NAVIDAD

ALCANCE Y CONTENIDO DE LA FIESTA

 

1. El misterio de Dios hecho hombre

Cuando las comunidades cristianas del siglo III, tanto en oriente como en occidente, comenzaron a celebrar la fiesta del nacimiento del Señor no era tanto el acontecimiento histórico del alumbramiento lo que les interesaba rememorar cuanto el misterio insondable e inaudito del Dios hecho hombre en las entrañas de la Virgen María. Es cierto que esta referencia no aparece en la primitiva predicación kerigmática. Sin embargo, las controversias cristológicas agudizaron la sensibilidad cristiana y estimularon la piedad popular. El tema de la encarnación del Hijo de Dios se incorporó en seguida a la predicación de los Padres y a los contenidos de la fe cristiana hasta cristalizar en una celebración litúrgica. Ya en el siglo II, en su homilía pascual, decía Melitón de Sardes: «Él (Cristo) vino del cielo a la tierra en beneficio del que padecía; se revistió de este mismo en el seno de la Virgen y apareció como hombre; tomó sobre sí los padecimientos del que padecía mediante un cuerpo capaz de padecer; pero, por su Espíritu, que no está sometido a la muerte, mató a la misma muerte que mata al hombre».

Por la encarnación, en efecto, asumió Dios la condición de hombre. Pero tal como éste había quedado después del pecado: en estado de «pasión». De ahí que la experiencia humana e histórica del Verbo consistió en una «compasión», en un gesto solidario y comunional con el hombre en el dolor y en el sufrimiento. Este planteamiento aparece, por tanto, en una clara perspectiva pascual.

Esta referencia pascual, claramente subrayada en la homilía de Melitón, queda aparentemente diluida en los testimonios posteriores, especialmente en los Padres griegos.. Al afirmar la humanización de Dios, los Padres y teólogos posteriores dejan de lado la condición doliente del hombre. Afirman, de modo tajante y sin ditirambos, que Dios se ha hecho hombre. Sin más. Y ahí está precisamente la grandeza del misterio, expresado muy lacónicamente, pero en su realidad más cruda y alucinante. Nunca perderán de vista, sin embargo, los teólogos y Padres de la Iglesia que la humanización del Verbo, como proceso de «abajamiento» (kénosis) y de humillación, culmina en la muerte. La cual, a su vez, constituye el inicio de su retorno glorioso al Padre...

Por la encarnación ha asumido el Logos una naturaleza humana, haciéndose realmente hombre, un hombre concreto, entrando en el tiempo e incorporándose a nuestra propia historia. Así se despeja cualquier tentación de docetismo. En la única hipóstasis divina del Logos se han unido la naturaleza divina y la naturaleza humana. Dicho con otras palabras: el Verbo, el Hijo eterno del Padre, sin dejar de ser Dios, se ha hecho hombre. Este maravilloso encuentro entre Dios y el hombre, entre lo humano y lo divino, ha tenido lugar en las virginales entrañas de María.

Las expresiones utilizadas por los Padres y por la liturgia, especialmente la oriental, se mueven en un brillante juego de contrastes y de antítesis con el que se intenta resaltar la sublime grandeza y poderío de un Dios, soberano y omnipotente, que asume la condición de hombre y se manifiesta a través de la entrañable pequeñez del niño de Belén, indigente y débil. Esta forma de lenguaje se ha conservado especialmente en fórmulas de oración, en los cantos y en numerosas composiciones hímnicas. Todos estos textos rezuman una singular belleza, entretejida de imágenes sugestivas y de elocuentes contrastes. En todos estos fragmentos se percibe, por otra parte, una lectura penetrante y aguda de la grandeza del misterio que la Iglesia celebra en la fiesta de navidad.

Algunos ejemplos serán suficientes para comprobar este recurso literario al que me estoy refiriendo. De manera muy global se dice en el oficio vespertino de la liturgia bizantina: «La imagen idéntica del Padre, la impronta de su eternidad, toma forma de esclavo». «Toma por alimento la leche de su Madre, él que en el desierto hizo llover maná sobre su pueblo». En la misma fiesta de navidad en la liturgia bizantina: «Tú, que tienes por trono el cielo, reposas en un pesebre; tú, a quien rodean los ejércitos de los ángeles, has descendido a casa de los pastores». Romano Melodio, poeta sirio, pone en labios de la Virgen María esta plegaria: «Oh hijo mío, sol mío, ¿cómo vas a envolverte en pañales? ¿Cómo vas a ser alimentado con leche tú que alimentas a todas las criaturas? ¿Cómo vas a estar en mis manos tú que sostienes todas las cosas? ¿Cómo podría yo contemplarte sin temor, a ti, a quien no se atreven a contemplar los seres que cubren sus ojos?»...

