Vivir la espiritualidad en el día a día

A la brisa del Espíritu, brújula para navegantes

Pepe Laguna

 

 “Ellos se fatigaban remando, pues el viento les era contrario” (Mc 6,48)

Al principio de los tiempos el aliento de Dios aleteaba sobre las aguas (Gn 1,2). Ese mismo Espíritu de Yahvé, en forma de nube durante el día y columna de fuego por la noche, guió al pueblo elegido en su peregrinar por el desierto hacia la tierra prometida (Éx 13, 20ss). Jueces y profetas fueron seducidos por la fuerza del Espíritu anunciando con sus actos y palabras las entrañas de misericordia y justicia de Dios mismo (Je 20, 7-9). Jesús se vio arrastrado por el Espíritu al desierto de las tentaciones y a liberar cautivos, oprimidos, ciegos (Lc 4, 1ss). En Pentecostés, hombres y mujeres hasta entonces temerosos por miedo a los judíos (Jn 20,19) anuncian con una libertad peligrosa la Buena Noticia de un Dios hecho pobre hombre (Hch 2, 1ss).

            La Biblia es el diario de a bordo donde hombres y mujeres curtidos en tormentas, oleajes y mareas, dan fe de la presencia del Espíritu en la historia[1]. Nosotros queremos asomarnos a ese armario de bitácora, buscando brújulas, sextantes y mapas que nos ayuden a orientar las velas de nuestra vida cotidiana para bogar a la brisa del Espíritu. 

 

Costas, amarras y anclas

El Espíritu es excéntrico. Su soplo nos hace salir de nuestros centramientos narcisistas hacia desiertos y mares inhóspitos, para encontrarnos con el “Otro” en la relación con tantos “otros” condenados a la “letra pequeña” del libro de una sociedad opulenta y marginalizadora. 

        “Desierto”, “mar”, “amarras”, no son metáforas para referirse a experiencias individuales de luchas y vaciamientos interiores desenraizados de la realidad -¡cuánto nos han des-orientado los mapas dibujados por espiritualistas de tierra adentro!-. Hoy como ayer, el espíritu sopla hacia los márgenes de la ciudad, hacia los excluidos, seres de “categoría inferior”, sobre los que la sociedad del bienestar construye su “progreso”. Sólo en ese encuentro se perciben los gritos del sufrimiento (Ex 1,23)  y se ora con los gemidos del  Espíritu (Rom 8, 26ss). Sólo en esa encrucijada histórica, cobran sentido el combate espiritual con la complicidad personal, y una lucha contra los demonios exteriores encarnados en leyes, instituciones y personas[2].

No es nada fácil abandonar la seguridad de las costas que nos hemos ido construyendo por más Tierra Prometida que se  anuncie en el horizonte. Seduce más el olor de las ollas del faraón que la promesa de un maná incierto (Ex 16,3)

            El miedo a la libertad prometida siempre encuentra razones para aplazar la salida. Siempre habrá algún muerto que enterrar, algún campo que cultivar o algún banquete al que asistir antes de poner un pie fuera de nuestras seguridades (Lc 9,57-62).

Ni las canas de Abraham (Gn 12,4), ni la niñez de David (1 Sam 16, 11), ni la esterilidad de Sara e Isabel (Gn 18,12: Lc 1,36); , ni la virginidad de María (Lc 1,34) sirven de excusa; el cuaderno de a bordo es categórico,  todos los hombres y mujeres de espíritu han abandonado tierra firme.  A la Tierra que mana leche y miel sólo se llega atravesando el desierto, la Salvación acontece fuera de las murallas de la ciudad al lado de los excluidos.

El Espíritu nos libera de nuestras dinámicas posesivas que echan amarras en las bollas-ídolo del tener, aparentar y poseer. Las mismas tentaciones que intentaron anclar a Jesús a la eficacia de un mesianismo mágico y poderoso (Lc 4, 1ss).

