Mujeres en la Iglesia

 

            Las palabras de reconocimiento y admiración que Juan Pablo II consignó en su Carta a las Mujeres, al hablar de la importancia de las mujeres para la sociedad y en especial para la Iglesia, fueron recibidas con tono positivo por los medios de comunicación. Con todo, no pocos comentaristas tuvieron la impresión de que las aseveraciones de esta carta eran incompatibles con la praxis de la no ordenación de mujeres, confirmada por el Magisterio en la Ordinatio Sacerdotalis, y con la afirmación de que "la Iglesia no tiene autoridad alguna para conferir a mujeres la ordenación sacerdotal" (OS 4). Algunos creen percibir, tras la Carta a las Mujeres, el intento de suavizar la posición eclesiástica como reacción a la demoledora crítica con la que la opinión pública europea y norteamericana respondió a esa decisión del Magisterio.

            La Ordinatio Sacerdotalis parecía confirmar algunos lugares comunes sobre la supuesta misoginia de la Iglesia católica. Para personas que no estaban en el meollo de la cuestión, la no admisión de mujeres "a puestos dirigentes" corroboraba el prejuicio sobre el inveterado conservadurismo de la religión y, principalmente, de la Iglesia católica, que por pura obstinación se negaba a tender hacia una sociedad moderna, democrática, paritaria y emancipada. En línea con esa estimación, también muchos cristianos comprometidos ven, en la "no admisión de mujeres al sacramento del orden" y en otras posturas dogmáticas, disciplinares y teológico-morales, la causa principal por la que muchas personas de dentro y de fuera de la Iglesia le dan la espalda. El "obstruccionismo a las reformas" impide una nueva primavera, afirman. Pero preguntamos: ¿De verdad cabría esperar de la eliminación de estos puntos de fricción un florecimiento de la fe en Cristo crucificado? (1 Cor 1, 23).

            Parece que el llamado "plebiscito eclesial", celebrado en los países de lengua alemana entre 1996 y 1997, tuvo que ver con esa esperanza. Un tema capital dentro de la crítica a la indisolubilidad del matrimonio y al enmarque estricto de la sexualidad en la comunidad personal de hombre y mujer en el matrimonio, junto con la abolición del celibato sacerdotal, fue la exigencia de que se permitiera a las mujeres acceder a todos los ministerios; más concretamente, al sacramento del orden. Algunas de esas exigencias tocan cuestiones de fe; por ejemplo la concepción sacramental de la Iglesia. Pero también está en juego la cuestión teórica acerca de cuáles son las bases en las que se asienta el Credo de la Iglesia y de cuál es la instancia interpretativa por la que se rige su conciencia de fe.

            Todo observador atento puede percibir, al menos en algunos países de Europa occidental, una especie de cisma eclesial mental que, en las actuales constelaciones sociopolíticas, podría llevar a una división visible. Precisamente en el tema "mujeres en la Iglesia", es patente un "estado de ánimo" resentido que ofrece muy pocas oportunidades para establecer un diálogo franco y una argumentación objetiva. Quien sostenga una tesis contrapuesta difícilmente podrá contar con que se le escuche, y menos aún con el hecho de que se considere que sus argumentos son sostenibles moral e intelectualmente.


Sacerdocio ministerial y sacerdocio común

            La delicada temática empalma con la no menos fundamental discusión sobre la valoración eclesiológica del sacerdocio ministerial. En realidad se trata de la coordinación del sacerdocio común de todos los fieles con los servicios del obispo, del presbítero y del diácono (LG 10), basados en el sacramento del orden. Específicamente, se trata del lugar eclesiológico de los laicos en un ministerio eclesial en la pastoral, en la predicación y en la diaconía (LG 33). Para el Concilio Vaticano II, fue determinante una visión amplia de la Iglesia como communio. Pero parece que no se ha tomado nota suficientemente de la concepción del Concilio acerca de la Iglesia, que arranca de la visión bíblico-patrística. En vez de la recíproca coordinación interna de los servicios, ministerios y carismas específicos dentro de la común participación en el servicio profético, sacerdotal y pastoral de Jesucristo, cabe percibir de nuevo una estrategia de conflicto que se caracteriza por la lucha para copar "los primeros puestos".