Aun cuando este tipo de composiciones no abundan en las liturgias occidentales, se encuentran fragmentos dispersos redactados en esta misma tesitura. Voy a citar únicamente un texto de la liturgia galicana: «Aquel que ha dado la forma a todas las cosas recibe la loma de esclavo; aquel que era Dios es engendrado en la carne; ha sido envuelto en pañales el que era adorado en el firmamento; he aquí que reposa en un pesebre el que reinaba en el cielo».

Todos estos testimonios ponen en evidencia de forma elocuente la poderosa tensión que se establece entre la grandeza del Dios soberano y las exigencias de la humanidad asumida. En definitiva, el contraste no es otro que el que suscita la unión de las dos naturalezas en la única persona del Verbo. Estamos, por tanto, en la mismísima entraña del misterio del Dios hecho hombre, percibida en estos textos con mayor profusión de detalles y en medio de un impresionante colorido de contrastes.

2. Navidad celebra la gloria del hombre-Dios

Ante la insondable grandeza del misterio de Dios hecho hombre, ¿cuál es la actitud de la Iglesia? ¿Qué tipo de sentimientos suscita la liturgia de navidad en el alma de la comunidad orante que se reúne pare celebrar el nacimiento del Señor? Esta pregunta nos orienta hacia uno de los aspectos más significativos y propios de esa liturgia.

La actitud de la Iglesia es una actitud profundamente contemplativa, de gozosa admiración y de alabanza, en la línea del evangelio de Juan cuando dice: La Palabra se hizo carne, y puso su tienda entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14). En la liturgia de navidad hay una invitación constante a la mirada contemplativa y gozosa del misterio. Mirada que sólo es posible desde la fe. Porque sólo desde la fe es posible penetrar la hondura del misterio; sólo desde la fe es posible descubrir la grandeza de Dios manifestada a través de la pequeñez del niño de Belén. La gloria de Dios, que es la manifestación de su presencia y de su cercanía, sólo es detectada y percibida por los creyentes, es decir, por los que saben fijar su mirada no en lo periférico y superficial, en lo que aparece, sino en la hondura del misterio. Son conscientes de que el nacimiento temporal e histórico no es sino la manifestación del nacimiento eterno del Verbo que, desde la eternidad, procede del Padre. Así se interpretan las palabras del Sal 2: «Tú eres mi Hijo: Yo te he engendrado hoy». Y las del Sal 109: «Eres príncipe desde el día de tu nacimiento, entre esplendores sagrados; yo mismo te engendré como rocío antes de la aurora». Al proclamar estos salmos, la Iglesia no piensa sólo en el nacimiento de Belén. Su mirada se adentra en la misma intimidad del misterio eterno de Dios. Así lo piensan diferentes Padres de la Iglesia de oriente y occidente... Todos estos textos revelan la convicción profunda por parte de la Iglesia de que el nacimiento temporal de Cristo de las entrañas de la Virgen María no es sino la prolongación y manifestación de la generación eterna del Verbo. De este modo, la intimidad de Dios se proyecta en el tiempo y se encarna en la historia, en un contexto humano entrañable...

3. Los desposorios de Dios con el hombre

Así formulado, el título de este apartado tiene tintes de una cierta sublimidad trasnochada.. Para el lenguaje del hombre moderno —y más para el hombre de la calle— no parece adecuado hablar de «desposorios». Sin embargo, esa es la forma como se ha expresado la tradición cristiana, sin duda alguna la de mayor solera. Por eso me parece conveniente reproducir aquí esa forma de expresión, la cual, por otra parte, es de un vigor expresivo y de una hondura teológica indiscutible.

El misterio que la Iglesia celebra durante la navidad no se agota diciendo que Dios se ha hecho hombre, asumiendo una naturaleza humana y solidarizándose con nuestra suerte. Hay más. En navidad también celebramos la incorporación de todos los hombres a Dios. No sólo la naturaleza humana personal de Jesús de Nazaret; todos los hombres de todos los tiempos han sido unidos y reconciliados para siempre con Dios. Navidad no celebra sólo la aventura humana del Hijo de Dios, sino también la aventura divina del hijo de hombre, de todo hombre...

