Cortesía de www.arvo.net para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL


A propósito del monofisismo
y del nestorianismo eclesiológicos.

 

 

 

La Trinidad entera, con la singularidad propia de cada Persona,
“realiza la obra de nuestra redención”
.

 

Por Jorge Salinas
doctor en Teología.

Se trata de dos calificaciones extraordinariamente útiles para entender el curso histórico de la Iglesia, y no dejan de ser dos expresiones que guardan una cierta analogía con las respectivas herejías cristológicas. Y son válidas y útiles en la medida en que mantengamos la percepción clara de que nos movemos dentro de una analogía. Lo primero que debe señalarse es que la Iglesia se compara al Verbo Encarnado de un modo análogo. Como señala la Const. Lumen gentium, en el misterio de la Iglesia se componen elementos humanos y divinos de tal modo que comparada con el misterio del Verbo encarnado se da una analogía “no pequeña”. Por tanto, decir que la Iglesia es una “continuación del Verbo encarnado” no deja de ser una expre­sión que precisa muchas matizaciones. Y, por supuesto, decir que es “una continuación de la encarnación del Verbo” es inaceptable si se toman las palabras en su sentido primario.

Usaremos, por tanto, ambos términos, monofisismo y nestoria­nismo eclesiológicos, como “herramientas” de pensamiento y de análisis que nos ayudan a dilucidar ciertos problemas que se han planteado al enjuiciar históricamente el pasado de la Iglesia.

Se ha dicho que ignorar la condición pecadora de los fieles cristianos lleva a una óptica monofisita de la Iglesia. Pero, incluso, en el supuesto de una Iglesia constituida por santos como lo es la Iglesia del Cielo, caeríamos igualmente en un “daltonismo” monofisita si ignorásemos la singulari­dad de cada santo, su cometido personal en los designios de la Providencia divina, su propia biografía interior y su tarea en el mismo Cielo, en favor de quienes estamos en el camino.

Con una noción clara de que comunión entre personas implica necesariamente la alteridad se evita esa especie de “monofi­sismo”.De un modo semejante a como en Dios alia est persona Patris alia Filii alia Spiritus Sancti, también en la comunión de cada persona cristiana con cada Persona de la Santísima Trini­dad se mantiene como alius el bienaventurado, por toda la eternidad.

En esta comunión hay un orden admirable. Hemos de respetar el lenguaje de la fe, según el cual hay un orden en las procesio­nes y un orden en las misiones; también lo hay en la exitio a Deo y en la reditio ad Deum. Al Espíritu Santo le atribuye la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio una actuación peculiar, algo que le es original, que corresponde a su perso­nalidad. En otras ocasiones le hemos llamado al modo de actuar el Espíritu un quasi proprium y consiste en la nota de inmediato. Al actuar la Trinidad entera en la criatura, cuando ésta es introducida en el orden sobrenatural, actúan las tres divinas Personas, pero el Espíritu lo hace de modo inmediato. El Paráclito es la Persona originada en las otras dos (es la única Persona que procede de dos) y es la Persona que une a las otras dos y que es enviada para unir a la criatura humana con esas dos personas, el Padre y Cristo. Me parece que Santo Tomás se refiere a este quasi proprium del Espíritu cuando dice que en la Iglesia hay una cierta continuidad ratione Spiritus Sancti, qui unus et idem numero totam Ecclesiam replet at unit.[1]

El Espíritu Santo actúa de modo inmediato en todas las almas predisponiéndolas a la fe y a la conversión. Sólo los conde­nados están excluidos de esa acción porque se autoexcluyen de modo definitivo del designio salvífico universal de Dios. En las demás almas actúa siempre. San Pablo decía:”la caridad de Cristo nos urge”. Pero la caridad de Cristo es el primer fruto del Espíritu Santo en el alma de Cristo, la razón de su prisa por salvar a todas las almas; el Espíritu Santo es quien urge al Apóstol y a toda la Iglesia a comunicar la vida divina. El mismo Espíritu Santo es la urgencia divina por la salvación universal.

En cuanto hay correspondencia en la criatura y la gracia se establece en su alma, el mismo Espíritu sigue actuando, ya como Amigo discreto que se ha establecido en lo más profundo del alma y entabla una comunión de Persona con persona. El mismo y único Pneuma divino dispone a la recepción fructuosa de toda palabra que sale de la boca de Dios; esa recepción culmina con la aceptación de Cristo por la fe y los sacramentos. El Espí­ritu hace que “Cristo habite por fe en el corazón”. El mismo Espíritu lleva a ver en Cristo al Padre y a llamarle Abba porque la comunión se ha establecido con las tres divinas Personas. Esta es la situación interior, real, sobrenatural o espiritual de un fiel cristiano en estado de gracia.

