es el final de la celebración eucarística, sino el puente hacia la plegaria eucarística y la comunión.

La homilía está, por tanto, arropada por las restantes partes de la celebración. Es, como vimos más arriba, la parte de la celebración eucarística en la que el que preside se presenta ante los fieles como ministro de la Palabra, es decir, como enviado para difundir la buena nueva.

Vistas estas características, cabe preguntarse por el papel de la introducción en la homilía. Podríamos distinguir entre una función meramente externa y práctica y una relacionada con el contenido de la homilía. El papel de la introducción, desde luego, no es el de presentar al predicador a sus oyentes, porque ya está presente en la celebración eucarística desde el principio; ni siquiera sirve para presentar el tema de la homilía, ya que habrá aparecido de alguna manera en las lecturas.

Introducir a la homilía no es un comenzar ex abrupto; ya está el sacerdote presidiendo, y ya han sido proclamadas las lecturas. Pero el inicio de la homilía establece un contacto más directo entre predicador y asamblea.

Esta toma de contacto directo con los feligreses conlleva también problemas no directamente relacionados con la homilía como tal, sobre todo en predicadores novatos, como por ejemplo, cierto desasosiego parecido a lo que los actores llaman el miedo escénico. Aunque volveremos a este tema más tarde, aquí quiero apuntar de paso que un remedio eficaz contra los nervios es la participación activa e intensa en la primera fase de celebración eucarística. La lectura del evangelio, que suele hacer el mismo sacerdote que preside (a falta de diácono o de otro sacerdote concelebrante), ya constituye una aproximación primera a la asamblea y una sutil transición de lo estrictamente ritual a lo menos ceremonioso.

Al afianzamiento de una cierta espontaneidad puede contribuir considerablemente la confianza del sacerdote con sus feligreses. Una condición fundamental para que pueda surgir esta confianza es, naturalmente, una convivencia prolongada con los parroquianos, que no siempre se da. De todos modos, hay que ganársela a pulso; como cualquier encuentro es un reto, también lo es el del sacerdote con sus feligreses.

Pero aunque existiese ya esta confianza, me parece muy acertado el consejo de Rolf Zerfaß cuando recomienda a los predicadores que no entren nunca en el tema principal de su homilía sin haber conseguido antes que sus oyentes hayan sonreído por lo menos una vez; esto, como señal de que están pendientes de él y de lo que dice y de que se ha roto el hielo. También se consigue y se mantiene el contacto apelando a los feligreses y evitando cualquier síntoma de frialdad y trivialidad. Captar la benevolencia y despertar el interés de los oyentes son factores fundamentales para el éxito persuasivo de la homilía.

En relación con el contenido, la función de la introducción es la de familiarizar al oyente con la problemática y el argumento de la homilía. Ambos niveles, el práctico y externo, por un lado, y el argumentativo e interno, por otro, están -como ya vimos en estas breves observaciones- estrechamente vinculados.

Llevar a los fieles de su mundo cotidiano al mundo de la celebración sacramental y la homilía, despertar su interés, mantener su atención, motivarlos, ganar su confianza y establecer credibilidad, son tareas que se realizan, tanto a través de aspectos puramente externos, como con el tratamiento de los temas y la problemática de las lecturas. Además, la separación entre la introducción y la parte central no es tan estricta: la introducción a la problemática puede situarse perfectamente al principio de la parte central, es decir, pasar del final de la introducción al principio de la parte central.

Para dar entrada al contenido, al tema y al problema que se va a tratar, la retórica propone algunos recursos generales igualmente aplicables a la homilía. Además, pueden utilizarse aisladamente o combinando varios de ellos. Remito al interesado al repertorio de recursos retóricos al final del libro.

La más obvia entre las aproximaciones se puede realizar desde las mismas lecturas, presentando las circunstancias en las que se crearon o del contenido y/o de su autor. Muy relacionado con esta entrada es la que se realiza a través de la problemática o del tema que trata una o varias lecturas. Desde el ángulo de vista opuesto, se puede comenzar hablando de las circunstancias actuales y luego volver a los textos; puede resultar impactante empezar con un argumento contrario al de las lecturas o al que se piensa defender en la homilía.

Según las circunstancias evocadas en las lecturas o según la temática, puede resultar convincente empezar con lo general para después pasar a lo particular o al revés, hablar del caso individual para comentar luego las repercusiones sobre la sociedad. A veces las homilías empiezan con la narración de una vivencia personal del predicador. Es un recurso que por su cercanía a la vida real crea más autenticidad y resulta más atractivo. No hay que olvidar nunca que una de las funciones primordiales de la introducción es despertar el interés de los oyentes, conducirlos hacia la problemática que se va a tratar y crear simpatía y benevolencia.

Uno de los peligros que debe evitar el predicador a toda costa es el abultamiento de la introducción, primero porque alarga inútilmente la homilía y segundo, porque desvía el interés de los oyentes o incluso los aburre. No se deben perder de vista las proporciones entre las partes de las que hablamos más arriba.

También debe evitarse en la introducción el anuncio de un planteamiento interesante, despertando mucha expectación y luego no suministrar el desarrollo u ofrecer una solución a medias o ninguna. Más frustrante aún es proponer una argumentación y una problemática y luego no tratarlas en la continuación de la homilía. Los oyentes estarán esperando lo prometido, que no llegará. Evidentemente todo es importante en una homilía, pero el predicador que no logre sintonizar con sus oyentes ya en la introducción habrá perdido la batalla.

 

La parte central

Antes de elaborar la parte central, incluso antes de la introducción, el predicador debe elaborar un plan estratégico para el desarrollo de la homilía y sobre todo de la parte argumentativa. Una de las premisas para poder hacerlo es la averiguación del tema de las lecturas que define el ámbito particular de las lecturas y la homilía. Casi siempre las lecturas poseen una riqueza temática que obliga a una limitación y la selección de un tema preciso entre muchos. De todos modos se debe evitar la multiplicación de temas, porque sería contraproducente; nadie aguanta tanta diversidad y, por consiguiente, desconectará.

Para poder realizar la preparación de la homilía, el predicador tiene que escoger una línea de argumentación y el objetivo que más le convienen o le parecen oportunos, en la situación concreta en la que se pronunciará la homilía. Por tanto, una cosa es el tema y otra la estrategia con la que va a presentarse. Esta es como el hilo conductor que le llevará hasta el final y que servirá también de "guía" al oyente.

Como la recepción de la homilía es oral, el oyente está a la merced del predicador y cuando haya perdido el hilo, no podrá reclamar explicaciones, ni simplemente releer, como ocurre en los textos escritos. Por tanto, el predicador hace bien construyendo muy coherente y transparentemente su discurso. Sirve de poco la acumulación de buenas ideas y muchas informaciones acerca de las lecturas y las circunstancias actuales a las que pueden referirse, si al final confunden al oyente y malogran la predicación porque el oyente no sabe a qué atenerse, no descubre "de qué va" la homilía. La cosa es peor si se proyecta una serie de homilías, como se suele hacer en determinados tiempos específicas como el adviento, la cuaresma o la semana santa. Si no tiene cohesión una homilía aislada, ¿cómo van a tenerla varias interrelacionadas?

Aquí también pueden ayudar las recomendaciones del "consejo homilético"; una lectura previa de los textos y un debate posterior pueden no solamente revelar lo que interesa a la comunidad en general, sino también dar pistas acerca de una posible estrategia, una ilación adecuada de la homilía.

 

La parte final

El final de la homilía no es un final definitivo de la celebración sacramental a la que pertenece como parte integrante, sino un "intermedio" (dado su propio emplazamiento en la celebración).

Como su finalidad es propiciar el encuentro de los fieles consigo mismo y sobre todo con Dios, sus efectos no se producen inmediatamente; la buena homilía es la de "larga duración", que surte un efecto de conversión, de mejora de comportamiento a medio y largo plazo.

Y hay otro punto que me parece fundamental: la homilía debe facilitar consolación y esperanza en los fieles, que deben salir de misa reconfortados. Lo cual no quiere decir que el predicador deba sugerir a los fieles que todo es coser y cantar, que no hay que esforzarse, que no hay que recapacitar: pero tampoco deben salir de misa cabizbajos, desanimados y atribulados. Este no es ciertamente el propósito de la buena nueva ni de la celebración eucarística.

¿Qué puede hacer el que preside para cumplir con esta función? En primer lugar, no debe marcharse ex abrupto del ambón (si ha tenido que decir la homilía desde él), ni debe finalizar su discurso con amenazas o ideas insólitas.

Un final contraproducente es el que anuncia el final sin finalizar. No son raros los predicadores que desde el principio ya prometen que van a ser breves y no lo son, o los que prometen terminar en seguida y siempre les ocurre una idea más, desaprovechando varias ocasiones de acabar con éxito y eficacia. Los finales interminables tienen el peligro de destruir todo lo anterior.

Desde el punto de vista del contenido, el final puede cumplir con varias funciones de las que algunas son muy importantes. El final puede ser un resumen de los puntos más destacados de la homilía. Debe evitarse el peligro de que se convierta en mera repetición, pues un buen resumen es una especie de condensación y síntesis de las ideas clave de la homilía.

El final puede también ser una conclusión en la cual se vuelve a aplicar la enseñanza fundamental de las lecturas a la vida cotidiana, a las necesidades de los cristianos. Hágase como se haga, la función primordial es motivar a los fieles a la conversión, transmitirles consuelo, esperanza y alegría.

 

TERCERA FASE: LA FORMULACIÓN VERBAL DE LA HOMILÍA

 

Observaciones previas

Esta tercera fase se concibe como la transformación de las ideas halladas y ordenadas en las dos fases anteriores. El o los guiones elaborados se convierten ahora en comunicación verbal.

Sin embargo, esta labor no debería concebirse como un mero "vestir" con palabras, como solían decir los antiguos; en realidad, pensamiento y formulación no son nunca separables, por el mero hecho de que se piensa con palabras. De modo que los pasos previos, además de ser imprescindibles, ya son también formulaciones verbales aunque no las definitivas para ser transmitidas al receptor.

Para una llamada telefónica, por supuesto, no hay que elaborar un detallado esquema previo ni la formulación verbal exacta, pero para una homilía se hace inexcusable. Sin embargo, toda preparación argumentativa y organizativa ya supone -como vimos- una formulación en sí misma, que va a pulirse y perfeccionarse en esta tercera fase. Además, el predicador experimentado sabe que no pocas veces durante la redacción se puede producir una ampliación de las ideas o una modificación de su disposición. El mismo lenguaje, a través de su naturaleza conceptual, genera y estructura conocimientos.

Parece que el proceso de la elaboración lingüística tiene sus propias leyes y puede ser fuente de conocimientos que alteran la argumentación y los raciocinios previstos. Vale la pena ponderar y reflexionar los cambios que puedan producirse durante esta fase; no pocas veces son mejores que los argumentos y guiones previstos, y -vuelvo a insistir- no hay ninguna ley que ordene mantener servilmente el esquema preestablecido.

Todos los "consejos para la realización de la comunicación" que se dieron al principio del libro, sobre todo aquellos que se referían directamente al dominio del lenguaje, del estilo y la claridad y precisión, se aplican lógicamente a esta fase de la redacción y formulación de las comunicaciones.

 

Claridad, sencillez, brevedad

Es preciso que quede clara una cosa importantísima: la condición sine qua non de una buena redacción es -nunca se insistirá demasiado en ello- el dominio del idioma en todos sus niveles, desde el vocabulario hasta la gramática.