Esta forma de entender el misterio y de expresarlo ha movido a los Padres de la Iglesia a presentar el seno virginal de María como la celda nupcial en la que tienen lugar estos maravillosos desposorios. Dice a este propósito san Gregorio Magno: «Dios Padre ha celebrado las bodas del Dios Hijo al unirlo a la naturaleza humana en el seno de la Virgen, cuando él quería que este Hijo, Dios antes de todos los siglos, se hiciera hombre en el curso de los tiempos». Y de manera aún más explícita afirma san Agustín: «La celda nupcial del esposo ha sido el seno de una Virgen, porque en este seno virginal la esposa y el esposo, el Verbo y la carne, se han unido».

Por tanto, en el seno de María se han consumado las nupcias entre lo humano y lo divino, constituyéndose de esta forma Cristo en esposo de la humanidad. Sin embargo, esta comunión nupcial cristaliza de modo eminente en las relaciones que vinculan a Cristo con su Iglesia. La humanidad personal de Jesús, con la que el Verbo celebra sus bodas, no sólo representa a la comunidad humana, sino también, y de manera aún más directa y adecuada, a la Iglesia, que por ello viene a ser el sacramento de la humanidad rescatada y regenerada...

Sin embargo, aun cuando en el momento de la encarnación haya sido establecido el principio y la raíz de la divinización del hombre, ésta sólo tendrá lugar de manera efectiva cuando el hombre, por la fe y por la participación en los sacramentos, presente una respuesta libre y adecuada a la maravillosa oferta que Dios le hace. De ahí, de la fe y de los sacramentos, surge la Iglesia, verdadera esposa de Cristo, sacramento y primicia de la humanidad salvada.

4. Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios

La expresión es de san Agustín. En ella se sintetiza, de manera muy escueta, un tema al que la tradición cristiana ha prestado una atención especial. Con frecuencia, refiriéndose a este aspecto del misterio de navidad, se ha hablado de un maravilloso intercambio entre Dios y el hombre. La palabra intercambio refleja toda la fuerza y el contraste que anima vigorosamente a este misterio. Los testimonios son abundantes. Se encuentran no sólo en los escritos de los Padres, sino también en los textos litúrgicos utilizados en la Iglesia durante los días de navidad.

Si la dimensión nupcial caracteriza a las relaciones entre Cristo y la humanidad, y entre Cristo y la Iglesia, es coherente pensar ahora que entre esposo y esposa se establezca un intercambio mutuo de entrega y de donación. Intercambio en el cual es Dios quien toma la iniciativa, quien se da a sí mismo, quien ofrece al hombre una participación en su condición de Hijo de Dios. Ante la impresionante oferta de Dios, el hombre sólo es capaz de ofrecerle la pobreza de su carne mortal y las inclemencias de su condición humana, dañada por el pecado. Estas ideas aparecen recogidas en una conocida antífona de la liturgia del día 1 de enero: «¡Qué admirable intercambio! El creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de una virgen y hecho hombre sin concurso de varón, nos da parte en su divinidad». Y de forma aún más explícita en uno de los actuales prefacios de navidad: «Por él, hoy resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva: pues, al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición, no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos».

San Gregorio Nacianceno afirma en una homilía pronunciada el día de navidad: «El Hijo de Dios acepta la pobreza de mi carne a fin de hacerme entrar en posesión de las riquezas de su divinidad. Aquel que es la plenitud de la vida se anonada; se despoja de su gloria a fin de hacerme participante de su propia plenitud". Los testimonios de los Padres podrían multiplicarse...

De un modo u otro, estos testimonios hacen conectar el nacimiento del Hijo de Dios como hombre con el nuevo nacimiento del hombre a la vida de Dios. De esta manera, la fiesta de navidad se convierte en la celebración de lo que algunos Padres llaman los primordia, es decir, los comienzos de la salvación. Al celebrar los orígenes de la vida nueva o del hombre nuevo, en conexión con el nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre, la navidad aglutina la totalidad del acontecimiento salvador. Dicho de otro modo: al celebrar el nacimiento del Señor, la fiesta de navidad celebra también el nacimiento del hombre a la vida nueva, a la vida de hijo de Dios, que echa sus raíces en el misterio del alumbramiento y culmina en la pascua. Esto nos da pie a pensar que en la fiesta de navidad se celebra no el acontecimiento aislado del nacimiento, sino la totalidad de la obra redentora, contenida ya como primicia en el nacimiento...

Así, pues, este punto, la fiesta de navidad no sólo celebra el misterio del Dios hecho hombre, sino también el misterio del hombre constituido hijo de Dios por adopción; no sólo la humanización de Dios, sino también la divinización del hombre; no sólo el nacimiento humano y temporal del Hijo de Dios, sino también el nacimiento nuevo, a la vida divina, de los hijos de los hombres...