El grado y la peculiaridad de esta comunión entre las Divinas personas y una persona concreta son distintos en cada persona y es variable en el tiempo. Hay un misterio insondable en este juego de libertad divina y libertad humana. Dios tiene sus designios inescrutables aunque es voluntad suya llevar a todo hombre a una plenitud en Cristo y en Espíritu, como hijo suyo,”en la medida de fe recibida por cada uno”, en expresión paulina.

La distinción tradicional entre gratia gratum faciens y gratia gratis data nos ayuda a entender la complejidad de esa red o conexión de Personas en personas y, por consiguiente, también de personas en personas. La palabra conexión es derivada de nexo. Sabemos que el nexus que de modo inmediato articula esa urdimbre y esa trama es el Espíritu Santo.

La gratia gratis data mira fundamentalmente a bien de la comunidad; consiste en una habilitación sobrenatural para actuar en beneficio del bien común de la Iglesia. Aquí entran los ministerios de origen sacramental y los carismas en gene­ral. Los primeros suponen una realidad estable en las poten­cias del sujeto que se llama carácter. Dios se vale de esa potencia operativa sobrenatural instalada en un hombre para actuar sobre otros hombres o para articular la Iglesia de forma visible y funcional. El carácter supone una especial unción del Espíritu sobre el bautizado, el confirmado, el diácono, el presbítero y el obispo. Una especial unción se traduce también en una especial configuración con Cristo y un modo especial de estar Cristo presente en ese fiel al que nos referimos y también una peculiar tarea como siervo al frente de la familia del Padre. Pero también en esos casos de mediación humana querida por Cristo, el Espíritu Santo actúa de modo inmediato en cada fiel. Es el Espíritu quien le hace ver a Cristo Pastor en un hermano suyo y quien, de modo inmediato, le dispone a la recepción fructuosa de la palabra y de los sacramentos servidos por un hermano suyo.

Así vamos estableciendo en clave personal temas clásicos de Eclesiología que suelen ser tratados más bien en términos de estructuras

El carisma de la infalibilidad en la Iglesia

Hay determinados ámbitos en la vida de la Iglesia en lo que el Espíritu Santo actúa de un modo especialmente seguro.

a) en el orden magisterial esta especial actuación está fuera de duda en dos casos:

aa) cuando un Concilio ecuménico define de modo expreso que una proposición referente a la fe o a las costumbres pertene­ce a la Revelación Divina;

ab) cuando el Papa define ex cathedra que una verdad determi­nada ha de ser aceptada como de fe divina y católica.

En ambos casos, se da el carisma extraordinario de la infali­bilidad por el cual queda impedida la posibilidad de que se engañe a los fieles mandándoles creer con fe divina y católica algo que no ha sido revelado por Dios.

El mismo Espíritu Santo que inspiró a los hagiógrafos para pusieran por escrito todo lo que Dios quería y sólo lo que Dios quería, ese mismo Espíritu, actúa en la Iglesia haciendo que la Escritura sea leída según Él mismo. La Sagrada Tradi­ción es conducida por el Espíritu Santo, el cual en determina­dos actos de los legítimos pastores de la Iglesia impide el error en su magisterio.

Si comparamos el carisma de la inspiración bíblica y el caris­ma transeúnte de la infalibilidad magisterial se advierte que el primero es totalmente positivo y elevante respecto a la capacidad humana para conocer la verdad; en cambio, el segundo es, más bien, negativo, restrictivo, respecto a la capacidad de error de la inteligen­cia humana.

Existen, verdaderamente, mecanismos de alta seguridad que impiden una obstrucción humana a la iniciativa divina de salvación.

El segundo nivel de alta seguridad se da en la vida sacramen­taria de la Iglesia. La Trinidad actúa de un modo soberano cada vez que se constituye esa polaridad básica sacerdocio ministerial-sacerdocio común de los fieles, polaridad que parece ser como un módulo presente en toda una arquitectura de personas organizada por el Espíritu Santo de un modo permanen­te. Si nos centramos en la Eucaristía, allí es todo acción de las Personas divinas, con un mínimo de apoyatura humana: una persona ungida con el sacerdocio por lo menos en su grado de presbiterado, un trozo de pan y algo de vino, una intención de hacer lo que hace la Iglesia y unas palabras sustanciales.