La homilía que no se realice en un español impecable desde el punto de vista de la corrección idiomática, ya pierde gran parte de su credibilidad y fuerza persuasiva. Una palabra mal empleada o mal pronunciada debilita o hasta anula las ideas y argumentos más brillantes. De modo que el predicador con carencias lingüísticas debería empezar con el perfeccionamiento de sus conocimientos del idioma, antes de abordar la formulación verbal de homilías.

Esto no significa que tenga que volver al colegio, pues cualquier ocasión es buena para practicar, para sensibilizarse con asuntos lingüísticos y adquirir unas capacidades expresivas mejores. El primer paso es concienciarse, hacer frente a las propias debilidades comunicativas y hablar "a sabiendas", es decir, conscientemente; escuchar cómo hablan y escriben los demás, sobre todo si hablan y escriben bien; lo que no excluye que también se pueda aprender -por rechazo- de los "malhablantes".

En el discurso oral, y la homilía es uno de ellos, la buena formulación y redacción es de suma importancia. Las mejores ideas y la mejor disposición pueden echarse a perder si no se formulan adecuadamente, porque es mucho más difícil que de este modo alcancen a sus destinatarios. Por ello, el criterio supremo en esta actividad debe ser siempre la adecuación del lenguaje a las exigencias de cada homilía.

Conviene tener en cuenta todo lo que se dijo en el apartado sobre la adecuación. No debería nunca perderse de vista el hecho de que cuanto más clara y sencilla es la forma de hablar, más eficaz resultará la comunicación.

Parece un tanto extraño en estas circunstancias recomendar que se hable y escriba de modo natural; se suele tender antes bien a la artificialidad y no pocas veces a la pomposidad y parece que cuesta expresarse sin caer en la complejidad y la oscuridad innecesarias. Evidentemente existen situaciones y cuestiones complejas y hasta alambicadas, pero no por ello la forma de tratarlas tiene por qué ser alambicada y oscura. Es precisamente un mérito del buen predicador poder esclarecer los asuntos complejos con formulaciones claras y comprensibles.

 

Formulación oral, formulación escrita

De entrada se debe distinguir entre la redacción definitiva e inalterable de la comunicación escrita y la formulación improvisada y susceptible de revisión de la comunicación oral. A veces la oral -que es el caso de la homilía- puede prepararse totalmente siendo entonces equivalente a la escrita; otras veces, sin embargo, sólo se escribe un guión, una nota con los puntos más importantes en el orden que ha de seguirse.

Ahora bien, lo que llamamos redacción definitiva normalmente pasa también por varias versiones previas y provisionales, que van perfeccionándose a veces tras múltiples correcciones, que por regla general, sólo se acaban cuando el tiempo apremia. El que conozca además a una persona con reconocidas capacidades estilísticas y con la suficiente paciencia como para leer textos ajenos, que no dude en leerle los propios escritos o en pedir que los lea y corrija; cuanto más ojos expertos vean una redacción, más probabilidades hay de que salga bien.

 

Las estrategias persuasivas y la formulación

Naturalmente, la estrategia persuasiva debe tenerse en cuenta también a la hora de la formulación de la homilía. Es allí donde más palpable se hará. Por tanto, el predicador deberá reflexionar detenidamente sobre el tipo de persuasión y sobre su plasmación verbal cuando llega a la tercera fase de la elaboración. En la inmensa mayoría de los casos no será una única estrategia la que se utilizará en las homilías.

Conviene repasar el capítulo correspondiente de la primera parte de este libro para recordar los matices allí expuestos. Baste aquí rememorar los aspectos más importantes.

Para las partes en las que se expone una situación, que son por así decir narrativas, se impone la estrategia del informar o enseñar como exposición objetiva de hechos y argumentos que se dirige a la razón.

Para las partes menos argumentativas y los momentos en los que el predicador quiere captar el interés y -como vimos- intenta suscitar una sonrisa de complicidad en sus oyentes, se recomienda la estrategia del deleitar y divertir. Se puede divertir con una anécdota adecuada, con una alusión a circunstancias actuales, con una observación directa a los fieles y muchos más recursos. Como ya vimos, el deleite puede tener otra faceta en el sentido de que una formulación lograda, lo "bien dicho", ya son motivos de deleite y por muy extraño que suene, tiene un poder persuasivo no despreciable.

En las lecturas bíblicas abundan los momentos emotivos, las situaciones que despiertan nuestra participación afectiva: la tribulación, el sufrimiento, la muerte son situaciones frecuentes. Y como las inquietudes, las enfermedades y la muerte son fenómenos universales y de todos los tiempos, la emotividad entrará también en las homilías actuales. No es engañoso que el predicador apele a los afectos, puesto que estas situaciones realmente "afectan" a los fieles y pueden contribuir a la conversión y la rectificación".

 

La redundancia informativa

En todas los discursos, y sobre todo en los orales como la homilía, conviene introducir un determinado grado de redundancia informativa, en el sentido de una sabia repetición y concatenación de las mismas ideas, dado que la comunicación normal se suele estructurar de esta forma. No suele consistir en la desnuda yuxtaposición de informaciones radicalmente nuevas, sino que cada oración contiene aspectos del argumento anterior permitiendo así la transición más elegante al siguiente. También porque en la comunicación oral suele ser menor la capacidad de atención y retención de informaciones.

La posibilidad de que se "pierda el hilo" es casi inevitable si se le abruma al oyente con demasiados datos desconocidos y acumulados. Conviene dosificarlos y demorarse un cierto tiempo con las informaciones, explicitando, detallando o repitiendo lo mismo en una formulación distinta que introduzca quizá algún matiz nuevo; finalmente, ya en un plano distinto, también se pueden intercalar en la comunicación de la información nuclear "espacios de distensión" en forma de definiciones, comparaciones o incluso anécdotas, etc. Ni que decir tiene que en todo ello la formulación correcta, clara y amena es el mejor medio de explicar bien y de convencer al receptor.

 

Cuatro factores: receptor, tema, intención persuasiva, situación

De un modo general, y como vimos ya más arriba, también en la redacción es aconsejable tener siempre presente cuatro aspectos decisivos para el logro de la comunicación: el receptor, el tema, la intención persuasiva y la situación en la que se va a enunciar y recibir una comunicación y, desde luego, también una homilía. Es imprescindible amoldar la formulación y el estilo a estos cuatro factores.

Ante todo, se debe recordar que el lenguaje "normal" de cualquier homilía debería ser el lenguaje de todos, o por lo menos del grupo de los oyentes al que va dirigida la homilía. Sin embargo, es sumamente difícil conocer o averiguar el nivel lingüístico de la asamblea. Desgraciadamente el caso de unos feligreses con capacidades intelectuales y expresivas equiparables se da sólo en contadas ocasiones. El caso normal de los oyentes de una homilía es el de una comunidad mixta, y el predicador siempre debe tener presente que, si el mensaje ha de surtir efecto, debe ser comprendido también por los receptores menos dotados.

Tal vez el predicador juega con una cierta ventaja en comparación con el conferenciante que habla sobre un tema específico, por la simple razón de que los temas de las homilías son repetitivos y de índole más o menos general. Las lecturas suelen repetirse con una periodicidad trienal (en la Eucaristía dominical) y los temas están al alcance de todos o, mejor dicho, son problemas de alcance general.

La jerga de especialistas en teología y exegética sólo se puede utilizar hablando o escribiendo ante y para especialistas. Los tecnicismos tienen su razón de ser en círculos restringidos de entendidos, pero no en discursos destinados a una comunidad grande e indiferenciada. Lo más difícil en este orden de ideas es presentar de forma amena, e incluso entretenida, informaciones o saberes particularizados ante una comunidad no especializada.

Ahora bien, la tarea de esclarecer hechos complejos no debe equipararse tampoco con la burda trivialización: se trata de presentarlos de tal forma que una asamblea no avezada también se entere. Tampoco se debe olvidar hasta qué punto determinados temas pueden suscitar, por un lado, reacciones imprevisibles y, por otro, reacciones previsibles violentas, según el carácter más o menos impactante o hasta explosivo del tema; es preciso atenuar en estos casos los efectos a través de una formulación más suave o menos provocativa.

 

Los recursos retóricos

Para el orador y autor clásico, la retórica tenía preparada una lista de recursos retóricos, de figuras y tropos que ayudaban en la formulación. Aunque tengan mala prensa en la actualidad las llamadas figuras retóricas, no han perdido ni su vigencia ni su eficacia.

No podemos dedicarles el debido espacio en el marco de este libro. El interesado encontrará por lo menos una lista de los más frecuentes recursos al final del libro. Estos recursos no deben entenderse como un adorno innecesario, una floritura, como solía decirse, sino como una posibilidad de aumentar la potencia persuasiva de la formulación, ya sea porque con la figura o el tropo se precisa el argumento y se perfecciona la expresividad, ya sea porque suena mejor. Así se aumenta la calidad estética de la expresión, lo que en último término desemboca igualmente en un aumento de la capacidad de persuasión, puesto que lo bello y el orden resultan mucho más agradables y convincentes que lo feo y desordenado.

Lo que pasa es que pocas veces los predicadores han mejorado su forma de expresión sólo con aprender de memoria la lista de recursos retóricos. La mejor forma de perfeccionar el estilo es la lectura de autores cuyo estilo tiene fama de ejemplar y fiarse del contagio que se producirá inconsciente y automáticamente. Uno se dará cuenta del empleo y de la eficacia de los recursos retóricos y aprenderá a usarlos adecuadamente.

Ahora bien, esta lectura requiere una mentalización previa, requiere que se realice con atención para detectar casi en una labor de filigrana los fenómenos estilísticos que importan. Para ello son necesarios ciertas destrezas previas que hacen posible su reconocimiento. Ya se ve, la pescadilla se muerde la cola; recomiendo, pues, al principiante echar una ojeada a la lista de recursos retóricos para que vaya conociendo los recursos lingüísticos capaces de contribuir a un perfeccionamiento de las capacidades expresivas. Es un error afirmar que se nace con la capacidad de hablar en público y de escribir, que no hace falta ningún tipo de ejercicio para adiestrarse en este difícil arte.

 

Diferencias entre la formulación del texto estándar y el homilético

No estarán de más unas consideraciones acerca de las posibilidades de formulación de la homilía en comparación con la del discurso normal. ¿Existe una diferencia entre las dos o son equiparables?

Antes de nada, habrá que insistir en la necesidad de que en el lenguaje homilético se abandone la jerga específica teológica, porque se trata de hacer asequible el mensaje al feligrés llano. Además, se debe tener en cuenta la diversidad de formación de los feligreses. Esto tampoco significa que haya que usar un lenguaje simplista, popular o vulgar, pues al fin y al cabo se habla de la Palabra de Dios. Será difícil, pero necesario, encontrar un equilibrio entre la seriedad y, a veces, hasta la solemnidad, bien entendida y la accesibilidad de la formulación.

Resulta útil hacer esta comparación en los tres niveles más importantes de la enunciación, a saber, en el nivel léxico, sintáctico y textual. Es decir, nos preguntaremos si son iguales o diferentes los dos tipos de discurso en cuanto al vocabulario que emplean, en cuanto a las oraciones que construyen y, finalmente, en cuanto a la constitución de la homilía como texto en comparación con otros discursos. Haciendo caso omiso del hecho de que, en el fondo, todos los discursos son diferentes y de que el término lenguaje estandar o normal es sólo una muleta para poder estudiar discrepancias notables, podemos llegar a la conclusión de que ambos modos de expresión verbal son fundamentalmente análogos.