 

 Templos y cometas 

Es duro admitir que las más de las veces andamos costeando la experiencia del Espíritu; que estamos demasiado ocupados en llenar nuestros graneros, con la preocupación de qué vamos a comer y vestir Lc 12,13-34) , procurando ascender en la vida laboral y social para sentarnos en los primeros puestos de la sociedad (Mt 22, 1ss).

            Y suplimos nuestra falta de valor construyendo templos de altas torres desde las que otear el horizonte allá a lo lejos, almenaras donde la brisa del Espíritu apenas llega a rozarnos. Y nos aferramos a mapas y ritos que intentan atrapar en repeticiones cansinas a un Dios que vuela libre en Espíritu y Verdad (Jn 4, 24).

            Nuestras Iglesias no huelen a sudor y salitre, ya nadie nos toma por borrachos (Hch 2,13). No nos reunimos en comunidad alrededor del Maestro, sucios y cansados de tanto bregar, para oír de su boca que hay demonios que sólo se van con mucha oración (Mc 9, 29)

            Preferimos jugar como veletas amarradas a tierra, que levar el ancla y lanzarnos en velero. A lo más, nos emocionaremos leyendo juntos los mensajes de las botellas que de tarde en tarde aparecen en nuestras costas; en una lectura que acaba confundiendo el estudio de ajados pergaminos con el espejismo de un viaje no realizado. Los viajes en alta mar –diremos para tranquilizar nuestra conciencia- sólo son para hombres y mujeres escogidos, ¡como si la experiencia del Espíritu no fuera para todo bautizado! (Hch 2,38)

 

 Otra forma de justificar los miedos que nos impiden abandonar nuestros puertos es neutralizar el quemazón continuo del Espíritu (Jer 20, 9) con el bálsamo de la ironía y un aparente sentido común: pájaros y flores despreocupados, zorras sin madriguera, aguas que brotan de rocas y costados, tierras de leche y miel, mares que se abren en dos, no son más que poesía inútil. Palabras que no ayudan a llegar a fin de mes, a pagar las letras del piso o el colegio de los niños. Y a fuerza de matar la utopía acabaremos por institucionalizar el lenguaje y argumentos de una “razón técnica” intrínsecamente conservadora y prácticamente inmune a los problemas de la justicia y de la compasión[3]. Al ridiculizar la voz del profeta, matamos la promesa que anuncia; apagamos el don del Espíritu (1 Tes 5, 19)

            Y si a pesar del ruido con que amordazamos la llamada del Espíritu, éste no nos dejara dormir tranquilos (1 Samuel 3ss), siempre podremos acudir a Juan el Bautista a bautizarnos sólo con agua, con la esperanza de quedar justificados en una pagana ética de mínimos: ¿Qué tenemos que hacer? No hagáis violencia a nadie ni saquéis dinero; conformaos con vuestra paga (Lc 3,14); no sea que al acercarnos a Aquel que bautiza con Espíritu y Fuego, se rompa en pedazos la tibieza de nuestra honradez y nos remita inexorablemente al encuentro con el prójimo más necesitado: “Todo eso lo cumplí desde la juventud”.

Jesús, al oírlo, le dijo: “Te queda una cosa: vende todo lo que tienes y distribúyelo entro los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; y vuelve aquí y sígueme.

            El, al oír esto, se puso muy triste, pues era muy rico” (Lc 18,21-23)

 

 Trasatlánticos y navegaciones virtuales

Al desierto se sale con lo justo. Ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero (Lc 9,3). El cuaderno de bitácora es claro: sólo compartiendo se puede atravesar el desierto y llegar a la Tierra Prometida. No hay otros caminos. El maná que se acumula se pudre (Ex 16, 19). Cinco panes y dos peces compartidos pueden saciar a más de cinco mil hombres, mujeres y niño (Mt 1417-19).  

            Dar la túnica, acompañar dos leguas al que pide sólo una, compartir  comida con el hambriento, presencia con el preso, hogar con el transeúnte, salud con el enfermo, impotencia con el débil (Mt, 25, 31-46 ), es el único equipaje del peregrino.