La Trinidad entera, con la singularidad propia de cada Perso­na, “realiza la obra de nuestra redención”. El sacerdote que alius a Christo en ese momento cede con los actos de su volun­tad (la intención, los gestos y las palabras) ante una instala­ción de Cristo en su persona hasta el punto de que aquello es acción de Cristo, aquellas son palabras de Cristo que unidas a la potencia del Espíritu invocada al Padre realizan la tran­substanciación eucarística. En esos momentos hay una identificación sacro-sacramental entre el sacerdote y Cristo, pero no queda anulada la recíproca alteridad de lo sujetos. El sacerdote presenta el Pan y el Vino eucarísticos a la adoración del pueblo e, inmediatamente después, él mismo genuflectus adorat a quien es su Señor. Todos los demás sacramentos sacan su fuerza de la Eucaristía y a hacia ella se ordenan.

Naturalmente no sólo en estos dos niveles, que hemos llamado de alta seguridad, es donde actúa el Espíritu Santo en la Iglesia. Por el contrario, está actuando de modo continuo y discreto en una multitud de hombres y mujeres, disponiéndolos a una inha­bitación en sus almas cada vez más exigente de Cristo, uno et identico numero. Y también moviéndoles para contribuyan a que esa presencia de Cristo llegue a ser más profunda donde ya está y llegue a nuevas almas. El mismo Espíritu lleva a que descu­bran en el rostro de Cristo al mismo Padre común, de todos.

De un modo semejante a como la gracia no anula la naturaleza sino que supone, la purifica y la eleva, así también la pre­sencia de las Personas divinas en el alma no anula a las personas humanas, sino que las purifica de pecado y las eleva a un nivel de actuación nuevo. La libertad humana es siempre respetada por Dios. Si un hombre no rechaza ninguna gracia y siempre correspon­de a ella llegaría a ser santo. Si todos los cristianos fueran santos la Iglesia de la tierra, sin dejar de ser humana también (no monofisita), sería una gran “tras­parencia” de Cristo glorioso, vuelto hacia el Padre y hacia nosotros; una gran transparencia encendida de luz y de amor que encendería e iluminaría la creación entera con la Luz y el Amor del Espíritu Santo.

La situación histórica es, sin embargo, más opaca, más discre­ta. Cristo está entre nosotros y en nosotros y en medio del mundo habitado por los hombres. Con Cristo está la Trinidad.

Pero todo ocurre in mysterio, de modo casi imperceptible a la conside­ración humana, mezclado con las sombras que arrojan los pecados de los bautizados, que son siempre también pecados contra la Iglesia.

Pero no todo son pecados; también hay errores, equivocaciones humanas, no culpables por parte de los individuos. Gracias una visión de la historia que se esfuerza por no caer en el mono­fisismo eclesiológico ni tampoco en el nestorianismo eclesioló­gico, actualmente, nos encontramos en un punto de revisión de muchos aspectos del pasado histórico de la Iglesia. Lo más importante es que se trata de una postura oficial de la máxima autoridad de la Iglesia que tuvo su expresión pública en los actos celebrados el 12 de marzo del 2000 en la Basílica de San Pedro y en la publicación ordenada por el Papa del documento Memoria y Reconciliación. Todo ello ha sido posible, al cabo de unos años, por la gran claridad surgida del Concilio Vaticano II sobre lo que realmente es la Iglesia.

La Iglesia querida por Cristo subsiste en la Iglesia Católica

No tenemos ahora una claridad distinta a la que tuvo en el siglo XIV Santa Catalina de Siena. Ella vivió un tiempo de gran opacidad en la estructura eclesiástica y actuó de un modo decisivo para que se atajaran males muy de raíz. El libro IX de su Diálogo contiene una crítica lúcida y descarnada a los abusos del clero de su época (siempre transida de amor a Cristo y a las almas). El Papa Juan Pablo II recordó la figura extraordinaria de esta Santa en 1995 (Año Internacional de la Mujer), pero comentó que en algunos aspectos no pudo evitar ser hija de su tiempo e incurrir en planteamientos que hoy la Iglesia rechaza; la Santa alentó con decisivo entusiasmo la empresa de las Cruzadas. Hoy, la Iglesia tiene una percepción más nítida de cuál es y cuál no es su misión. De un modo irreversible rechaza la fuerza como medio evangelización y se propone en adelante seguir el modelo de Jesús que es el diálogo y la persuasión.

¿Qué está ocurriendo? Sencillamente que la Iglesia despojada de un orden temporal adherido durante una historia de siglos se encuentra a sí misma más en su ser desnudo, con una auto­conciencia más lúcida de su origen, de su misión y de su destino.

El carisma jerárquico, ¿sólo in actu?, ¿secundum magis et minus?