En el nivel léxico observamos naturalmente algunas especificidades, sobre todo en el vocabulario prestado de las lecturas bíblicas, aunque también las traducciones modernas de la Biblia procuran acercar el vocabulario a las formas de expresión contemporáneas.

No cabe duda de que hay excepciones, sobre todo en los textos poéticos del Antiguo Testamento como los Salmos, el Cantar de los Cantares, Isaías, etc.; pero también se observan notables divergencias entre el vocabulario de los textos litúrgicos de la celebración eucarística y el del lenguaje habitual. Puede chocar al oyente inadvertido que las oraciones de la celebración eucarística se formulen en un tono tan solemne y ceremonioso. Sin embargo, no se debe pasar por alto que son las palabras con las que el sacerdote se dirige a Dios. No pueden ser llanas y sobrias, como sorprendería ya si una persona se dirigiera a un rey o una persona de categoría en un lenguaje trivial y baladí.

Ahora bien, el léxico de la homilía, dado que es un hablar a una asamblea llana y humana, debe evitar la solemnidad y la pomposidad inapropiadas y buscar una sencillez que no tiene por qué ser ingenua ni vulgar, pero sí accesible para oyentes de los que se sabe que pertenecen a capas sociales muy diversas con un dominio del idioma desigual. Tanto un lenguaje ampuloso como el basto son altamente contraproducentes, no sólo en el ámbito homilético. La predicación debería atenerse a lo que los antiguos llamaban estilo medio, es decir, ni demasiado selecto y florido, ni demasiado sobrio y frío, sino equilibrado, elegante y accesible.

¿Cómo se adquiere el vocabulario adecuado? Repito lo ya anticipado en repetidas ocasiones: hablar conscientemente, buscar la exactitud de las palabras respecto de la idea que se quiere expresar, saborear el lenguaje y, finalmente, leer y leer mucho a autores literarios buenos; ellos son los grandes maestros de la formulación.

En esta "escuela" de los literatos también se puede aprender que las palabras no sólo se seleccionan por su significado, sino también por su sonido, es decir, por su configuración fonética. No se debería menospreciar la capacidad expresiva y persuasiva de la palabra o las palabras escogidas. Hay palabras suaves y acariciantes por sus sonidos delicados (p. ej. agua viva, vid verdadera); hay palabras hirientes y brutales y provocadoras por su significación y las eses silbantes e hirientes (p. ej. cruz, "Os expulsarán de las sinagogas", Jn 16,2).

En el nivel sintáctico, se pueden hacer análogamente las mismas observaciones. Teniendo en cuenta que la homilía es un discurso oral, el predicador debe tener un cuidado muy especial a la hora de construir las oraciones, por la simple razón de que la recepción oral no permite repetir como es el caso en la lectura.

Por consiguiente, tanto el hilo argumentativo como el hilo sintáctico deben ser de fácil captación. Las oraciones "serpiente" de diez o más renglones ya irritan en un texto escrito, pero son absolutamente inadmisibles en un texto oral, porque no hay quien las capte completa y correctamente. Tampoco quiere decir que sólo deba utilizar oraciones principales; a menudo las relaciones entre las ideas o los argumentos se expresan mucho más eficazmente con la oración subordinada. Una subordinada condicional, final, consecutiva o causal, por nombrar algunas, dan una impresión mucho más exacta que la mera acumulación de oraciones independientes. El secreto está en la dosificación apropiada, que también puede aprenderse hablando conscientemente y reflexionando sobre lo que uno quiere expresar. Aquí también, ¿cómo no?, los escritores son modelos imitables.

El último y más global de los niveles de enunciación es el texto completo, la homilía en su totalidad. Ya hablamos antes sobre la extensión o duración que debería tener. Recomendamos una duración de diez o doce minutos, máximo de quince, que corresponden a un máximo de tres folios mecanografiados. Repito también la recomendación de cronometrar la homilía en una especie de ensayo general antes de pronunciarla ante los fieles.

No es superfluo advertir que el texto tiene que constituir una unidad, en el sentido de que no debería ser la mera acumulación de ideas acerca de un tema, sino una especie de entidad redonda con su principio, medio y fin. Se dice rápido y suena a perogrullada, pero la práctica demuestra que no es tan fácil construir un buen principio, desarrollar un buen medio y encontrar el fin apropiado. Hasta los predicadores experimentados saben un rato de las dificultades de "redondear" una homilía. No se debe tomar nunca a la ligera esta exigencia, puesto que un texto truncado o incompleto causa una impresión desconcertante en el receptor, tanto por defecto como por exceso. Es decir, la homilía puede resultar deshilachada por la caótica acumulación de ideas o puede pecar por excesiva meticulosidad, siendo, sin embargo, preferible este último defecto.

Otro aspecto, estrechamente relacionado con el anterior, es la subdivisión de la homilía, esta vez no en las tres partes funcionales del principio, medio y fin, sino la subdivisión de estas, sobre todo de la parte central, en párrafos.

Un párrafo debería constar de una idea o un argumento relativamente independiente y en sí autónomo. Esta subdivisión no sólo facilitará la estructuración de la homilía a la hora de su formulación, sino también la comprensión de la ilación a la hora de la recepción. Los párrafos constituirán los pasos por los cuales adelantará la argumentación en la homilía. Tienen otra ventaja, puesto que las pausas que se producen entre cada uno de los apartados también conceden un cierto descanso en la andadura de la homilía. Habrá que ponderar y aprender igualmente la dosificación de las pausas. De ello hablamos en el capítulo dedicado a la pronunciación.

Antes de terminar este apartado dedicado a la totalidad del texto y su estructuración, cabe añadir tres detalles que añaden eficacia a la homilía.

En primer lugar, el empleo de imágenes y símbolos específicos. Las realidades de las que habla el predicador son realidades que pertenecen al ámbito de la fe y de la Sagrada Escritura. En estas circunstancias las imágenes y los símbolos ayudarán mucho a penetrar en estas realidades de difícil acceso y comprender su significado. Ambos recursos tienen la ventaja, pero también la dificultad, de que aluden a una cosa conocida y material sin significarla plenamente, dejando espacio para que el receptor añada e interpreté lo que falta.

"Las imágenes dan que pensar", afirma P. Ricœur, porque las metáforas estimulan emocionalmente o provocan. Invitan también a pensar porque no se entienden sin colaboración activa del receptor. Al decir "Pepe es un burro", ya tenemos que colaborar con el que lo dice porque seguramente Pepe no tendrá nada de burro exteriormente y la metáfora apunta a particularidades psicológicas de Pepe. Pero si se nos habla del cordero de Dios para significar a Cristo, o de la cruz como símbolo del cristianismo, la distancia entre lo dicho y lo significado aumenta. Sin embargo, en este caso la identificación resulta más fácil, porque estas dos expresiones figurativas pertenecen al patrimonio metafórico asumido por los cristianos.

En este sentido el lenguaje figurativo es exigente pero también gratificante y requiere la colaboración del oyente. En esta actividad debe combinar lo concreto con lo abstracto, empezando con Dios mismo y continuando con el cielo, la omnipotencia o la omnisciencia divinas y no hablemos de la Trinidad para la cual casi no hay imagen que valga. Una de las particularidades del lenguaje bíblico es precisamente su eminente carga metafórica y simbólica.

En segundo lugar, conviene intercalar narraciones en la homilía; narración significa en este orden de ideas un breve relato sacado de la vida diaria, una vivencia, un acontecimiento, un encuentro, una conversación y un largo etcétera de otras posibilidades, como ya se observa en los propios textos bíblicos, repletos de narraciones sobre vivencias cotidianas.

En la homilía tienen la ventaja de evitar la excesiva teorización y de crear como un puente entre las verdades y los valores que transmiten y las realidades existenciales. Un episodio de un suceso ordinario muestra también que las verdades de la fe no son abstractas sino que están ancladas en la vida real. El predicador no debería olvidar nunca la atractividad de la historia que se cuenta y su eficacia didáctica. Los cuentos de hadas y las fábulas forman una comprobación fehaciente.

En tercer lugar conviene tener presente que la homilía es un discurso eminentemente dialógico, incluso si en la práctica se realiza monológicamente. Sin embargo, por su finalidad fundamental es una introducción a un diálogo con Dios y por su naturaleza litúrgica es un hablar con los feligreses.

 

Otra vez las prácticas

Para adquirir las capacidades de lo que podríamos llamar "escritura homilética", se precisará por lo menos de tanto tiempo como para aprender a tocar el piano o jugar al tenis. Lo que significa también que conviene no alimentar la ilusión de que después de haber redactado media docena de homilías uno se convierte ya en campeón. Hay que exigirse pacientemente, empezar lo antes posible con una rigurosa autodisciplina e ir mejorando constantemente.

Dos aspectos deben tenerse en cuenta: la práctica a corto plazo, es decir, la insistencia pulidora en la elaboración de una misma homilía, puliéndola y perfeccionándola hasta que tenga la configuración que le parece a uno aceptable. En segundo lugar, la práctica a largo plazo, que se realiza prácticamente durante toda la vida "predicadora" de un sacerdote. Por lo menos debería ser así, de modo que los apuntes y las grabaciones de homilías anteriores pueden servir de correctivos para homilías futuras.

La falta de modelos recomendables para su imitación hace que actualmente los predicadores deban crearse su propio estilo, que por lo demás será normal e inevitable, porque con el tiempo toda labor, también la homilética, adquiere unas notas personales e individualizadas.

Ahora bien, para llegar a esta situación sería provechoso disponer de los criterios de calidad pertinentes. De un modo general, la mejor homilía es la que encuentra la adecuación más perfecta entre la forma y el fondo; en otros términos, la que reúne las ideas, la disposición y la formulación más apropiadas al tema. Lógicamente habrá tantas adecuaciones como temas homiléticos se dan.

Es un difícil equilibrio que habrá que buscar y mantener para elaborar alrededor del tema concreto de cada homilía un edificio de ideas y palabras que tenga las dimensiones, las proporciones, las virtudes y excelencias que le corresponden. Y curiosamente, sin que dispongamos de principios claramente definidos, porque no puede haberlos por el amplio margen de realizaciones que ofrece y requiere el género homilético. Hasta los oyentes inexpertos poseen una especie de antena capaz de detectar cuándo una cosa está bien dicha o no, sin poder explicar en la mayoría de los casos el por qué.

Los predicadores deberían tener presente que los fieles también son jueces de la calidad de la homilía. Por tanto, el predicador debe estar dispuesto y decidido a mejorar constantemente y a trabajar conscientemente esta faceta importante de la vocación sacerdotal. Un anunciador de la Palabra divina se desacredita a sí mismo si no intenta por lo menos aprender a manejar la palabra humana.

Nuevamente se revela la utilidad de un "consejo homilético"; esta vez como crítico constructivo a posteriori, que podría examinar la homilía con tranquilidad y dar su opinión. Su crítica constructiva podría servir para mejorar el estilo y la forma de predicar en homilías posteriores.

 

CUARTA FASE: LA MEMORIZACIÓN

 

Preliminares

La cuarta fase de la elaboración de la homilía se refiere a su presentación oral y directa ante una asamblea. El que la homilía sea un discurso oral y directo es uno de sus rasgos constantes y trae consigo una serie de particularidades que no se dan en los textos escritos.

No se debe pasar por alto que también existen discursos orales no directos, de naturaleza y temática religiosa, emitidos por radio y por televisión, que se graban con anterioridad. Igualmente encontramos otros discursos religiosos escritos, como las preparaciones a las lecturas dominicales que publican todavía algunos diarios. No son verdadera predicación homilética, pero por su naturaleza interpretativa y orientativa se acercan bastante al género de la homilía auténtica, uno de cuyos rasgos destacados es la oralidad directa.