            Las discusiones sobre la Cooperación de los laicos en el Servicio Sacerdotal (15 agosto 1997) revelaron de nuevo con claridad que, bajo el único techo organizativo de la Iglesia católica, cohabitan hoy dos eclesiologías que parecen ya incompatibles entre sí. ¿Cristalizan, al igual que en las Iglesias anglicanas, una ala jerárquica y otra más protestante con un concepto más bien funcional del ministerio? ¿Acaso una Iglesia ministerial episcopal entra en una permanente lucha competitiva con una laical Iglesia de base? En cuanto a la reacción a la Ordinatio Sacerdotalis, ha cristalizado (al menos en el plano de los medios de masas y de la opinión pública) un estereotipado modelo de valoración de los documentos del Magisterio. Bajo el epígrafe "democratización de la Iglesia", parece que también algunas cuestiones de fe se han convertido en objeto de decisiones por mayoría. La idea (teológicamente correcta) de que nosotros somos la comunidad de los que creen en Cristo y formamos así su Iglesia parece haber cedido su puesto a la opinión de que la Iglesia es propiedad nuestra y de que su Credo, como si de un programa de partido se tratase, debe ser aprobado siempre de nuevo por asambleas de delegados tomando como pauta su grado de atracción para los electores.

            Algunos teólogos profesionales han sometido ciertos documentos doctrinales eclesiásticos a una prueba para determinar su solidez teológica. Para ello, han tomado su propia medida subjetiva de plausibilidad como límite último de lo que el Magisterio puede decir. Con esta subordinación de la tradición eclesiástica y del Magisterio a diseños teológicos privados, se pone de nuevo en tela de juicio la concepción básica de revelación y su actualización en la fe de la Iglesia. ¿Qué relación existe entre la autoridad doctrinal de los obispos y la interpretación teológica de la Sagrada Escritura y de la tradición de fe por teólogos individuales?

            Es obvio que aquí ni alternativas autoritarias o de base democrática de una Iglesia de arriba o de abajo ni resentidas clasificaciones de temas y personas, y ni siquiera la clasificación en conservador o progresista, pueden contrarrestar un cisma mental que ya existe. No se trata de saber quién tiene razón o se hace con ella al final del tira y afloja, sino de conocer lo que contiene la revelación, a la que el hombre se abre y se somete en la fe por la fuerza del Espíritu de Dios. Aquí puede servir de orientación la doctrina teológica del conocimiento tal como se desarrolló ya en el siglo II (en la discusión con la apropiación gnóstica de temas cristianos) mediante el diseño del principio apostólico de la Escritura, de la tradición y de la sucesión, y tal como ha sido formulada de modo auténtico en la constitución dogmática Dei Verbum por el concilio Vaticano II como representación fundamental de la captación y transmisión de la revelación del Dios Trino en Cristo Jesús. Precisamente sobre esa base, será de nuevo posible y provechoso un diálogo sobre las cuestiones candentes de nuestros días. Una búsqueda de la verdad, orientada por la objetividad y la confianza en la seriedad de todos los participantes en el diálogo, es capaz de prevenir la ruptura de la comunión eclesial.

            Sin duda, la problemática femenina en la Iglesia de hoy no puede reclamar la misma energía y atención que la cuestión de si los hombres pueden creer en la existencia, presencia y encarnación de Dios. Todas las discusiones sobre el sacramento del orden y su receptor válido se demostrarían fútiles si la creencia en Cristo Jesús no pudiera ser trasmitida a las generaciones futuras de un modo tan creíble y atractivo como para que los hombres, tanto en la vida como en la muerte, pongan sus esperanzas sólo en Él. Pero dentro de la cuestión de Dios y de la crisis de fe, es una tarea teológica y antropológica actual la de dar con una formulación básicamente nueva acerca de la condición eclesial de las mujeres, de su aportación general y específica a la edificación de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo. De ahí hay que extraer consecuencias para la formulación concreta de la vida eclesial poniendo la mirada en la crisis de la creencia en Dios. Para ello hay que captar sin prejuicios el contexto totalmente nuevo de la civilización mundial tecno-industrial, así como el concepto que hombres y mujeres tienen de sí precisamente en su relación recíproca.