Es importante mantener claridad en este punto. La presencia del Espíritu en un cristiano constituido en autoridad dentro de la Iglesia no desaloja la consistencia de la persona humana, la consistencia de su cultura, de su pertenencia a una época determinada. Ciertamente los santos, sean o no ministros consagrados, han tenido una perspicacia sobrenatural que les ha permitido en cosas esenciales transcender el horizonte humano y han conectado, en el Espíritu, con una visión mucho más universal que la de sus contemporáneos. Pero he dicho en cosas esenciales, porque en muchos otros temas han estado condicionados por su época. Por ello no todo lo que ha decidido o escrito un Papa, un obispo o un sacerdote en cualquier época, incluso en el caso de verdaderos santos, puede considerarse, sin más, la “traducción” en obras de impulsos interiores del Espíritu Santo. Esto sería “monofisismo eclesiástico”. Sin ser consciente de ello, un Papa de la Edad Media podía estar actuando en determinados asuntos pensando que lo hacía “en nombre de Cristo”. ¿Cómo discernir desde la subjetividad de los sucesores de los Apóstoles cuando algo corresponde a la pretensión salvífica universal de Cristo y cuando son intereses humanamente razonables de orden temporal? Basta una lectura reposada de la Bula Unam Sanctam de Bonifacio VIII para ver cómo la suprema soberanía de Nuestro Señor Jesucristo, realidad que pertenece a la fe, es entendida por un Pontífice en el ejercicio de su autoridad de un modo literal. Aunque se reconoce en la Bula citada que una de las dos espadas mencionadas por Pedro en la última cena corresponde al poder secular y la otra al eclesiástico se afirma, sin más, que la primera espada está subordinada a la segunda. Ahí se da una conciencia de la Iglesia que coincide con una cristalización histórica de una Cristiandad de príncipes y súbditos homogéneamente cristianos.

Humanamente hablando, es imposible, casi inaccesible a la inteligencia humana, poder abstraer lo que pertenece a una época y lo que es designio eterno divino. Si comparamos la Unam Sanctam con la posición de Juan Pablo II, expuesta por ejemplo en la Encíclica Ut unum sint, la distancia es notable. El Papa actual acepta la “la petición que se me dirige de encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva”.[2] En ambos casos se trata de un sucesor legítimo de Pedro, pero la historia ha cambiado muchos condicionamientos e, indudablemente, ahora tenemos más claridad acerca de lo que realmente es la Iglesia según la fe. En la subjetividad de una multitud de eclesiásticos han coexistido, sin aparente conflicto, la conciencia de ser representantes de Cristo Cabeza con la conciencia de ser príncipes temporales, propulsores de determinados valores nacionales o antinacionales, tratando como enemigos a los enemigos de determinados planteamientos temporales.

La pregunta que se plantea es obvia. Partiendo del hecho de que un obispo está ungido de un modo especial por el Espíritu y que representa ciertamente a Cristo Cabeza ante sus fieles cuando preside una iglesia particular en comunión con el sucesor de Pedro y con los demás obispos de la Iglesia Católica, partiendo de este hecho, ¿se puede afirmar que siempre y en todos sus actos ha de verse una presencia de Cristo Cabeza? Evidentemente, la respuesta es negativa.

La fe y el sentido común nos impide creer en una especie de transpersonalización semejante a la transusbtanciación eucarística.

Afortunadamente, la Divina Providencia lo envuelve todo y a lo largo de la historia humana va reconduciéndolo todo “para bien de los que le aman”.

Hechos históricos valorados negativamente en su momento, por ejemplo la pérdida de los estados pontificios, pasados unos años son celebrados con acciones de gracias al Señor de la Historia.

Pienso que puede hablarse de una actuación del carisma jerárquico ad tempus y en determinados actos. De un modo cierto esto se da en la celebración de los Sacramentos y en las formas más elevadas del ministerio de la palabra. También actúa el carisma jerárquico en las tareas de gobierno pastoral, pero, como todo es participación de un orden superior que preside Cristo Cabeza habrá que reconocer que esa participación se da secundum magis et minus. Pero ¿quién se atreve a juzgar sobre ese quantum? Incluso al mirar sobre nuestro pasado de siglos hay que ser prudentes, incluso ahora que la Iglesia quiere recorrer una etapa de purificación de la memoria histórica que no tiene ni precedentes ni semejanzas en ninguna institución humana. Tenemos, los cristianos históricos, bastante experiencia de maltrato ajeno, de exageraciones injustas. También tenemos experiencia de una apologética de urgencia para responder a embates muy generalizados desde la increencia. Pero tenemos poca o ninguna experiencia de prácticas de purificación de la memoria histórica que sólo son posibles con una conciencia más clara de lo que realmente es la Iglesia.

Una parte importante de esa purificación de la memoria histórica consistirá en saber discernir entre lo que realmente nos comunica a unos con otros en la Communio de Trinitate (cosa que en verdad sólo Dios sabe y con Él los bienaventurados) y lo que han sido y son avatares temporales y caducos.