Habrá que preguntarse lo que significa oralidad directa. Significa pronunciar un discurso en presencia de los oyentes. Ahora bien, pronunciar un discurso no es equiparable a su lectura. Todos sabemos lo molesto que puede resultar cuando un discurso se lee con los ojos pegados al papel, sin contacto visual con los oyentes, y con la articulación monótona casi inevitable en las lecturas. Por ello, la retórica clásica prohibía la lectura, lo que hacía imprescindible la memorización del discurso. No se puede sobrestimar la importancia del contacto visual, que es como una especie de "atadura" que conecta al predicador con sus oyentes. Aunque cada uno se sienta como directamente "enfocado", la mirada a los fieles desarrolla unos vínculos imprescindibles para la comunicación lograda.

¿Memorizar la homilía significa que ineludiblemente haya que aprenderla de memoria? Desde luego que no. La mayoría de los predicadores actuales ni siquiera tendría la memoria lo suficientemente entrenada como para retener un discurso de cierta extensión.

Durante varias generaciones se nos ha querido inculcar que aprender de memoria era como un sacrilegio contra la auténtica actividad del cerebro y de la inteligencia, que debía ser sólo la de pensar. Resulta que ahora una cantidad elevada de personas ni sabe ejercer la memoria, ni sabe pensar, porque precisamente no tiene con qué pensar.

Consecuencia lógica: se deben ejercitar las dos facultades, tanto la memoria como la inteligencia deben mantenerse activas. El sano equilibrio se alcanza fomentando las dos capacidades, almacenando datos, por un lado, y aprendiendo a manejarlos, por otro. Nadie nos dijo entonces y pocos sostienen actualmente que la pérdida y la falta de memoria equivale a una pérdida de sustancia personal y cultural nefasta. La historia y la tradición son recuerdo, la cultura es recuerdo, la personalidad y, por muy paradójico que suene, nuestro futuro es recuerdo; sin memoria, no tenemos datos donde amarrar nuestro existir. Y qué duda cabe que todo esto es aplicable también a la memoria religiosa, que alimenta nuestra fe y nos orienta hacia el futuro de la salvación.

Designamos la forma en la que habría que presentar la homilía como `discurso libre'. ¿Qué quiere decir discurso libre en este orden de ideas? Desde luego ni es una charlatanería superficial, ni la mera improvisación, sino una especie de pensar en voz alta: hablar pensando o pensar hablando, siguiendo las palabras clave que se apuntaron y ordenaron previamente en el guión. En el fondo, es la actitud y el comportamiento que se mantienen en una conversación formal; lo único que cambia es el número de oyentes y la aparente unilateralidad de la comunicación homilética. Sin embargo, también en la Iglesia existe -como vimos- una realimentación que ni se podrá detectar leyendo la homilía, ni estando "atado" por una recitación de memoria.

Vemos, por tanto, que se trata de un discurso libre, porque no se formula como un texto acabado y permanece abierto a la intervención inmediata, respondiendo a la situación concreta y a la integración sobre la marcha de elementos imprevistos. La falta de manuscrito libera al predicador frente al oyente, cuya cara y cuya reacción de este modo podrán observarse. Todos sabemos que aprender de memoria literalmente, trae consigo el peligro de tropezar y perder el hilo, y además frena y bloquea la posibilidad de adaptarse a situaciones imprevistas.

Se trata, pues, de estimular la memoria, mantenerla activa de cualquier forma. Naturalmente, es mejor alimentarla con datos útiles. Ello significa que aprenderse nombres propios, números de teléfono o fechas de cumpleaños ya es provechoso de alguna manera, porque seguramente mantendrá la memoria fresca y en buen funcionamiento.

Depende también del tiempo durante el cual queramos tener disponibles los datos; no es lo mismo querer recordar el día y la hora de salida de un tren o de un avión que vamos a tomar dentro de unos días, por un lado, que aprenderse el contenido de la Biblia, las verdades de la fe o datos del ámbito del saber que debemos manejar constantemente durante años, por otro. De todos modos, no viene mal tener la memoria siempre alerta, observando personas y cosas con atención y precisión y tratando de recordar lo observado. También esto mantiene joven, al parecer.

 

Memorizar la homilía

La pregunta que se nos plantea ahora es si en el caso de la homilía debe utilizarse la memoria de larga duración o si basta con hacer uso de la de medio plazo.

Evidentemente la mayoría de las homilías no son de uso repetido, aunque también se puede prever una reutilización parcial, dado que la temática es repetitiva y las homilías preparadas sobre las mismas lecturas y la misma problemática pueden perfectamente aprovecharse para una predicación en las mismas circunstancias litúrgicas, reelaborándola y adaptándola a una situación cambiada. Esa es la razón por la cual es conveniente guardar las homilías o bien grabadas en cintas o escritas, o en las dos formas. El predicador hace bien si lleva un archivo clasificado por lecturas y temas para facilitar así la búsqueda de homilías anteriores.

Ahora bien, ¿cómo debe memorizarse una homilía? En casi ningún caso será necesario aprenderla íntegramente, es más, acaso sea contraproducente, dado que el peligro de quedarse en blanco es mucho mayor que utilizando un método menos vinculante a una formulación única. Los recursos mnemotécnicos son muy variadas y cada uno debería encontrar los que más le convienen; lo más importante que debe conseguir es no perder el hilo y no olvidar datos importantes. Siempre resulta útil, si no imprescindible, ensayar antes o memorizar al menos las primeras líneas, etc.

Una forma intermedia entre la presentación libre y la lectura se consigue a través de la elaboración de un breve esquema que contiene los puntos clave de la homilía. Puede ser el macro o microguión que se elaboró en la segunda fase, y sobre el que después de pasar por la tercera fase se han ido introduciendo las modificaciones que se han producido en la elaboración de la homilía, y ha quedado ya muy perfilado.

Como el predicador tendrá más o menos presente las tres fases anteriores de la elaboración, esta especie de índice general será suficiente para recordar la totalidad de la homilía. Otras técnicas se basan en el hecho de que nuestra memoria es fuertemente visual, en el sentido de que se graban más fácil e intensamente las imágenes que las ideas y argumentos. Así puede ser una pequeña ayuda hacer el recuento de las partes del discurso ya presentadas, utilizando los dedos de la mano, es decir, cada vez que uno haya acabado, por ejemplo, con una de las cinco partes previstas, lo recuerda apretando un dedo en la mano. El novato notará que con el tiempo se hace cada vez más fácil trabajar con un guión improvisando la formulación concreta (aunque siempre le quedará el recuerdo de la realizada en la tercera fase).

Esta forma de trabajar tiene la enorme ventaja de hacer la relación con la comunidad mucho más espontánea, puesto que la lectura es mucho más enajenante; el sacerdote ya no habla por su propia cuenta, sino sólo como portavoz del autor de lo escrito incluso si este autor es él mismo. Todos hemos hecho esta experiencia cuando se nos lee una carta pastoral u otro escrito que después se comenta. Parece que son dos personas distintas que se dirigen a los oyentes. Y de hecho es así, la voz es la misma, pero el mensaje es distinto, curiosamente también en el caso en el que coincide la voz con el creador del texto: basta con que sea leído para volverlo extraño.

 

QUINTA FASE: LA ARTICULACIÓN Y LA PRESENTACIÓN

La última fase de la elaboración de la homilía es la articulación y la presentación. Distingo, por razones didácticas, entre los dos conceptos: articulación o pronunciación como mera actividad lingüística y presentación como integración de todos los factores que confluyen en la exposición de la homilía, como pueden ser el entorno, la vestimenta, los desplazamientos, los gestos, la mímica...

 

El miedo

Pero antes de entrar en más detalles, conviene tratar un fenómeno muy frecuente y hasta muy temido en las homilías y en todos los discursos públicos, a saber, el miedo, las tensiones y el nerviosismo. Los actores de teatro son particularmente conscientes de este miedo escénico.

¿Miedo a qué? Miedo de no poder resistir la carga psicológica y fisiológica, miedo de comparecer ante una comunidad numerosa, miedo de no dominar suficientemente la materia, miedo de atascarse o de perder el hilo, miedo de hacer el ridículo, miedo de encontrarse frente a personas ante mayor rango o formación más amplia, miedo de no poder moverse adecuadamente durante la comunicación. Y aún la lista queda corta.

De entrada hay que tener claras dos cosas: primero, todos o casi todos tienen miedo o por lo menos los nervios a flor de piel en estas situaciones; y, segundo, hay que considerar estas palpitaciones, los temblores, las manos húmedas y la boca seca también como fenómenos positivos, porque señalizan que lo que se hace todavía no se ha convertido en mera rutina y que se toma la cosa en serio, sin sobrestimar sus capacidades.

Puede ser un consuelo saber que en la mayoría de los casos, esta "fiebre" desaparece muy pronto después de haber pronunciado las primeras frases. Y con la práctica y la experiencia, si uno no llega a dominarla totalmente, por lo menos logra mitigar su fuerza, y casi hay que desear que nunca desaparezca por completo.

Conviene que cada uno sepa cuáles son los síntomas de su "fobia" particular y cuáles los remedios más eficaces para reducirla. Hasta las personas que por su profesión tienen que pronunciar continuamente discursos están expuestas a un público más o menos numeroso y se quejan del miedo ante cada aparición y ponen a veces los más curiosos medios para contrarrestarlo: dormir, tomar una copa de champán, contar o mandar contar chistes, comer, estar en compañía o aislarse, etc. Como se ve, no hay remedio común, ni panacea, aunque cada uno acaba encontrando el suyo.

Creo que, aparte de todos los pequeños trucos que se puedan encontrar, una buena e intensa preparación de la homilía, sin prisas, es el mejor remedio. Es menester automotivarse conociendo y creyendo en las propias capacidades (unos son buenos por su sentido del humor, otros por sus gestos, otros por su voz, etc.), creyendo también en el éxito, convenciéndose de que en la inmensa mayoría de los casos, los oyentes saben menos del tema que uno mismo, teniendo presente que los fieles han venido para asistir a una celebración eucarística y a escuchar porque les interesa el tema y el predicador, no para ponerle pegas. Y, sobre todo, tener presente que el que quiere puede.

A veces puede ser muy positivo y eficaz para uno mismo y para los feligreses, empezar la homilía con una pequeña anécdota que distiende el ambiente o desconcertar a la comunidad con alguna afirmación insólita o chocante que lo alarma y a la vez crea una atmósfera de expectación. Repito el consejo de G. Zerfaß, quien recomienda que el predicador no debería entrar en materia si no ha conseguido antes que sus oyentes sonrían.

 

Criterios y función de la articulación

¿Qué significa articulación? En este aspecto hay que advertir que la articulación en la homilía, como en cualquier discurso oral, es el último pero no por ello menos importante escollo, capaz de impedir el establecimiento de comunicación y por tanto de debilitar o anular la fuerza persuasiva.

La mejor disposición y argumentación, la mejor formulación no sirven de nada, si acústicamente el mensaje no llega a los fieles porque el predicador articula mal. Desgraciadamente la mala pronunciación y articulación en todos los ámbitos se han vuelto tan frecuentes que hasta se considera normal. El defecto puede ser ampliado todavía más si la iglesia tiene una acústica defectuosa. En algunas iglesias se produce un eco tan fuerte que hasta la mejor articulación y el oído más fino no sirven de nada. Ahora bien, esto no es una debilidad del predicador: los arquitectos tienen remedios para impedir la generación de ecos.