            Desde el trasatlántico no se hacen compañeros/as de camino, no se comparte la vida, no se crean relaciones. Desde el trasatlántico se da limosna, se hace caridad, se planifican asépticas acciones sociales. Desde el trasatlántico no se ven las pateras.

            Aunque el trasatlántico navegue por alta mar, no lo hace empujado por el viento del Espíritu sino confiado en sus potentes motores. Cuántas ONG’S-trasatlánticas proponen cruceros solidarios a voluntarios-turistas que profanan la tierra sagrada del sufrimiento ajeno. Cuántos “especialistas de lo social” saltan al abordaje y saqueo de vidas rotas, amurallados tras mesas de despacho que los  protegen del riesgo del encuentro con el otro.

            El navegante del Espíritu sabe que el Misterio de Dios se teje con las hebras del dolor, la pobreza y la marginación, por eso se descalza antes de entrar en la chabola, el hospital o la cárcel (Ex 3,5).  El navegante del espíritu no renuncia a las eficacias de las planificaciones ni a los análisis de las causas estructurales que generan exclusión, pero sabe que a la tierra de la Justicia sólo se llega por el camino de la compasión y la contemplación. ¿Cómo ir a casa a descansar cuando el pueblo duerme a la intemperie? (2Sam 11).

            Piratas de medio pelo, pastores blasfemos (Lc 2,8), publicanos arribistas (Lc 5,27), prostitutas, adúlteras (Jn 8,1ss) leprosos, enfermos de SIDA, toxicómanos son compañeros de viaje. Necios, débiles, despreciados, son los elegidos por Dios para descifrar los meridianos que conducen a la Salvación (1 Cor 26-31)

            Desde la paz artificial del trasatlántico se escriben historias románticas de piratas honrados, prostitutas arrepentidas y ladrones solidarios. La realidad es mucho más prosaica, el marinero que come de menú en la taberna del puerto comparte mesa con el amor apasionado de María Magdalena (Jn 20,16-17), la amistad de Juan (Jn21,20), la ambición de los Zebedeos (Mt 20,20ss), las contradicciones de Pedro (Mt 26, 69ss), el corazón paciente de María (Lc 2, 50)  o la traición de Judas (Lc 22,48). Apostar por la relación con hombres y mujeres con la desmesura de Dios mismo, supone mancharse los pies con el barro de lo humano, con sus grandezas y miserias.

            Sólo se sirve desde la relación, “de sanador herido a sanador herido”. Cualquier otra forma de “ayuda” es mentira o poder. La solidaridad virtual, tan de moda en esta época, que pretende resolver problemas con un clic de ratón es falsa porque niega el encuentro personal.

 

 Vigías, grumetes, patrones

 Apóstoles, profetas, maestros, milagros, dones de curar, de asistencia, de gobierno, de diversas lenguas son dones del Espíritu Santo para el servicio y el bien común (1 Cor 12,28ss).

            Ya el marinero Pablo nos avisa: ni todos patrones, ni todos vigías ni todos grumetes. (1 Cor 12,29). Sólo si cada uno ejerce la vocación a la que ha sido llamado/a, el barco de la Iglesia navegará rumbo al Espíritu.

            Las amarras del poder alentarán motines a bordo en los que vigías, grumetes y timoneles querrán arrebatar el mando al patrón.

            El barco encallará una y otra vez cada vez que el patrón, seducido por el brillo de sus galones, olvide que su vocación es un regalo del Espíritu para el servicio de la comunidad, que es don para administrar y no para atesorar.

            La embarcación dará vueltas en círculo cuando por falta de discernimiento se condene al vigía al cuarto de máquinas, y su vista afinada para otear el horizonte acabe agostada a la luz del candil. Cuántos profetas condenados a galeras en los vientres de pesadas embarcaciones. Instituciones más preocupadas por mantener el rumbo –hoy errante- que marcaron sus mayores, que en arrojar el lastre de sus servidumbres y ponerse rumbo al Espíritu.