Basta leer un poco de la literatura al uso de parte católica cuando habla de los orientales o de la literatura ortodoxa cuando habla de los latinos. Gracias a Dios las cosas están cambiando poco a poco, pero todavía se advierten unas identificaciones mentales con personas y con actuaciones de otras épocas que resulten casi risibles.

El nosotros de la fe y de la caridad está impedido por unas vivencias emocionales de unos nosotros parciales diacrónicos que parecen llevar a que un católico español del 2001 tenga que sentirse corresponsable del Imperio Romano, corresponsable del mundo franco y visigodo, enemigo de la parte oriental del Imperio Romano, parte del Sacro Imperio Romano, beligerante en la disputa de la Investiduras, feudatario de los estados pontificios, cruzado contra los musulmanes y de paso contra los cristianos bizantinos, saqueador de Constantinopla, sostenedor de la Inquisición, resistente ante el esfuerzo el Pontífice Romano por controlar las prerrogativas del Patronato regio, conquistador de América, esclavista vergonzante, etc. En sentido inverso y correlativo cuántos modelos existen todavía de nosotros diacrónicos que bloquean la conciencia cristiana de franceses, ingleses, rusos, griegos, etc.

Por parte de la Iglesia Católica se va imponiendo un modo de ver las cosas en el que se pierde el miedo a la desidentificación con muchos aspectos, que ahora vemos no esenciales, de nuestro pasado.



El nosotros de la comunión eclesiástica


Me he referido a dos conceptos afines entre sí, pero no idénticos: "comunión" y "comunidad". La "comunión" se refiere a la relación personal entre el "yo" y el "tú". La "comunidad", en cambio, supera este esquema apuntando hacia una "sociedad", un "nosotros".[3]

Cristo mismo emplea en su diálogo con el Padre el nosotros y en este nosotros está incluido el Espíritu Santo. El nosotros puede ser pronunciado por uno solo refiriéndose intencionalmente a los restantes componentes de ese plural, nosotros. Puede ser pronunciado también por varios miembros de esa comunidad simultáneamente, incluyendo intencionalmente a los que en ese momento están callados. Por último, todos en un conjunto pueden decir a la vez nosotros.

La Iglesia es un misterio de comunión, es el sacramento de la comunión íntima de los hombres con la Trinidad y de los hombres entre sí. Hay algo personal irreducible que lleva a cada cristiano a decir: ”Padre, Tú y yo; Jesús, Tú y yo; Santo Espíritu, Tú y yo." También puede decir interiormente un cristiano: "Padre, Hijo y Espíritu Santo, vosotros Tres y yo". Nadie puede sustituir a nadie en ese trato personal con Dios[4] Pero hay otro nivel que lo estableció Cristo mismo: el nivel del nosotros cara a Dios Padre: "Cuando oréis, decid: “Padre nuestro". Cuando la Iglesia ora al Padre invoca el Nombre de su Hijo como título que abre las puertas al beneplácito divino. La conclusión completa de la oración cristiana al Padre es: por Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. También la Iglesia se dirige de modo directo a Jesús y al Espíritu Santo.

El nosotros orante responde a ese nivel al que Jesús quiso elevarnos en su plegaria sacerdotal de la última cena: que todos sean uno, como tú Padre en mí y yo en Ti, que todos sean uno como nosotros somos uno. El nosotros de la comunión orante en Cristo es una participación del nosotros intratrinitario.

En la intimidad del corazón, el cristiano vive también ese nosotros en una diversidad de niveles que es asombrosa. Siempre se sabe en presencia de la Trinidad y no como un extraño sino como un hijo.

¿Dónde situar el nosotros de Santa Teresa cuando comenta al Señor algunos incidentes de su vida cotidiana? Se refiere en uno de esos coloquios íntimos, narrados por ella misma, a un sacerdote que pretendía ganar para la causa de la reforma : " qué bueno, Señor, para amigo nuestro". Ella misma se avergüenza después al recordarlo, como un atrevimiento loco. Ese nuestro, posesivo plural, se refiere sin duda a un nosotros formado por Jesús y la Santa; tal vez, incluya también en ese nosotros a la pequeña comunidad de carmelitas reformadas. En todo caso se trata de un nosotros muy restringido y en el cual está incluido Jesucristo. Esta es la causa por la que se avergüenza después por su gran atrevimiento.

Desde luego, hay un nosotros exclusivamente intradivino, propio de las Divinas Personas. El Espíritu Santo introduce en ese divino nosotros a las almas, una a una, poniendo en los labios del corazón dos vocativos claros y distintos: Abba, Padre y Jesús, Señor.