¿Qué significa articular mal? Ante todo puede ser un problema de respiración. Puesto que los nervios ya alteran la respiración antes de abrir la boca, hay que tener un cuidado doble al respirar, primero para calmarse, para tener aire suficiente durante la articulación de las palabras y luego hay que dejar respirar también a la asamblea, porque la respiración nerviosa se contagia y crea un ambiente de crispación entre los oyentes. Quedarse sin respiración durante una homilía produce efectos poco favorables para una persuasión eficaz.

La peor forma de mala articulación se debe a varios defectos fonéticos: al hecho de que los sonidos no se formen en los lugares adecuados de la boca, que no se abra la boca, que no se pronuncie con la entonación y el ritmo apropiados, que no se acierte con el volumen de voz conveniente, que no se hable con la velocidad apropiada, que se olviden las pausas imprescindibles entre palabras y entre oraciones y, finalmente, que no se mire a los oyentes mientras se habla.

Se debe tener presente que el cometido de toda comunicación es persuadir, y esto se consigue con más probabilidad estando convencido uno mismo de lo que se dice, y tratando de entusiasmar al público por el asunto que se comunica.

¿Qué se puede hacer para mejorar estos defectos? El consejo más general es -ya lo recordé tantas veces- el de hablar conscientemente, es decir, hablar sabiendo y observando lo que se dice y lo que se hace. Y practicar, practicar, practicar.

Para poder juzgar sí se hace bien, habrá que tener naturalmente unos criterios apropiados. Fijarse, por ejemplo, en personas cuya articulación es buena o perfecta. Los ingleses lo tienen fácil porque basta con que conecten con la BBC: tanto en la radio como en la televisión los presentadores tienen obligación de hablar un inglés impecable, lo que no se puede decir siempre de los presentadores en las entidades audiovisuales de otras naciones; escasean los buenos oradores y los buenos articuladores en todos los ámbitos.

De todas formas existen, ya sin la necesidad de acudir a alguna persona concreta, unos criterios bastante sencillos que por lo menos pueden servir de orientación. La correcta articulación empieza con la adecuada respiración: por regla general deben coincidir las pausas de respiración con las pausas sintácticas; suena extraño interrumpir el fluir articulatorio en medio de una oración o, peor aún, en medio de una palabra. Generalmente no se tienen grandes problemas a este respecto, puesto que la misma naturaleza pone límites a nuestra respiración y, por consiguiente, también a nuestra articulación. Como de por sí es recomendable que las frases de la homilía no sean excesivamente largas, el texto homilético también contribuye a guardar las medidas articulatorias.

Suena muy desconcertante, o por lo menos extraña, una acentuación equivocada de las palabras o una mala entonación de las frases. En primer lugar, el predicador debería prohibirse terminantemente la monotonía melódica o el volumen de voz desproporcionado. No debería resultar difícil acertar con la acentuación correcta, puesto que cada palabra tiene ya de por sí su acentuación (llanas, agudas, esdrújulas). Se han puesto de moda sobre todo las falsas esdrújulas, pronunciando, por ejemplo, `acéntuación', 'cónvivencia', 'intólerancia', etc. que, en primer lugar, suenan falsas y, por otro, afectadas.

En este mismo orden de ideas habría que evitar que se relajen excesivamente los finales de palabra, ante todo en los participios del pasado y los plurales, que en vez del obligatorio "-ado" e "-ido" se quedan con un desaliñado "ao" e "io" o la omisión de las eses del plural, como ocurre en formas dialectales del español.

Una mala entonación de las oraciones puede hasta desorientar al oyente, porque, por lo menos determinadas oraciones estándar, tienen su entonación convencional (descendente en la oración principal, ascendente en la oración interrogativa, etc.). Por muy original que pueda sonar una entonación diferente, la consecuencia es grave, porque confunde en vez de persuadir. De modo que no se pueden saltar impunemente las leyes ni de la articulación ni de la entonación del español oficial, sin correr el peligro de provocar inseguridad en los oyentes y esto es lo último que pretende hacer el predicador.

 

La presentación de la homilía

Mientras que los aspectos de la articulación todavía pertenecen a lo lingüístico, todo lo referido a la presentación de la homilía se refiere a los códigos no verbales, es decir, a los factores acompañantes en el sentido de que pueden reforzar, pero también debilitar lo que se dice en la homilía.

Este aspecto tiene mucho en común con lo que ocurre en la representación teatral. De hecho, los primeros manuales para actores teatrales salieron precisamente de esta fase de la elaboración del discurso y de la formación clásica del orador.

Salta a la vista que la forma en la que se comporta un predicador ante sus feligreses desempeña un papel primordial en la captación de estos oyentes, en su credibilidad y en la capacidad persuasiva de su predicación. Esos aspectos acompañantes de la homilía a los que nos referimos son: la ambientación, la vestimenta, los desplazamientos y sobre todo los gestos y la mímica. Gran parte de ellos se estudian en lo que se ha dado en llamar la comunicación no verbal, considerada como parte inseparable del proceso global de comunicación. Puede servir para repetir, contradecir, sustituir, complementar, acentuar y regular la comunicación verbal.

 

El ambiente

No cabe duda de que el ambiente en el que se realiza un discurso oral puede influir considerablemente en su potencial persuasivo. Un lugar oscuro, feo, ruidoso, demasiado grande o demasiado pequeño y desagradable puede desviar la atención del discurso mismo y disminuir y hasta anular su eficacia.

Ahora bien, ocurre que en la inmensa mayoría de los casos, la homilía se pronuncia dentro de la iglesia, que ya de por sí constituye un ambiente con una categoría específica. No todas las iglesias son iguales y las hay en mejor o peor estado de conservación, pero nunca dejan de ser iglesia, templo, la casa del Señor y, precisamente por eso contribuyen a dar a la homilía un aire distinguido y solemne.

Tampoco hay que perder de vista que, aparte de la propia particularidad del templo como edificio sagrado, puede variar su ambiente según la decoración que se ponga: cirios, flores, adornos y, no por último, la atmósfera que pueden crear la música y el canto. Afortunadamente en nuestra época hasta las iglesias pequeñas disponen de una instalación de megafonía, que garantiza condiciones de comunicación similares para todos los asistentes.

 

Los desplazamientos y la vestimenta

A veces puede ser decisiva la forma en que el predicador se acerque al lugar desde el cual va a hablar. Predicar desde el mismo altar está desaconsejado: la homilía pertenece al ámbito de la Palabra (desde la sede o desde el ambón), no al del "sacrificio eucarístico" todavía.

No sin razón ya en las iglesias medievales se prevé un lugar específico para la predicación e incluso otro para las lecturas. Es recomendable desplazarse con toda la calma y naturalidad posible en estas circunstancias, en todo caso, nunca de prisa. Mientras que en otros discursos la aparición del orador coincide con el primer contacto visual que tiene el público con él, en la celebración eucarística -como vimos más arriba- el sacerdote ya está presente y a la vista desde el principio.

Nunca es indiferente la vestimenta con la que se presente cualquier orador ante su público; el predicador lo tiene muy fácil en este sentido, pues la basta seguir las indicaciones litúrgicas. Ahora bien, esta misma vestimenta ya lo aleja de lo cotidiano y crea ambiente. Por su apariencia externa el sacerdote no es comparable con un orador común y no debería olvidarlo mientras predica, porque esto le obliga a una dosis de seriedad y hasta de solemnidad que puede ser provechosa.

 

Los gestos y la mímica

Aclaremos antes la diferencia entre gesto y mímica. Llamo gesto a todos los movimientos que se hacen con el cuerpo, sobre todo con brazos y manos, mientras que la mímica se refiere exclusivamente a los movimientos de la cara.

Ambos, tanto los gestos como la mímica, son poderosos aliados del predicador. Pero como siempre, también aquí se puede pecar por exceso y por defecto. Tan contraproducente es mantenerse rígido en el ambón como hacer aspavientos y no parar quieto un momento. Lo mismo vale para la mímica: la cara impasible da la impresión de que el predicador no vive lo que anuncia y ello resta credibilidad a la homilía. Tampoco es aconsejable que haga constantemente muecas como si tuviera un tic.

En cambio, el gesto bien estudiado, la insistencia con el movimiento de la mano, el gesto que indica hacia fuera o el mismo predicador, la cara seria o distendida según las circunstancias, pueden aumentar considerablemente la expresividad y, por tanto, la persuasión de la homilía.

El secreto está en la adecuada dosificación. No hay que dejarlo al azar, pues los gestos y la mímica se pueden estudiar igual que uno selecciona la palabra o la oración apropiadas para un determinado argumento o una determinada idea. Tampoco hay que exagerar la preparación en este aspecto, so pena de que los gestos resulten artificiales o afectados. En todo caso, la mayoría de las personas ya poseen una cierta destreza gestual y mímica de modo espontáneo, y sólo será cuestión de dominarla conscientemente y no dejarse llevar por la pasión.

 

El ensayo general

Presentación de la homilía no significa la presentación definitiva ante una comunidad, sino que es la última fase de la preparación de la homilía. Ya se recomendó con anterioridad la conveniencia de realizar un ensayo general si las circunstancias y el tiempo lo permiten, antes de pronunciarla en la iglesia y ante sus feligreses. Y ello por dos motivos: primero por la sencilla razón de que de este modo se podrá cronometrar con más o menos exactitud su duración real; y, segundo, porque así se pueden eliminar los defectos articulatorios, de movimiento, mímica y gesticulación que puedan observarse ya en esta fase.

Conviene que para este ensayo general uno se mire en un espejo para poder controlar por lo menos la cara o incluso los gestos. También resulta útil una grabación en una cinta en la que se pueden observar y corregir por lo menos los defectos articulatorios. Más completo es el ensayo general realizado ante una cámara de vídeo, porque no es lo mismo observarse simultáneamente en el espejo que posteriormente en una pantalla; uno tiene más distancia de sí mismo y se observa más críticamente.

Siempre será provechoso también tener al lado a una persona con sensibilidad retórica y lingüística, o incluso el "consejo homilético", para que haga de observador y consejero en los ensayos.

 

SEXTA FASE: LAS PRÁCTICAS

La posibilidad y la necesidad de realizar prácticas homiléticas se ha mencionado y recomendado tantas veces a lo largo de este libro que casi sobra insistir nuevamente en ello. Ahora bien, tampoco se debería infravalorar el peso y la importancia de las prácticas. El arte de predicar no se aprende por ciencia infusa, sino que es fruto de trabajo y perseverancia.

Varios son los aspectos relacionados con las prácticas. En primer lugar, se pueden distinguir prácticas a corto plazo en el sentido de que se elabora, se trabaja y se pule una homilía concreta que se está preparando. Luego debería instaurarse algo como prácticas a largo plazo, que se concretan en repasos frecuentes de homilías anteriores, en lecturas de la Biblia y de libros y artículos apropiados y de homilías propias y ajenas.

En segundo lugar, es posible distinguir entre las prácticas individuales y las que se realizan en grupo. Es decir, el predicador puede practicar sólo o con los medios técnicos a su alcance. Por otro lado, puede realizar prácticas en grupo. Estos grupos pueden componerse de sacerdotes de una o varias parroquias que se proponen preparar conjuntamente las pautas de una homilía o criticar la homilía o el guión que presente uno de ellos.

Además puede resultar de gran utilidad el tantas veces mencionado "consejo homilético", compuesto de sacerdotes y laicos, feligreses o no. La ventaja de esta composición mixta es que no sólo se oirán las observaciones y críticas de colegas, por así decir, desde dentro, sino también las consideraciones desde fuera del gremio y fuera de la iglesia. Soy consciente de que en los tiempos que corren no será fácil encontrar a gente con interés, cultura y tiempo suficientes como para formar un grupo de esta índole. Pero esto no es razón como para no intentarlo. Dicho sea de paso, no sólo los sacerdotes sacarán provecho de este tipo de reuniones.