            La barca de la Iglesia naufragará en la calma chicha de mares muertos si no es capaz de desatar rancios nudos marineros que impiden izar las velas de lo femenino, de la sexualidad gozosa, de la riqueza de lo diferente, de la inculturación. Velas que, de izarse, se hincharían con el viento de los signos de los tiempos.

 

 Cantos de sirena

En las casas de los pescadores, alrededor de la chimenea, los viejos  cuentan leyendas de marineros seducidos por cantos de sirena, que nunca regresaron a la costas de sus desconsoladas Penélopes.

            Los espejismos del desierto, las sirenas en alta mar, la borrachera de espíritu, invitan a plantar la tienda (Mc 9,5ss), a lanzarse suicidamente por la borda, o a desertar de las responsabilidades cotidianas. Se echa el ancla en alta mar con la ilusión de haber llegado ya a puerto.

            En el cuaderno de bitácora se narra la historia de dos ciudades portuarias: Tesalónica y Corintio, cuyos habitantes quedaron hechizados por cantos de sirena. La primera encalló en el oasis imaginario de una parusia ya presente (“el día del Señor” (parusia) “esta ya ahí” 2 Tes, 2, 1-3; 3,6.11-12), y desde el estado febril de un mundo llegado a su plenitud, ¿para qué trabajar?, ¿para qué hacer nada? (2 Tes 3,6ss). Los Corintios, por su parte, andaban borrachos de espíritu, fascinados por los carismas más llamativos como la glossolalia (hablar extático en lenguas) 1 Cor 12,1-14,40. Frente a estos espiritualismos narcisistas y desencarnados de la historia, el apóstol Pablo dará un golpe de timón  recordando que el Espíritu del Resucitado pasa necesariamente por la cruz histórica del compromiso con los más necesitados (1Cor 2,2), y que el discernimiento de los dones del Espíritu se hace desde los criterios de la caridad y el servicio a la comunidad 1 Cor13,1; 14,-912).

            Nuestros tiempos postmodernos ávidos de experiencias interiores sensibles no andan muy lejos de las tentaciones que acabamos de ver[4]. Hoy más que nunca,  la Iglesia necesita profetas que nos prevengan de cantos de sirena que nos alejan del horizonte del encuentro con  los hermanos más necesitados y nos amarran a  metástasis eclesializantes que identifican Iglesia con Reino de Dios.

 

De tormentas y oleajes

Romper amarras interiores, caminar al lado de los más pobres, hacer fructificar los carismas recibidos, es un viaje gozoso pero no siempre fácil. El don del Espíritu es gratuito pero no superfluo. Místicos y místicas, marineros curtidos al sol de mil tormentas, nos hablan de noches oscuras, desolaciones, de un Dios que se esconde tras el eclipse de un silencio aterrador.

            El camino espiritual no es un juego de niños. Aunque sabemos que  el yugo es ligero y que junto al maestro podemos descansar nuestras fatigas (Mt 28,30), hay ocasiones en las que se sale al desierto a pelear con Dios, aún a riesgo de quedar heridos en el talón (Gn 32,28). En noches cerradas hay tormentas que amenazan con hundir la cáscara de nuez de nuestras vidas: olas de dolor sin sentido, de muertes prematuras, de sufrimiento “injusto”, de naufragios vitales. Momentos en los que la maldición y la blasfemia se pelean por asomarse a nuestra boca. Pendientes que empujan a la Promesa hasta el abismo de la desesperanza, allí donde las espinas de la historia resecan los surcos en los que nosotros plantamos semillas de vida (Lc 8, 4-8).

Si no hemos vivido la angustia de tener que achicar agua porque la barca se nos iba a pique; si en las bodegas de nuestra vida nunca hemos descubierto polizones que nos hicieron replantearnos nuestros rumbos; si no nos hemos acercado al pozo de Samaria para beber del agua dulce del maestro (Jn 4, 12); tenemos que sospechar que no estamos haciendo el viaje el Espíritu. Lo más seguro es que andemos navegando en cruceros de placer o, quizás, nunca hayamos abandonado las costas de nuestras seguridades.