El nosotros de la oración profunda , desemboca en un nosotros más amplio en el que se incluyan otros hermanos. E incluso hay un nosotros que se conjuga entre comunidades cristianas. Por ejemplo, cuando San Juan dice : "lo que hemos visto y oído os lo anunciamos también a vosotros, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros" [5] Hay innumerables ejemplos de ese diálogo fraterno entre nosotros y vosotros, entre comunidades cristianas. Casi todo el genero epistolar apostólico y, después el de los Padres Apostólicos, usa esa relación. En el mismo Evangelio Jesús establece una regla que no deja de asombrar: "Entonces Juan dijo: Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros. Y Jesús le dijo: No se lo prohibáis: pues el que no está contra vosotros, está con vosotros"[6] La lectura de la Neovulgata de Mc 9 pone en labios de Jesús esta afirmación: "Quien no está contra nosotros, con nosotros está". Aquí Jesús se incluye en el nosotros de la comunidad apostólica.

Hay también frases en el Nuevo Testamento que excluyen de modo dramático del seno del nosotros a otras personas o grupos; por ejemplo, dice San Juan: "Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Porque si hubieran sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que ninguno de ellos es de los nuestros"[7].

Hay una zona misteriosa en la que los hombres usamos de modo ambivalente o ambiguo un nosotros que no es propiamente cristiano. Por motivos muy variados nos podemos sentir identificados con otras personas o grupos (incluso de épocas distintas) sin que sea propiamente la Santísima Trinidad quien nos lleve a conjugar ese nosotros.

El nosotros de un tribalismo o un nacionalismo intenso puede ahogar o desplazar el nosotros cristiano de muchos corazones. Factores emocionales o pasionales pueden distorsionar gravemente la percepción espiritual de una pertenencia común a una misma realidad que tiene su fundamento en la Santísima Trinidad.

Los nosotros particulares en el nosotros de la Una Sancta

También se comprende que dentro de un nosotros común haya cabida para diversos niveles de mayor o menor cercanía al yo personal. La Iglesia viene usando desde el Vaticano II una expresión rica en matices: "comunidad de comunidades". Pienso que en la Carta Communionis notio esta noción alcanza su máxima extensión y profundidad cuando la misma Iglesia Universal es entendida como Comunión de Iglesias particulares, abriendo perspectivas muy sólidas para el diálogo ecuménico.

El modo de vivir la comunión entre sí de una familia cristiana en la que el espíritu sea fuerte es mucho más íntimo y próximo que en el caso de la parroquia, o una diócesis, por poner algunos ejemplos. Son nosotros no excluyentes sino inclusivos.

El Concilio Vaticano II ha puesto las bases doctrinales para que se pueda incorporar al modo de pensar habitual en los católicos una noción tan sencilla como ésta: la Iglesia somos todos. Quizá la figura de Pueblo de Dios sea la más adecuada para extender esa conciencia del nosotros a todos sus miembros. Incluso hay más: el Magisterio y la praxis pastoral de la Iglesia Católica en los últimos decenios buscar despertar un nosotros que abarca también a nuestros hermanos en Cristo cuyas Iglesias o Confesiones no está en plena comunión con la Comunión de Iglesias en torno a Roma que constituye propiamente la Iglesia Católica. Las raíces de ese nosotros cristiano son la misma Santísima Trinidad, Jesucristo y el bautismo. En el caso de las Iglesias Orientales lo común con los católicos incluye mucho más: la sucesión apostólica, la Eucaristía y los demás Sacramentos.

En el plano de los planteamientos las cosas parecen claras. Pero hay que ser realistas. El cambio que se está produciendo en el mundo es de tal envergadura que el estado interior de las mentes y las almas es confuso. Hay millones de seres humanos que se saben cristianos, malos cristianos, pero cristianos al fin y al cabo. Cuando oyen hablar de la Iglesia la entienden en el sentido mediático de la palabra: una sociología concreta de obispos, sacerdotes y religiosos más algunos elementos relativamente minoritarios. No hay una identificación interior entre sus propios yo y la Iglesia a la que ven objetivamente exterior a ellos, manteniendo una prudente distancia ante lo que se ignora Se manifiesta un respeto, incluso en muchos casos simpatía, pero ante lo que no se entiende se suspende el interés. Si quisiéramos interpretar esa realidad misteriosa de la Iglesia por los resultados de encuestas de tipo conductista o de sociología de creencias y prácticas podríamos caer en cierto pesimismo humano. No hay medida estadística ni empírica para conocer el grado de presencia de la Santísima Trinidad en las almas, ni el grado de efectivo señorío de Cristo Pantocrátor en este mundo. Tampoco conocemos el momento de la Historia en que nos encontramos. Hay una tensión escatológica en la fe y en la vida cristiana; esperamos con confianza de venida definitiva del Reino, pero no sabemos el punto exacto en que nos encontramos. Jesús no reveló "la hora", tan sólo su carácter sorprendente e inesperado a los ojos mundanos. Por tanto nada es previsible con certeza, salvo que el Espíritu Santo actúa de continuo en las conciencias de un modo inmediato, aunque se sirva de mediaciones institucionales y sacramentales. "El reino de Dios está dentro de vosotros" y lo que hay "dentro de nosotros" ¿quién lo sabe?