 

 

 

 

TERCERA PARTE

 

Ejemplos de homilías.

 

Repertorio de recursos retóricos.

 

Bibliografía elemental

 

EJEMPLOS DE HOMILÍAS

Para ejemplificar los criterios y técnicas presentados en las recomendaciones homiléticas de este librito se insertarán a continuación cuatro homilías sobre la parábola del hijo pródigo.

 

Las lecturas

Esta parábola (Lucas 15) se lee en dos domingos distintos: el cuarto domingo de cuaresma y el vigésimo cuarto domingo del tiempo ordinario (ambos del ciclo C), y además el sábado de la segunda semana de Cuaresma.

Cada vez, la parábola del hijo pródigo va precedida por lecturas diferentes. A veces la primera lectura tiene relación con el evangelio y lo prepara (el domingo ordinario y el sábado de Cuaresma). Otras veces es la segunda lectura la que se adelanta al mensaje del evangelio (domingo de Cuaresma), porque cada vez la distribución de lecturas bíblicas sigue criterios diferentes.

a) El IV domingo de Cuaresma (ciclo C) las lecturas son:

la: Libro de Josué, 5, 9a.10-12 ("El pueblo de Dios celebra la Pascua al entrar en la tierra prometida")

2a: Segunda carta del Apóstol san Pablo a los Corintios 5, 17-21 ("Dios nos ha reconciliado consigo en Cristo")

b) El XXIV domingo (ciclo C) al evangelio le preceden estas lecturas:

la: Libro del Éxodo 32, 7-11.13-14 ("El Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado")

2a: Primera carta del Apóstol san Pablo a Timoteo 1,12-17 ("Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores");

 

c) El sábado de la II semana de Cuaresma, sólo hay una lectura antes del evangelio:

Miqueas 7,14-15.18-20 ("Arrojará a lo hondo del mar todos nuestros delitos")

Pero es el evangelio de Lucas el centro de estas homilías, con rápidas alusiones, en algunas de ellas, a las lecturas anteriores.

 

Lectura del santo Evangelio según San Lucas 15, 1-32.

(Advertencia: en la lectura del evangelio del segundo sábado y del cuarto domingo de Cuaresma se leen sólo los versículos 1-3 y 11-32, suprimiendo las dos parábolas previas de la oveja y de la moneda perdidas, mientras que el vigésimo cuarto domingo se lee el texto entero del versículo 1 al 32).

En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos:

-Ese acoge a los pecadores y come con ellos. Jesús les dijo esta parábola:

-Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles:

-¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido.

Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nuevo justos que no necesitan convertirse.

Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, reúne a las vecinas para decirles:

-¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido.

Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.

También les dijo:

Un hombre tenía dos hijos: el menor de ellos dijo a su padre:

-Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.

El padre les repartió los bienes.

No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.

Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.

Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.

Recapacitando entonces se dijo:

-Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros».

Se puso en camino adonde estaba su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello, y se puso a besarlo.

Su hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.

Pero el padre dijo a sus criados:

-Sacad en seguida el mejor traje, y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado.

Y empezaron el banquete.

Su hijo mayor estaba en el campo.

Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba.

Este contestó:

-Ha vuelto tu hermano: y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud.

Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.

Y él replicó a su padre:

-Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado.

El padre le dijo:

-Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado.

 

Las homilías

 

a) Mons. José María Conget

Toda la Iglesia se alegra en este domingo porque tenemos un Padre bueno, que siempre acoge y perdona. Si hubiera sido como nosotros, hubiera prevalecido la lógica, y el hijo pródigo se hubiera encontrado cerrada la puerta de su casa. Pero como Dios es "totalmente otro", le abre las puertas de par en par, le abre el corazón más que las puertas y hace una gran fiesta. La glosa a la parábola la puso san Juan: "Hijos míos, os escribo para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos uno que abogue ante el Padre, Jesucristo el Justo..." ( 1 Jn 2,1).

A Lucas le solemos llamar el secretario de la misericordia de Dios, por las muchas veces que recoge gestos del corazón grande de Jesús, perdonando, ayudando, cerca siempre de las necesidades de la gente. Y este evangelio que hemos escuchado viene a ser como emblemático de la misericordia de Dios. A unos fariseos y letrados que se escandalizan porque "acoge a los pecadores y come con ellos", les contesta con este retrato de la misericordia de Dios que reflejan las parábolas.

Las dos primeras -la de la oveja perdida y la dracma perdida- nos hablan de cómo Dios busca, y no se cansa de esperar hasta que encuentra al pecador. Con la del hijo pródigo nos enseña la ternura con que acoge a los pecadores que vuelven a él.

Y las tres parábolas resaltan como melodía de fondo la alegría de Dios Padre: "¡Felicitadme! He encontrado la oveja perdida. ¡Felicitadme! He encontrado la dracma perdida... Habrá más alegría en el cielo... la misma alegría habrá entre los ángeles... Celebremos un banquete... Debemos alegrarnos...".

Con toda la Iglesia, celebramos que el Dios que nos llama a conversión, se alegra de poder perdonarnos. Nos detendremos en la tercera parábola, la del hijo pródigo.

Tal vez sea esta la parábola más conocida y la que más confianza en Dios ha despertado en los pecadores. Muchos oídos se han abierto interesados al oír esta narración de Jesús, que siempre cala en el corazón del oyente: "Un hombre tenía dos hijos...". Contemplamos a los tres protagonistas.

Primero, el Padre. Es el centro de la parábola. Se le rompe el corazón cuando el hijo se marcha de casa, pero respeta su libertad. Siempre lo esperaba hasta que "...todavía estaba lejos... lo vio y se conmovió; y echando a correr se le echó al cuello y se lo comía a besos". Y manda hacer fiesta y le da el vestido nuevo y la alianza de la reconciliación y las sandalias para que ande en casa con la libertad de siempre. Y expresa su alegría con palabras únicas: "Este hijo mío estaba muerto y ha revivido". La parábola ha hecho el mejor retrato de la misericordia de Dios. Así era Jesús.

Luego, el hijo menor. Se nos hace simpático, a pesar de que destroza la vida de su padre con esta huida del hogar. Por lo menos fue discreto, y se fue lejos para vivir perdidamente. La parábola describe el hundimiento moral del muchacho: paso de vivir muy bien, a ser pastor de cerdos y tener hambre sin poder comer las algarrobas de los cerdos... Y en esa humillación se acuerda de los criados de su casa. No pudo caer más bajo. Y desde esa postración se describe la conversión, la vuelta al corazón del padre:

cae en la cuenta, abre los ojos del alma: "Recapacitando se dijo: cuántos jornaleros...",

se le cambia el corazón: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti",

empieza una vida nueva: "Se puso en camino".

Este hijo menor somos todos los pecadores. Un día perdimos la cabeza, Dios nos tocó el corazón y decidimos volver.

Y por fin, el hijo mayor La parábola marca el contraste entre la grandeza de corazón del padre, que acoge, olvida y se llena de gozo al abrazar a su hijo y este hermano que sólo se quiere a sí mismo. No conoce el corazón de su padre, ni valora lo que tiene en casa.

El ejemplo de este hermano es una llamada a que sepamos alegrarnos de que el bien se difunda y que la Iglesia sepa acoger cada día con más comprensión a todos los hermanos. Y que en la vida seamos siempre y con todos, lección de misericordia. Porque el padre, en definitiva, salió al encuentro de los dos hijos.

 

b) Domingo Ramos-Lissón

1. La parábola que acabamos de escuchar en la lectura del evangelio se acostumbra a llamar del "hijo pródigo", por el comportamiento que tiene el hijo menor en este relato. Pero no podemos olvidar el protagonismo del padre de la parábola, que nos revela unos rasgos muy señalados de la paternidad divina.

Esta parábola ha inspirado el genio creador de artistas como Rembrandt. Baste recordar su famoso cuadro "El regreso del Hijo Pródigo", que ha motivado reacciones muy positivas en quienes lo han contemplado. A título de ejemplo podemos citar la siguiente de un profesor holandés: "La primera vez que vi, a finales de 1983, la reproducción del cuadro de Rembrandt, toda mi atención se fijó en las manos del anciano padre estrechando a su hijo recién llegado contra su pecho. Vi perdón, reconciliación, cura; también vi seguridad, descanso, sensación de estar en casa" (H.J. M. Nouwen, El regreso del Hijo Pródigo, Madrid 1992, p. 149).

La enseñanza de Jesús nos muestra cómo el marco de las relaciones del hombre con Dios, o mejor dicho, de Dios con el hombre, son las de un padre con su hijo. Queda muy bien expresado el amor misericordioso de Dios hacia el hombre, aun cuando este haya tenido una conducta deplorable respecto a Dios.

Las palabras del padre manifiestan hasta qué punto se hacen presentes las riquezas de la misericordia divina: "Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle el anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y ha sido encontrado".

Llama la atención la acogida que le dispensa el padre, corriendo a su encuentro y llenándole de besos, sin que aparezca la más leve sombra de reproche o de frialdad. Para un observador ajeno a semejante recibimiento sólo podría tener lugar tratándose de una persona muy querida y digna de la mejor consideración.

La contemplación de esta conducta tan extraordinariamente acogedora nos hace pensar que, a pesar de su ingrato proceder, el hijo pródigo no había perdido su dignidad de hijo delante de su padre. Lo expresa muy bien Juan Pablo II, cuando, comentando este pasaje, escribe: "El Padre le manifiesta particularmente su alegría por haber sido `hallado de nuevo' y por `haber resucitado'. Esta alegría indica un bien inviolado; un hijo, por más que sea pródigo, no deja de ser hijo real de su padre; indica además un bien hallado de nuevo, que en el caso del hijo pródigo fue la vuelta a la verdad de sí mismo" (Dives in misericordia 6).

Si pasamos ahora al plano sobrenatural de la relación establecida entre Dios Padre y el cristiano, podremos valorar como corresponde la dignidad de hijo de Dios, que recibe todo hombre, al ser bautizado. Por el Bautismo somos configurados como hijos de Dios en el Hijo de Dios por naturaleza y antonomasia. La recepción de esta filiación divina en el hombre es fruto y don amoroso de Dios. Así nos lo recuerda el Apóstol Juan: "Mirad qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos y seamos hijos de Dios" (1 Jn 3, 1). De este hecho arranca la dignidad que está presente en todo cristiano, y que permanece, a pesar de las debilidades y faltas que puedan distanciarle de su Padre Dios.

2. Si nos fijamos en la reacción del hijo mayor, que se enfada por la bienvenida que su padre otorga al hijo pródigo, vemos que no es un dechado de virtudes; más bien, al contrario, es fácil observar una conducta de resentimiento envidioso, que la hace reprobable, como la de su hermano menor. Pero, también aquí son dignas de resaltar las palabras del padre: "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo". No hay aquí tampoco el menor signo de recriminación, va más allá de cualquier valoración. El hijo mayor no ha dejado nunca la casa paterna. No ha perdido su dignidad de hijo.

Un comentarista de la parábola, al referirse a la expresión "Todo lo mío es tuyo", dice que "no se puede encontrar una afirmación más clara del amor sin límites del padre hacia su hijo mayor" (H. J. M. Nouwen, o. c., p. 87).

El padre no compara a sus dos hijos. Ama a los dos con un amor misericordioso, sin ningún tipo de limitaciones. Aunque sí podemos distinguir facetas y modos de decir que se adecuan a las circunstancias personales de cada hijo.