5. Divinización. Regeneración. Liberación

Este punto nos sitúa de lleno en el aspecto más antropológico de la fiesta. Cuando la liturgia de estos días santos canta las palabras del Sal 2: «Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado», no se refiere sólo al misterio de la generación eterna del Verbo o al nacimiento histórico del Hijo de Dios; también se alude con esas palabras al nacimiento de todos los hombres, en Cristo, a la vida nueva, a la vida divina. Lo cual significa que el misterio de nuestra filiación divina no es una realidad lejana, evocada en la fiesta como un puro recuerdo, sino una realidad viva actualizada en la fiesta.

Hay en esta reflexión una resonancia bautismal que conecta con la fiesta de navidad y que san León dejó patente en aquella frase lacónica «natalis capitalis, natalis est corporis», que puede traducirse así: «El nacimiento de la cabeza es el nacimiento del cuerpo». Pero aún más relevante es la resonancia mariana, ya que es ella, María, la que engendra a Cristo, la cabeza, y la que nos engendra a todos los creyentes, que somos los miembros del cuerpo de Cristo. Sin embargo, hay que dejar aquí bien claro que nosotros nacemos de María en su Hijo único; pero no entramos en la adopción de hijos sino por el bautismo.

Veamos cómo se expresa a este propósito san León Magno: «La tierra, esto es, la carne humana, maldecida ya en el primer prevaricador, ha producido, en este único parto de la santa Virgen, un germen bendito e inmune de lo viciado de su estirpe. Un origen espiritual lo tenemos todos en el bautismo, pues todo el que renace del agua es como si lo hiciera del seno virginal, ya que el Espíritu Santo que fecunda la fuente es el mismo que hizo fecunda a la Virgen y de este modo, lo que allí fue impedido por una santa concepción, aquí es borrado por un místico lavado».

Esta referencia mariana nos sugiere otros temas y otras analogías que la tradición ha vinculado a la fiesta de navidad. Me refiero a la analogía entre las aguas bautismales, fecundadas por el Espíritu, y en las que los creyentes renacen a la vida nueva, y el seno virginal de María, fecundado por el mismo Espíritu, en el que tomó carne el Verbo de Dios. La fecundidad de María y la fecundidad de las aguas bautismales no son sino la figura y la expresión de la fecundidad de la Iglesia, madre de los creyentes... En efecto, navidad es el sacramento —la presencia viva y siempre actualizada— de la vida nueva y regenerada en Cristo. Navidad nos libera del hombre viejo y nos engendra a la vida de hijos de Dios.

Se afirma en una homilía navideña, atribuida a san Juan Crisóstomo: «Venid, pues, celebremos la fiesta. Venid, celebremos la solemnidad... Hoy el lazo antiguo ha sido roto, el diablo ha sido cubierto de confusión, los demonios han tomado la huida, la muerte ha sido destruida, el paraíso ha sido abierto de nuevo, la maldición ha sido borrada, el pecado ha sido barrido, el error se ha ido y ha reaparecido la verdad».

Al releer esos escritos, uno se siente sumergido, más que en la fiesta del nacimiento, siempre de colorido tierno y entrañable, en la solemnidad de la pascua. El horizonte navideño que se nos ofrece desde esos textos nos resulta inusitado y sorprendente. Pero ello nos obliga, al mismo tiempo, a revisar nuestra concepción de la fiesta de navidad. Una vez más hay que decir que ese día no celebramos sólo el nacimiento del Señor. En realidad lo que se nos ofrece y hace presente es la totalidad del misterio salvador, con toda su amplitud. En esta clave hay que leer estas palabras que san León pronunció ante la comunidad cristiana de Roma reunida para celebrar el nacimiento del Señor:

«Muy queridos todos: ¡Alegrémonos! Hoy ha nacido nuestro salvador. No nos está permitido dar cabida a la tristeza allí donde nace la vida que, borrando el temor de la muerte, nos infunde la alegría que conlleva toda promesa de eternidad. Que nadie se sienta excluido de poder participar, pues nuestro Señor, destructor tanto del pecado como de la muerte, vino para liberar a todos, ya que a nadie encontró libre de pecado. Llénate de júbilo, tú que eres santo, porque el premio está cerca. Alégrate, tú que eres pecador, porque serás perdonado. No desesperes, tú que no crees, porque también tú eres llamado a la vida. Pues el Hijo de Dios, al creerlo oportuno el misterioso pensar divino, tomó la naturaleza del género humano para reconciliarla con su creador y, de este modo, el inventor de la muerte, el llamado diablo, se viera vencido por la misma naturaleza que había dominado».

Por José Manuel Bernal Llorente

Para vivir el año litúrgico, EVD, 1998