Las almas que están más íntimamente unidas al Dios Vivo son las más cercanas al resto de los hombres y las que en mayor medida cooperan en ese tejido invisible que la Trinidad teje entrelazando vidas y destinos con Cristo Muerto y Resucitado. La santidad y la oración hacen crecer un nosotros cristiano que no coincide necesariamente con perfiles sociológicos precisos. Hay una acción pastoral amplia y auténtica, dirigida por los pastores legítimos de la Iglesia; hay una articulación institucionalizada de catequesis, homilética y celebraciones litúrgicas; hay un esfuerzo organizado espléndido...pero, también, hay un universo, más amplio, que se nutre de la religiosidad popular, de iniciativas espontáneas, de almas simples y humildes. Todo esto coexiste con una secularización asfixiante . El Espíritu sopla donde quiere

¿nestorianismo ad extra y monofisismo ad intra?


Este mundo interior de la percepción personal de uno mismo y de los demás corresponde bastante a lo que Jesús llama "el ojo" . En la parábola de los trabajadores contratados a distintas horas por el dueño del campo, éste le echa en cara a uno de la "primera hora" que protesta ante un entendido agravio comparativo: "no puedo yo hacer de lo que tengo lo que quiero o, acaso, tu ojo ha de ser malo porque yo soy bueno." Hay ciertamente un modo de ver a los demás específicamente cristiano, que se da según un más y un menos de acuerdo con la psique individual pero también según el grado de santidad. ¿Cómo nos ve Jesucristo a cada uno? Esa es la referencia de nuestra objetividad deseable al mirar a los demás. Nada hay más real que nuestra presencia ante la mirada de Dios y en la medida en que estemos más "metidos" en Dios nuestra referencia interior a los demás se acercará más a la de Dios mismo. Paradójicamente mientras más desprendido está uno de sí mismo y más cerca de Dios, en esa medida estamos más cerca de los demás.

Lo que he calificado de monofisimo ad intra y de nestorianismo ad extra podría igualmente darse, de modo inverso, como monofisismo ad extra y nestorianismo ad intra. El hecho ocurre cuando percibimos a personas que nos están más cercanas en la comunión cristiana de modo distinto a como percibimos a otras personas también cristianas pero de otro grupo que nos resulte más lejano. No me refiero a la afinidad lógica que da el trato, el conocimiento personal, sino al modelo o a la óptica con la enfocamos a nuestra comunidad más cercana y a los que, fuera de ella están, sin embargo, en la misma comunión de la Iglesia. Me refiero al grado de presencia del Espíritu Santo (y con Él, del Padre y de Cristo) que atribuimos a determinadas personas según sean de "los nuestros" o no lo sean. Cuando Pablo VI y el Patriarca de Constantinopla Atenágoras decidieron levantar las excomuniones recíprocas entre Roma y Bizancio levantaron una pesada losa que ha separado durante casi mil años a las dos comunidades cristianas más numerosas de la historia. Es verdad que la Iglesia tal como Cristo la quiso subsiste en la Iglesia Católica pero también ella vive con la herida de la separación. Los términos en que se han expresado las excomuniones entre comunidades cristianas son reflejo dramático de ese desgarro de un nosotros usado por Jesús en la Última Cena: Ut omnes unum sint, sicut et nos unum sumus.

Eso forma parte de la Gran Historia, pero junto a ella, cuántas pequeñas historias de rupturas en la comunión intraeclesial. El nacionalismo excluyente, las pasiones políticas coyunturales, las guerras entre pueblos cristianos, la rabies theologica, las celotipias entre congregaciones religiosas, el celo amargo, las tensiones anteriores y posteriores a todas las medidas de cambio razonable en la disciplina eclesiástica, las disputas de "territorio" en la jurisdicción y en la pastoral...toda un reata de miserias humanas han llevado y pueden seguir llevando a un nosotros fragmentado y unas percepciones de lo nuestro bastante ajenas a la Santísima Trinidad

El trasfondo teológico de las revisiones históricas

El Papa está conduciendo a la Iglesia Católica por caminos de una profunda conversión personal y colectiva. La conversión es un don de Dios que da fruto si hay correspondencia. Ya es una gracia el deseo de conversión porque significar atisbar las zonas más oscuras del corazón y anhelar la luz. La conversión es la iluminación de lo que está en sombra, significa comprender algo de nuestra incoherencia con el Amor divino, es la experiencia del dolor por la ofensa a Dios y a los hermanos. Contrición viene del latín fragere, que significa romper. El corazón se rompe y llora por el bien perdido. Las lágrimas (que no tienen por qué ser corporales) son como el agua que purifica. Eso ya es gracia.