Pero, a propósito de esta gran manifestación de misericordia que expresan las palabras: "Todo lo mío es tuyo", no podemos olvidar el sentido profundo de paternidad y filiación divinas que encierran en sí mismas. No es difícil descubrir en ellas un aspecto importante de la filiación divina, que san Pablo pondrá de relieve: "El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo" (Rm 8, 16-17).

Del cristiano que vive su filiación divina se puede decir que vive en la casa del Padre. Por tanto, no ha de echar en falta nada para alcanzar la felicidad en este mundo, ni, sobre todo, para llegar a la posesión de la heredad de Dios en el Cielo, haciéndose coheredero con Cristo.

3. A la luz de estas consideraciones resulta fácil aplicar las enseñanzas de la parábola a nuestra vida personal. La misericordia sin límites de nuestro Padre Dios ha de animarnos a llevar un género de vida, propio de los buenos hijos que viven en la casa de tal Padre; aunque ello nos comporte seguir, en algún momento, el itinerario del hijo pródigo. O dicho con palabras de un buen conocedor de la parábola: "La vida humana es, en cierto modo, un constante volver a la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida ... Volver hacia la casa del padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios" (Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, Madrid 1975, p. 141).

Vamos, pues, a pedir en esta celebración eucarística, que alcancemos el grado de identificación con Cristo, que nos permita vivir como verdaderos hijos de Dios. Nuestra petición se une así a la propia plegaria eucarística de Jesús, de tal manera que podamos escuchar también, al final de nuestra existencia en tierra, aquellas palabras que oyera san Ignacio de Antioquía, poco antes de su martirio en Roma: "Un agua viva habla dentro de mí y, en lo íntimo, me dice: `Ven al Padre- (Ep. ad. Rom., 7, 2). Así sea.

 

c) Herbert Gillessen (cuarto domingo de Cuaresma)

"¡Dejaos reconciliar con Dios". Queridos hermanos y queridas hermanas:

"Laetare, Jerusalem" (Alégrate, ciudad de Jerusalén): con estas palabras empieza la liturgia del cuarto domingo de cuaresma. Nosotros mismos, los cristianos, somos la ciudad de Jerusalén a la que se invita a alegrarse. ¿Por qué? Porque Dios ha reconciliado de forma milagrosa la humanidad consigo mismo a través de Jesucristo.

La primera lectura de libro de Josué es como una obertura a este tema: Dios ha revelado su amor reconciliador en aquel entonces, cuando liberó a su pueblo de Israel de la servidumbre de Egipto y lo condujo por caminos arriesgados hacia la tierra prometida. Desde aquel entonces el Dios de Israel se conoce como el Dios de la liberación.

En Jesús este Dios de la liberación baja a la tierra en forma humana y revela dimensiones completamente nuevas de su disponibilidad de liberar y de salvar. Ahora ya no se trata de la liberación de trabas políticas, sino de la liberación de poderes y fuerzas demoníacas. La meta ahora ya no es un territorio geográfico determinado: la tierra prometida de Israel sino el reino de Dios, la perfección eterna, la Jerusalén celeste.

A través de la parábola del Hijo Pródigo Jesús ilustra su compromiso a favor de la humanidad perdida. El motivo para esta parábola es la protesta de los fariseos y de los escribas contra la práctica de Jesús de comer con los publicanos y pecadores.

Los publicanos y pecadores que buscan la proximidad de Jesús y se sienten atraídos misteriosamente por él, son como el Hijo Pródigo de la parábola. Han llevado -cada uno a su manera- una vida desenfrenada y han derrochado su fortuna. Han padecido una especie de hambruna y han terminado, en el sentido figurado, "entre los cerdos".

Y ahora oyen hablar de Jesús, de sus milagros, de su clemencia con los pecadores y de su justicia insobornable. Se vuelven curiosos y quizá también penitentes. Se sienten acogidos por Jesús, tomados en serio.

Jesús interpreta su propio comportamiento a través de la figura del padre en la parábola. El padre ve venir al hijo desde lejos y tiene compasión de él. Se le acerca, le abraza y le besa.

¿No son estas imágenes de la gracia preveniente de Dios? En el fondo es el milagro de la justificación del pecador que se ilustra de esta manera. Dios toma la iniciativa. Toca nuestro corazón por el Espíritu Santo. Viene a nuestro encuentro a través de la gracia que Jesús ha obtenido para nosotros en la cruz.

¿Y a quién se parece el hijo mayor en la parábola? A los fariseos y a los escribas que se escandalizan a causa de la amistad de Jesús con los pecadores. El hijo mayor se ofende por la misericordia del padre. Su sentimiento de justicia es una especie de fatuidad. No se da cuenta de cuánto debe él mismo a la misericordia de su padre.

"¡Laetare, Ierusalem!": esto es lo que se le comunica también a él. "Ahora tenemos que alegrarnos y festejar; pues tu hermano estaba muerto y vuelve a vivir..."

¡Querida comunidad!

La fórmula de absolución de la confesión encierra todo el milagro de la reconciliación de Dios con la humanidad pecadora: "Dios, el Padre misericordioso, ha reconciliado consigo el mundo a través de la muerte y la resurrección de su Hijo y ha mandado al Espíritu Santo para el perdón de los pecados. A través de la intervención de la Iglesia te dé el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados...".

"¡Laetare, Ierusalem!". ¡Alégrate, ciudad de Jerusalén! Nuestro Dios no es un Dios cruel y vengativo. Él mismo mueve nuestros corazones a la conversión. Se nos acerca en Cristo. ¡Dejad que se reconcilie con vosotros! Amén.

 

d) José Aldazábal (del sábado de la II semana de Cuaresma)

1. La parábola del hijo pródigo es de las que mejor conocemos y que siempre nos interpela, sobre todo en Cuaresma.

Sus personajes se han hecho famosos.

El padre aparece como una persona liberal, que accede al reparto de bienes que se le pide y da margen de confianza al hijo que se quiere ir, y luego le espera, le acepta de vuelta y le perdona. Este padre sale dos veces de su casa: la primera para acoger al hijo que vuelve, y la segunda para tratar de convencer al hermano mayor de que también entre y participe en la fiesta. Es un buen retrato del Dios que perdona.

El hijo pequeño, bastante inexperto y golfo él, es el protagonista de una historia de ida y vuelta, que aprende las duras lecciones que le da la vida y al fin reacciona bien. Es capaz de convertirse y volver a la casa paterna cuando ha malgastado sus bienes tontamente.

El hermano mayor es el que Jesús enfoca más expresamente: en él retrata a los "fariseos y letrados que murmuraban porque Jesús acoge a los pecadores y come con ellos". A ellos les dedica esta parábola y describe su postura en la del hermano mayor.

2. En Cuaresma nos acordamos más de la bondad de Dios. Como Miqueas, en la primera lectura, invita a su pueblo a convertirse a Yahvé, porque es misericordioso y los acogerá amablemente, también nosotros debemos volvernos hacia Dios, llenos de confianza, porque él "arrojará nuestros pecados a lo hondo del mar": hermosa figura literaria para expresar la seriedad del perdón que Dios nos otorga.

3. Pero la parábola de Jesús nos pone ante una alternativa: ¿en cuál de las tres figuras nos vemos reflejados?

¿Actuamos como el padre? Él respeta la decisión de su hijo, aunque seguramente no la entiende ni la acepta, y ve que acabará mal. Y cuando le ve volver, le hace fácil la entrada en casa. ¿Sabemos acoger al que vuelve? ¿le damos un margen de confianza, le facilitamos la rehabilitación? ¿o le recordaremos siempre lo que ha hecho, pasándole factura de su fallo? El padre esgrimió, no la justicia o la necesidad de un castigo pedagógico, sino la misericordia. ¿Qué actitud adoptamos nosotros en nuestra relación con los demás? ¿somos capaces de salir al encuentro del arrepentido, somos capaces de perdonar, como Jesús perdonó a Pedro su gran culpa?

¿Actuamos como el hijo pródigo? Tal vez en algún período de nuestra vida también nos hemos lanzado a la aventura, no tan extrema como la del joven de la parábola, pero sí aventura al fin y al cabo, desviados del camino que Dios nos pedía que siguiéramos. Cuando oímos hablar o hablamos del "hijo pródigo", ¿nos acordamos sólo de los demás, de los "pecadores", o nos incluimos a nosotros mismos en esa historia del bien y del mal, que también existe en nuestra vida? ¿Nos hemos puesto ya, en esta Cuaresma, en actitud de conversión, de reconocimiento humilde de nuestras faltas y de confianza en la bondad de Dios, dispuestos a volver a él y ser más fieles desde ahora? ¿sabemos pedir perdón? ¿preparamos ya el sacramento de la reconciliación, que parece descrito detalladamente en esta parábola, en sus etapas de arrepentimiento, confesión, perdón y fiesta? Es el sacramento que mejor nos preparará a la celebración de la pascua con el Señor Resucitado.

¿O bien actuamos como el hermano mayor? Él no acepta que al pequeño se le perdone tan fácilmente. Tal vez tiene razón en querer dar una lección al aventurero. Pero Jesús contrapone su postura, amargada y rígida, con la del padre, mucho más comprensivo. Jesús mismo actuó con los pecadores como lo hace el padre de la parábola, no como el hermano mayor. Este es la figura de una actitud farisaica. ¿Somos intransigentes, intolerantes? ¿sabemos perdonar o nos dejamos llevar por la envidia y el rencor? ¿tenemos un corazón mezquino o generoso? ¿miramos por encima del hombro a "los pecadores", sintiéndonos nosotros "los justos"?

La Cuaresma debería ser tiempo de abrazos y reconciliaciones. No sólo porque nosotros nos sentimos perdonados por Dios, sino también porque nosotros mismos decidimos conceder la amnistía a alguna persona de la que estamos alejados.

 

REPERTORIO DE RECURSOS RETÓRICOS

Quizá sorprenda que en este contexto se emplee la voz "recurso retórico", puesto que el término más usual para designar el fenómeno es el de "figura retórica". Da la casualidad de que precisamente la misma voz "figura" se emplea para designar dos realidades distintas; en primer lugar, la totalidad de los fenómenos que nos ocupan aquí y, en segundo lugar, uno de los dos grupos mayores de ellos, de modo que se repite el término ‘figura’ cuando se divide la totalidad en figuras y tropos.

Para evitar malentendidos, introduzco la voz de recurso retórico y mantengo la subdivisión en figuras y tropos. No es este el lugar para largas disquisiciones sobre este interesante elemento. Un recurso retórico es una forma insólita de formulación, es decir, un modo de hablar que se aleja leve o grandemente de las formas habituales de hablar. Es esa la razón por la cual llaman la atención y por lo que pueden aumentar la capacidad persuasiva y a la vez la elegancia de la formulación.

Entre las figuras se distinguen cinco grupos según su funcionamiento, a saber: las figuras de posición, de repetición, de amplificación, de omisión y de apelación; los demás recursos son tropos, es decir, aquellas manipulaciones que funcionan a través de la sustitución. En el repertorio se verán mencionados estos grupos que por su designación ya están someramente definidos. Además se añade una brevísima definición de cada uno y un ejemplo sacado, casi siempre de los textos bíblicos.

El orden de los recursos es meramente alfabético para facilitar la búsqueda.

Alusión = tropo

Persona, objeto o situación que no se llama por su nombre, sino por una circunstancia afín que debe descubrir el receptor. ("Ciertamente, tú también eres de ellos, pues además tu misma habla te descubre", Mt, 26, 73).