 

La luna y sus mareas

La luna de la marginación hace crecer las mareas de la injusticia donde naufragan los polizones de la vida. 

            Lunas negras que arrastran barcos fantasmas cargados de niños esclavos, mujeres obligadas a prostituirse para pagar un viaje a ninguna parte, parados de larga duración arrojados por la borda de empresas que siguen aumentando sus  beneficios económicos, mafias que cobran precios de primera clase por arrojar pateras a la deriva... No podemos quedarnos quietos mirando al cielo (Hch 1,11). Hacen falta marineros que se lancen al abordaje de barcos fantasmas, al rescate de náufragos. Hacen falta hombres y mujeres de espíritu capaces de navegar rumbo al puerto de una Humanidad Nueva.

            No hay tiempo que perder, en el camino no estaremos solos, el Señor nos acompañará abriéndonos los ojos para interpretar la Palabra, alimentándonos con el Pan de la Vida (Lc 24, 35-45; Jn 6, 35), calmando tempestades (Mt 8,23).Las estrellas de tantos marineros que nos precedieron en el camino de la fe conforman constelaciones que nos orientarán en la travesía.

Es hora de levar el ancla y echarse a la mar...


 PARA EL DIÁLOGO

Costas, amarras y anclas

            ¿Qué amarras (personales, sociales, laborales, etc.) te impiden viajar hacia el prójimo más necesitado?

Templos y cometas

            ¿Vives en una confortable ética de mínimos o en un Espíritu de máximos?

Trasatlánticos y navegaciones virtuales

            ¿La utopía es un horizonte que nos hace avanzar o poesía consoladora?

Vigías, grumetes, patrones

¿Tienes conciencia agradecida de tus carismas?

¿Los pones al servicio de la comunidad?

¿Qué carismas eclesiales descubres en nuestro momento actual?

Cantos de sirena

            ¿Crees que hoy en día existe el peligro de caer en espiritualismos desencarnados?

De tormentas y oleajes

            ¿Has pasado por “noches oscuras?, ¿qué o quién te ayudó a atravesarlas?

La luna y sus mareas

            ¿Tu oración incluye como contenido prioritario la suerte de los más desfavorecidos?

            ¿De qué fuentes sacias tu sed?


[1] Cfr. Dolores Aleixandre, Compañeros en el camino, Iconos bíblicos para un itinerario de oración, Sal Terrae, Santander 1995, pág. 7: “Todo cambia cuando, en vez de leerla (la Biblia) como espectadores, comenzamos a dialogar con sus personajes, a entrar en el guión y la banda sonora de sus experiencias, a sentirnos como ellos actores y protagonistas, a darnos cuenta de que todos esos hombres y mujeres de las narraciones bíblicas vienen a nuestro encuentro para acompañarnos en nuestro itinerario creyente”.

[2] Benjamín González Buelta, Bajar al encuentro de Dios, Vida de oración entre los pobres, Sal Terrae 1988, p.13.

[3] Cfr. Walter Brueggemann, La imaginación profética, Sal Terrae, Santander 1983, pág. 35.  “Se trata tan sólo de un poema, y podríamos decir con toda razón que el cantar un cántico no transforma la realidad. Sin embargo, no debemos afirmar esto con demasiada convicción. La evocación de una realidad alternativa consiste, al menos en parte, en la lucha por el lenguaje y la legitimación de una nueva retórica. El lenguaje del imperio es, indudablemente, el lenguaje de la realidad manejada, de la producción, del horario y el mercado. Pero ese lenguaje nunca permitirá ni originará la libertad, porque no hay en él novedad alguna. La doxología es el desafío último al lenguaje de la realidad manipulada, y sólo ella constituye el “universo de discurso” en el que es posible el dinamismo, la energía.” Pág. 29.

[4] Cf. Pepe Laguna, ¿Y si Dios no fuera Perfecto?, Hacia una espiritualidad simpática, Cristianisme i Justicia, Barcelona, cuaderno 102, octubre 2000.