Lo que el Papa nos dice es mucho más fuerte de lo que a primera vista pensamos: "Aquí está, por tanto, una de las tareas de los cristianos encaminados hacia el Año 2000. La cercanía del final del segundo milenio anima a todos a un examen de conciencia y a oportunas iniciativas ecuménicas, de modo que ante el Gran Jubileo nos podamos presentar, si no del todo unidos, al menos mucho más próximos a superar las divisiones del segundo milenio. Es necesario al respecto -cada uno lo ve- un enorme esfuerzo. Hay que proseguir en el diálogo doctrinal, pero sobre todo esforzarse más en la oración ecuménica. Oración que se ha intensificado mucho después del Concilio, pero que debe aumentarse todavía comprometiendo cada vez mas los cristianos, en sintonía con la gran invocación de Cristo, antes de la Pasión: "que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros"(Ioh 17, 21).[8]

Todo cuanto hemos visto anteriormente acerca de la fragmentación del nosotros auténticamente cristiano constituye el máximo pecado porque se opone frontalmente a la voluntad de Cristo, a la caridad del Espíritu Santo, a la paternidad del Padre. En el examen de conciencia a que nos invita el Papa ocupa esta suerte de pecado el primer lugar por su gravedad: " Entre los pecados que exigen un mayor compromiso de penitencia y de conversión han de citarse ciertamente aquellos que han dañado la unidad querida por Dios para su Pueblo. A lo largo de los mil años que se están concluyendo, aún más que en el primer milenio, la comunión eclesial, « a veces no sin culpa de los hombres por ambas partes »,(17) ha conocido dolorosas laceraciones que contradicen abiertamente la voluntad de Cristo y son un escándalo para el mundo.(18) Desgraciadamente, estos pecados del pasado hacen sentir todavía su peso y permanecen como tentaciones del presente. Es necesario hacer enmienda, invocando con fuerza el perdón de Cristo.

En esta última etapa del milenio, la Iglesia debe dirigirse con una súplica más sentida al Espíritu Santo implorando de Él la gracia de la unidad de los cristianos. Es este un problema crucial para el testimonio evangélico en el mundo. Especialmente después del Concilio Vaticano II han sido muchas las iniciativas ecuménicas emprendidas con generosidad y empeño: se puede decir que toda la actividad de las Iglesias locales y de la Sede Apostólica ha asumido en estos años un carácter ecuménico. El Pontificio Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos ha sido uno de los principales centros animadores del proceso hacia la plena unidad.

Sin embargo, somos todos conscientes de que el logro de esta meta no puede ser sólo fruto de esfuerzos humanos, aun siendo éstos indispensables. La unidad, en definitiva, es un don del Espíritu Santo. A nosotros se nos pide secundar este don sin caer en ligerezas y reticencias al testimoniar la verdad, sino más bien actualizando generosamente las directrices trazadas por el Concilio y por los sucesivos documentos de la Santa Sede, apreciados también por muchos cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia católica.

Aquí está, por tanto, una de las tareas de los cristianos encaminados hacia el año 2000. La cercanía del final del segundo milenio anima a todos a un examen de conciencia y a oportunas iniciativas ecuménicas, de modo que ante el Gran Jubileo nos podamos presentar, si no del todo unidos, al menos mucho más próximos a superar las divisiones del segundo milenio. Es necesario al respecto —cada uno lo ve— un enorme esfuerzo. Hay que proseguir en el diálogo doctrinal, pero sobre todo esforzarse más en la oración ecuménica. Oración que se ha intensificado mucho después del Concilio, pero que debe aumentarse todavía comprometiendo cada vez más a los cristianos, en sintonía con la gran invocación de Cristo, antes de la pasión: « que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros » (Jn 17, 21).[9]
 



[1] Qu. disp. de veritate-2, q.29,a.4, ra 17

[2]Juan Pablo II: Enc.Ut unum sint, n. 94.

[3] Juan Pablo II: Carta a las familias, n.

[4] A esa intimidad llamaba el Beato Josemaría "salir del anomimato" en la oración.

[5] 1 Jn 1, 3

[6] Jn 9, 39-40

[7] 1 Jn 2, 19

[8] Juan Pablo II: Tertio millenio adveniente, n. 34

[9] Juan Pablo II: Tertio millenio adveniente, n.3