Los cristianos llamamos Adviento a ese espacio litúrgico que precede a la Navidad. Es un tiempo especialmente breve: cuatro semanas, cargadas de espiritualidad, donde la mística del encuentro corona el esfuerzo de una ética transida de esperanza. Esperamos el retorno de Dios y preparamos laboriosamente su encuentro.

Aunque la venida de Dios y nuestra correspondiente acogida no son exclusivas de adviento, hay sin embargo en él algo que ha forzado a la experiencia cristiana a mirarlo como un tiempo particularmente tenso y paradójico. La antigua leyenda del vigía que, oteando cada día sobre las almenas del castillo, envejece esperando la llegada de Dios, es especialmente ilustrativa. Al final de sus días, cansada ya la vista de tanta espera, el buen viejo cae en la cuenta de que el Dios que estaba esperando ya estaba a su lado desde el momento mismo en que se había puesto a esperarlo… Adviento recrea, pues, la paradójica situación de quien se pone a esperar a alguien que ya está a su lado.

La palabra adviento nos sitúa ante un campo de enorme riqueza semántica e histórica. “Advenire”, “adventus” nos hablan de venida, de retorno. En la antigüedad pagana se vivía el adventus como un retorno de los dioses al templo; y, más tarde, como la “venida del emperador a la ciudad”. Los cristianos, como hicieron con otras muchas tradiciones antiguas, lo asimilaron pronto a su particular forma de esperar a Dios. Pero inmediatamente completaron esta espera con el encuentro y, programáticamente, con un tiempo fuerte de preparación. Ya a finales del siglo V en las Galias y en España se implantó la costumbre, por reminiscencia de la cuaresma, de esperar la Navidad con una “cuaresma de invierno” que llamaban “cuaresma de San Martín” (por comenzar el 15 de noviembre, fiesta de San Martín). Esta “cuaresma de invierno” fue ganando en importancia hasta superar en ocasiones a la misma Pascua. Tanto es así que, a partir del s.VII, el adviento se impone como un gran “tiempo de espera” previo a la Navidad.

Las cuatro semanas de adviento se abren con el grito profético de Juan Bautista (“preparad los caminos del Señor”) y se cierran con el grito apocalíptico (“ven, Señor, Jesús”) con el que se cierra el Nuevo Testamento escrito. Entre ambos gritos, o si se prefiere, entre la Navidad y la Parusía acontecen los tres grandes encuentros que constituyen el meollo de la espiritualidad cristiana y que responden, a su vez, a las tres venidas de Dios que se esperan en la historia: la venida en la Navidad y la venida en la Parusía, que abren y cierran respectivamente la historia cristiana, y la venida a nosotros que da sentido a las dos.

La venida primera, en la fragilidad de nuestra carne, metafóricamente aconteció en María de Nazaret y seguirá aconteciendo mientras exista debilidad en la carne y brazos en María para acogerlo. En este supuesto, no es difícil prever que Navidad será siempre. Se trata de la venida de un “Dios menor”, hecho todo necesidad, que manifiesta paradójicamente su poder en la frágil ternura y jovialidad de un niño. La venida en la Parusía cierra y plenifica la Navidad; viene en cada acontecimiento que emerge y cierra la historia. Esta venida la detectó muy bien Juan XXIII cuando, mirando con los ojos de los profetas, vio los acontecimientos como “signos de los tiempos” o “kairoi” de la venida de Dios. Las dos venidas se encaminan hacia la tercera y más definitiva, la venida de Dios a nosotros. Sigue siendo una venida paradójica, pues el Dios que viene ya está previamente en y con nosotros, “más íntimo que nuestra misma intimidad”, como dirá San Agustín.

La humanidad siempre ha estado esperando la llegada de dios. En ocasiones, el Dios verdadero; en otras, ha esperado algún sustituto. Unas veces se espera de forma absurda, como refleja mordaz y humorísticamente el irlandés Samuel Beckett en “Esperando a Godot”: no se sabe bien a quien se espera y, además, se tiene la seguridad de que no va a llegar nunca. Otras veces es una forma inútil de esperar como las vírgenes necias del evangelio a quienes se les va consumiendo el aceite sin que hagan nada para acelerar la llegada del novio, o sin que se haga nada para evitar el ciclón, la injusticia o parar la guerra. Laín Entralgo reflejó muy bien esta actitud en “La espera y la esperanza”. También se puede esperar a Dios en forma de quimera, otra variedad del absurdo, considerando posible o verdadero algo que no es más que pura ficción: la búsqueda del Santo Grial, el Dorado, la Atlántida, la Quimera del Oro, etc.

Por suerte, en las vírgenes prudentes, en la parábola de los talentos, en el buen samaritano se ofrece otra forma de esperar a Dios que tiene más que ver con la realidad que con la quimera, con el movimiento más que con la quietud, más con la acción o re-acción que con la evasión y el equilibrio, más con la esperanza que con la simple espera. Se trata de una forma de esperar con Esperanza que libera, pues se desea tan ardientemente lo que se espera que todo incita a provocar su llegada. Sobre el deseo ardiente y la provocación se levanta esta forma de esperar que libera.

El Adviento, desde la entraña misma del evangelio, grita por la liberación de todas las esclavitudes y por la inclusión de toda la humanidad y de la misma tierra en la vigilante espera de la venida de Dios. Con el apóstol Pedro nos invita el adviento a “dar razón de nuestra esperanza” (1 pe 3,15-16).