Aprender a decir “no”
Cuando queremos decir “no” y decimos “sí”, estamos devaluando nuestro “sí”
Comunicarse eficientemente con los demás, con precisión y empatía y dejando un
poso de imagen positiva ante nuestros interlocutores es uno de los cometidos
clave en una vida en sociedad. Se trata de un proceso complejo, en el que
debemos articular habilidades aprendidas y talentos naturales (como el dominio
del lenguaje oral y gestual, el don de la oportunidad, la adecuada gestión de
las emociones, el encanto personal…). Y en el que hemos de combinar la
tolerancia necesaria para aceptar y entender al otro, con la capacidad de
expresar nuestras opiniones o preferencias. Hay dos cosas que a muchas personas
les resultan problemáticas o difíciles: una es de pedir o solicitar favores, y
la otra, decir “no”. Centrándonos en esta última cuestión, dar respuestas
negativas supone un esfuerzo, empeñados como estamos en caer bien, en resultar
tolerantes, comprensivos, amables y diligentes. La timidez y el déficit de
autoestima son problemas añadidos a la hora de decir que no.
Todo empieza en la infancia
Entre las primeras actitudes que aprende un bebé, la de negarse, la de rebelarse
ante sus padres, ocupa un lugar preferente. Oponerse es la mejor manera que el
niño o niña tiene para afirmarse. Es una forma de marcar una diferencia entre
ellos y el exterior, una defensa ante la sensación de invasión que perciben por
el requerimiento constante que viene de su entorno. Con el paso de los años la
estrategia de él no va remitiendo, aunque en la adolescencia recobra su fuerza y
se erige casi en patrón de conducta.
Pero en la medida que el joven va asumiendo mayores cuotas de responsabilidad y
autonomía, le resulta más difícil decir no. Comienzan a adquirir relevancia
planteamientos como los de evitar problemas innecesarios y propiciar un buen
ambiente con su entorno, caer bien a los demás, soslayar las discusiones… El
problema surge cuando esta tendencia se consolida en exceso y, por timidez,
comodidad o pragmatismo se convierte en hábito.
Hay que diferenciar entre no contrariar a nuestros interlocutores porque
coincidimos con sus propuestas, opiniones o planteamientos y entre hacerlo por
sistema, siempre y en cualquier circunstancia. Si no manifestamos nuestro
desacuerdo cuando discrepamos en cuestiones importantes, o si hacemos lo que
consideramos inapropiado o lo que resulta perjudicial para nuestros intereses,
anteponemos las necesidades, opiniones o deseos de los demás a los nuestros.
Esto puede causarnos, además de los previsibles perjuicios de índole práctica,
problemas de autoestima, y puede trasmitir de nosotros una imagen de personas
con poco criterio.
Tras esta conducta complaciente puede hallarse la creencia de que llevar la
contraria o no aceptar tareas que consideramos incorrectas o que no nos
corresponden conduce a que se nos vea (o nos veamos) como egoístas. Muchos
piensan que eso es casi lo peor que les pueden llamar, hasta tal punto tienen
asumido que la generosidad, la compasión, la empatía y la incondicionalidad son
atributos positivos, y del todo contrapuestos al egoísmo natural -y hasta cierto
punto, lógico- de las personas.
¿Por qué el miedo a decir no?
Algunas personas sufren cada vez que se han de negar a algo, bien sea por miedo
a defraudar las expectativas de otros, bien por temor a no dar “la talla” o a no
saber argumentar su negativa, o por simple pereza y comodidad. Se trata, en
definitiva, del miedo a no ser valorados y queridos. Nuestra necesidad de ser
valorados, atendidos y tenidos en cuenta, puede llevarnos -desde el espejismo
que crea una autoestima poco asentada- a mostrar una constante disponibilidad a
todo, lo que nos sume en una dependencia no sólo de los demás, sino de esa
imagen desde la que actuamos, dejando de ejercer nuestro derecho a decir “no”.
Esa dependencia dificulta nuestra evolución personal, dinamita nuestra
autoestima e imposibilita el libre ejercicio de la responsabilidad que propicia
unas saludables y equilibradas relaciones de interdependencia con los demás, en
las que decimos “sí” cuando lo consideramos adecuado y en las que mantenemos
vigente la posibilidad a decir “no”.
La fuerza del sí
Un “no” a secas resulta demasiado expeditivo; después del “no” conviene decir
“sí”, aunque sea a la postura contraria de la de nuestro interlocutor,
proporcionando alternativas, exponiendo y defendiendo nuestros argumentos con
convicción y firmeza pero eso sí, sin herir ni menospreciar a nadie. Y esto sólo
es posible si previamente sabemos decir “no” sin sentirnos culpables por ello.
Cuando queremos decir “no” y, sin embargo, decimos “sí”, estamos devaluando
nuestro “sí”, ya que, de puro rutinario, lo hemos despojado de su verdadero
valor. Y devaluar nuestra afirmación es hacerlo con nuestro crédito como
personas que sienten, piensan y tienen criterio propio. Equivale a devaluarnos
ante los demás y ante nosotros mismos.
Hemos de buscar un equilibrio que nos permita ser tolerantes y comprensivos,
pero siempre habilitando un espacio para expresar nuestros matices o
discrepancias. Si cedemos siempre, nos estamos haciendo daño. Si no somos
capaces de decir “no”, pensaremos que a los demás les puede ocurrir lo mismo. Y
cada vez que obtengamos una afirmación a algo que pedimos o comentamos,
dudaremos de si realmente es una respuesta sincera, y por ende, si importamos a
nuestro interlocutor.
Ser nosotros mismos
Conectar con nuestras necesidades, atender a lo que queremos y necesitamos,
priorizar el cómo estamos en cada momento y situación, nos obliga a saber decir
“no”. En ocasiones, decir “no” deviene necesario para conocernos, para
significarnos y mostrarnos al mundo tal como somos. Desde la sinceridad empática
(acercándonos a la situación del interlocutor), entablaremos unas relaciones de
autenticidad, en las que impere un diálogo más veraz, fluido y constructivo. Y
podremos decir que sabemos con quién hablamos y cómo se encuentra la persona con
la que lo hacemos. Hay demasiadas relaciones vacías, formales, vestidas de
cordialidad y buenos modales. Una cosa es la sociabilidad y otra muy distinta,
la hipocresía del “quedar bien” a toda costa.
Digamos “no” cuando queremos decir “no”
No nos sintamos culpables por decir “no”.
Dar (adecuadamente) prioridad a nuestras necesidades, opiniones y deseos no es
una manifestación de egoísmo, sino de responsabilidad, autoestima y madurez.
Decir “no” cuando lo consideramos justo o necesario es la mejor forma de
comprobar en qué medida se nos valora y se nos quiere por cómo somos en
realidad.
Permitámonos verificar que nuestras negativas no sólo no rompen vínculos con los
demás, sino que plasman un compromiso de sinceridad, respeto (por los demás y
por nosotros mismos), responsabilidad y autenticidad.
La confianza se fortalece cuando el diálogo y la interacción no se sustentan en
falsos asentimientos y condescendencias.
Si ejercemos nuestro derecho a decir “no”, podremos pensar que los demás hacen
lo propio, y asentaremos una comunicación más fiable, veraz y fluida.