Aliteración =figura de repetición

Se repiten los mismos sonidos al principio de dos o más palabras. Aquí son "s" y "m". ("¿Acaso soy yo el Mar, soy el monstruo marino (...)?", Jb 7,12).

Anadiplosa =figura de repetición

La misma palabra aparece al final de una oración y al principio de la siguiente. ("En el principio existía la Palabra/y la Palabra estaba con Dios", Jn 1,1).

Anáfora =figura de repetición

Repetición de una o varias palabras idénticas al principio de oraciones. ("No hay quien sea justo, ni siquiera uno solo./No hay un sensato,/no hay quien busque a Dios", Rm 3,10-11 y Sal 14, 1-3).

Anástrofe =figura deposición

Inversión en contacto del orden normal de dos elementos verbales o sintácticos. Aquí la posposición del verbo ("...del hombre violento me salvas", Sal 18, 49).

Antítesis =figura de amplificación

Formulación a través de palabras, oraciones o partes de texto, confrontando dos elementos contrarios (antonímicos) ("Bienes y males, vida y muerte,/pobreza y riqueza vienen del Señor", Si 11,14).

Antonomasia = tropo

Se sustituye el nombre propio por alguna de sus particularidades o a la inversa. Aquí ‘los de la fe de Abrahán’ por los judíos. ("...sino también para los de la fe de Abrahán, padre de todos nosotros, como dice la Escritura: Te he constituido padre de muchas naciones..." , Rm 4, 16-17).

Ceugma =figura de omisión

Un elemento de la oración se refiere a varios elementos de la misma unidad sintáctica. Aquí: ‘te jactas de ser’. ("...y te jactas de ser guía de ciegos, luz de los que andan en tinieblas, educador de ignorantes, maestro de niños...", Rm 2,19-20).

Clímax =figura de repetición

Ordenación en cuanto a intensidad ascendente de términos sinonímicos o afines, también para el orden descendente el anticlímax ("Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús Señor nuestro, quien fue entregado por nuestros pecados y fue resucitado para nuestra justificación", Rm 4, 24-25).

Comparación =figura de amplificación

Un tema se precisa marcando la similitud con un fenómeno parecido. ("Hermosa eres, amiga mía, como Tirsá,/ encantadora, como Jerusalén,/ imponente como batallones", Ct 6, 4).

Complexión =figura de repetición

El mismo elemento/palabra se repite al principio y al final de la oración o verso. ("...por la ley serán juzgados; que no son justos delante de Dios los que oyen la ley...", Rm 2, 12-13).

Concatenación =figura de repetición

Las mismas palabras se repiten más de dos veces al final de una oración y al principio de la siguiente. ("Por tanto, como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto pecadores...", Rm 5, 12).

Corrección =figura de amplificación

El hablante se enmienda en relación con lo dicho antes. ("Por tanto, no seáis insensatos, sino comprended cuál es la voluntad del Señor", Ef 5,17).

Definición =figura de amplificación

A través de detalles definitorios se amplía un término. ("El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la Ley", 1 Co, 15,56).

Derivación =figura de repetición

Se mantiene la misma raíz etimológica en una o más palabras. ("Efectivamente, los que viven según la carne, desean lo carnal; mas los que viven según el espíritu, lo espiritual", Rm, 8,5).

Descripción =figura de amplificación

A través de detalles se describe una persona, un lugar, un tiempo. ("Palomas son tus ojos/a través de tu velo;/tu melena, cual rebaño de cabras,/que ondulan por el monte Galaad./Tus dientes, un rebaño de ovejas de esquileo/que salen de bañarse; (...)tus labios, una cinta de escarlata; tu hablar, encantador./Tus mejillas, como cortes de granada/a través de tu velo", Ct 3,1-3).

Dialogismo =figura de apelación

Un diálogo entre dos hablantes es simulado por uno solo. ("¿Es justo ante Dios algún mortal?/¿ante su Hacedor es puro un hombre?/Si no se fía de sus mismos servidores,/y aun a sus ángeles achaca desvarío,/¡ cuánto más a los que habitan estas casas de arcilla.... !", Jb 4, 17-19).

Diseminación =figura de repetición

En un texto la misma palabra o grupo de palabras se repite varías veces sin orden preestablecido. Aquí ‘espíritu, hijos y herederos’. ("El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo...", Rm, 8,16-17).

Elipsis =figura de omisión

En un texto se omiten una o varias palabras imprescindibles debiendo "llenar" e interpretar el receptor la laguna. Aquí falta el verbo para especificar la presencia de los cadáveres. ("Y sus cadáveres, en la plaza de la Gran Ciudad, que simbólicamente se llama Sodoma o Egipto ...", Ap, 11,8).

Enumeración =figura de amplificación

Acerca de un tema se enumeran varios detalles. ("...su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación..." Ef 1,19-21; "Digno es el Cordero degollado/de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría/la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza", Ap 5,12).

Epífora =figura de repetición

El mismo elemento se repite al final de dos o más oraciones. ("En efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley", Rm 2,14).

Eufemismo = tropo

Una palabra o expresión tabú se sustituye por otra considerada menos disonante o desprestigiada. Si se sustituye por una malsonante, el recurso se designa como disfemismo ("... se abrazaron en deseos los unos por los otros, cometiendo la infamia de hombre con hombre...", Rm, 1,27).

Exclamación =figura de apelación

Mediante la modificación de la entonación o a través de signos de puntuación se expresan las emociones o sentimientos. ("¡Qué bella eres, amada mía,/qué bella eres!/¡Palomas son tus ojos!", Ct 1, 15).

Geminación =figura de repetición

La misma palabra se repite en contacto dos o más veces seguidas. ("No todo el que me diga: `Señor, Señor', entrará en el Reino de los Cielos...", Mt 7, 21).

Hipérbole = tropo

Se sustituye una palabra o expresión por una clara exageración. ("Pero la tierra vino en auxilio de la Mujer: abrió la tierra su boca y tragó el río vomitado de las fauces del Dragón", Ap 12,16).

Hipérbaton =figura de posición

Separación de dos elementos sintácticos para intercalar otro que no corresponde a este lugar. ("...y así se levantará para compadeceros,/porque Dios de equidad es Yahvé", Is 30, 18).

Ironía = tropo

Se sustituye una palabra o sintagma por su contrario. ("Como pasión de eunuco por desflorar a una moza,/así el que ejecuta la justicia con violencia", Si 20, 4).

Lítotes = tropo

Sustitución de la expresión propia por la negación de su contrario. Aquí `no comunes' por extraordinarios. ("Dios obraba por medio de Pablo milagros no comunes", Hch 19, 11; al ver al muchacho. resucitado, "se consolaron no poco", Hch 20,12).

Metáfora = tropo

Sustitución de una palabra por otra que adquiere en el contexto un significado distinto. ("Sepulcro abierto es su garganta,/con su lengua urden engaños", Rm 3, 13; "Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios", Ap 1,8).

Metonimia = tropo

Sustitución de una palabra por otra que en el contexto adquiere un significado más amplio del que tiene normalmente. ("...y a los pobres enseña su sendero", Sal 25, 9).

Oxímoron =figura de amplificación

Es la paradoja posible, es decir, palabras normalmente opuestas adquieren en un contexto más amplio un significado nuevo no antitético. ("El cual, esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones...", Rm 4, 18).

Paralelismo = figura de posición

La misma estructura sintáctica se utiliza dos o más veces seguidas. ("Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra todo en todos", 1 Co 12,4-6).

Perífrasis = tropo

Sustitución de una expresión propia por una circunlocución. ("Por prados de fresca hierba me apacienta", Sal 23, 2).

Personificación = tropo

Se atribuyen propiedades humanas a partes del cuerpo, a animales, plantas u objetos inanimados. ("Si dijera el pie: `Puesto que no soy mano, yo no soy del cuerpo', ¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso?", 1 Co 12, 15; "Brama el mar y cuanto encierra, el orbe y los que le habitan, los ríos baten palmas, a una gritan los montes, gritan de alegría", Sal 98,8).

Paréntesis =figura de posición

Dentro de una oración se intercala otra oración más o menos independiente de la primera. ("Me robaste el corazón, /hermana mía, novia, /me robaste el corazón/ con una mirada tuya", Ct 4, 9).

Paronomasia =figura de repetición

Repetición de una palabra con una leve modificación fonética que produce una total modificación semántica. Hay que tener en cuenta que el texto de la Biblia que manejamos nos llega como traducción y que la paronomasia en castellano no tiene por qué corresponder a una en el original. Aquí `querer y correr'. ("Por tanto, no se trata de querer o de correr, sino que Dios tenga misericordia", Rm 9,16).

Políptoton =figura de repetición

Repetición de la misma palabra bajo distintas formas de flexión. Aquí el verbo ser. ("Aquel que era, que es y que va a venir", Ap 4,8).

Pregunta retórica =figura de apelación

Pregunta al receptor o a sí mismo a la que no se espera respuesta. ("Ante eso ¿qué diremos? Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros?", Rm 8, 31).

Quiasmo =figura deposición

Palabras u oraciones se colocan de forma cruzada (a-b-b-a) ("Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado", Ct 2,16).

Reticencia =figura de omisión

Suspensión de una idea o de un argumento; falta un elemento imprescindible generalmente señalado por puntos suspensivos y que se averigua a través del contexto. Miguel d'Ors: Mejor no lo expliques: "Explí... Pero mejor no me lo expliques".

Sinécdoque = tropo

Sustitución del todo por la parte, del plural por el singular o al revés. ("¿Por qué me acogieron dos rodillas?/¿por qué hubo dos pechos para que mamara?", Jb 3,12).

 

BIBLIOGRAFÍA

La bibliografía internacional sobre homilética es abundante, pero dados nuestros objetivos limitados, aquí se citan sólo las obras que verdaderamente han entrado en las consideraciones de este libro y han sido utilizados o citados.

Aldazábal, José y Roca, Josep, Guía bibliográfica, en: "El arte de la homilía", Dossiers CPL 3, Barcelona, Centre de Pastoral litúrgica, 1998 (7a ed.) 83-84.

Fournier, Elie, La homilía según la Constitución sobre Sagrada Liturgia, Barcelona, Editorial Estela, 1965, 237 p.

Gallardo Coó, Paulino, Lecciones de Sagrada Predicación, Palencia, Talleres tipográficos Viuda de J. Alonso, 1942, 158 p.

Garhammer, Erich, Verkündigung als Last und Lust. Eine praktische Homiletik, Regensburg, Verlag Friedrich Pustet, 1997, 191 p.

Hortelano, Antonio, Nueva Evangelización. Ofrecer la Buena Nueva al hombre de hoy, Madrid, PS Editorial, 1991, 215 p.

Knapp, Mark L., La comunicación no verbal. El cuerpo y el entorno, Barcelona, Paidos, 1992.

Maldonado, Luis, La homilía. Predicación, Liturgia, Comunidad, Madrid, San Pablo, 1993, 183 p.

Müller, Klaus, Homiletik. Ein Handbuch für kritische Zeiten, Regensburg, Verlag Friedrich Pustet, 1994, 264 p.

Otto, Gerd, Rhetorische Predigtlehre. Ein Grundriss, Mainz, MatthiasGrünewald-Verlag, 1999, 215 p.

Poyatos, Fernando, La comunicación no verbal, Madrid, Istmo, 3 vols., 1994.

Teißen, Gerd, Zeichensprache des Glaubens. Chancen der Predigi heute, Gütersloh, Gütersloher Verlagshaus, 1994, 197 p.