            Las aseveraciones sobre la antropología del hombre y de la mujer, tal como han sido enfatizadas en Mulieris Dignitatem, texto sobre la Iglesia y los sacramentos y en especial sobre el orden y el matrimonio, esperan que se les interrogue sobre su fundamental afirmación dogmática y que se las inculturice de modo creativo tanto en el actual mundo occidental como en otras tradiciones.

            A esto debe acompañar una crítica de los arquetipos ideológicos de una imagen del hombre que se ha imbricado en la civilización moderna, que se asienta en la autocreación, autorrealización y autoglorificación y que es incompatible con la concepción cristiana del hombre en su relación con Dios, Creador y Consumador del hombre. La aceptación de la condición de criatura y escuchar el Evangelio para los pobres resultan ser un potencial inagotable para la humanización y la liberación del hombre. Eso supera toda imagen del hombre que no sea capaz de señalar otras metas que las de la autoafirmación, la capacidad de imponerse, el afán de figurar y el hedonismo. Si la Iglesia reconsidera críticamente su seguimiento de Cristo (exitoso, pero también deficiente), no se orientará por antropologías materialistas o por interpretaciones inmanentes del mundo, sino por lo esencial de su imagen del hombre, enraizada en la autorrevelación de Dios.


El ideal de la igualdad

            La fe cristiana parte de la gozosa idea de que el hombre no puede hacerse a sí mismo ni tiene que liberarse. Con su condición de criatura, el hombre se acepta en la determinación sexual de su cuerpo y de la consiguiente ordenación dada a la comunión humana en las formas básicas de la vida individual y comunitaria. En la determinación de la relación sexual, no funciona como directriz un ideal abstracto de igualdad (más allá de lo corporal) ni el reduccionismo de un sexo al otro. La teología cristiana está capacitada para ver el origen igual de la unidad del hombre y la distinción en ambos sexos; y puede considerar todo eso, en último término, una participación de la bondad de Dios que se comunica en la creación y que se muestra como fundamento óntico de la existencia creatural y de la libre responsabilidad. Ser hombre como criatura significa que el hombre y la mujer, precisamente en su diferencia, disponen de una personalidad autónoma respecto de los semejantes y de Dios. En su referencia recíproca no se restringen, sino que sólo así pueden realizar plenamente, en una relación recíproca, su condición de persona. Precisamente en la reciprocidad de la relación y de la personalidad, se manifiesta la semejanza del hombre con Dios.

            Es contraria a todo enjuiciamiento histórico responsable la pretensión de querer medir la mentalidad y las acciones de hombres de épocas muy lejanas con los arquetipos de hoy y con las posibilidades de presencia de mujeres en la vida pública de una sociedad industrial e informática, en vez de utilizar el contexto global (siempre cargado de tensiones y con frecuencia contradictorio) de una época o región cultural. A la luz de un enjuiciamiento histórico-crítico, resultan ser construcciones ideológicas los intentos de anotar en el debe del Dios de la Biblia, supuestamente patriarcal y autoritario, o de la concepción androcéntrica del hombre de la tradición judeocristiana, condiciones estructurales e individuales de la vida como mujer en la comunidad de fe cristiana y en sociedades de cuño cristiano (en las postrimerías de la Antigüedad romana y en la Edad Media occidental hasta el siglo XVII). Nosotros, midiéndolas con el ideal actual de la igualdad de derechos profesionales y de la autodeterminación jurídica de las mujeres (y de los hombres), consideramos esas sociedades una desventaja. Aquí no se utiliza la historia como magistra vitae, sino que se abusa de ella empleándola como arsenal para la confrontación ideológica de hoy. No se pretende aprender de la historia, sino desacreditar moralmente al adversario.

            Una ideología de la historia necesita sus instituciones, acontecimientos y personas para poder convertirlos en responsables únicos de todo el lamento del mundo y para que sirvan como tubo de escape de la rabia de aquellos que, con frecuencia, hacen oídos sordos al desafío ético de su tiempo. Son rituales de ira provocada que sirven para sellar la boca del adversario. Parece que, echando mano de un instrumental afincado más bien en la ciencia del pueblo, se puede culpar fácilmente de todas las agresiones, frustraciones y neurosis a la relación (supuestamente) trastornada de los Padres de la Iglesia con la sexualidad y con las mujeres.

            En una parte de la literatura feminista, una palmariamente errónea interpretación de expresiones de la Biblia y del Magisterio sobre Dios, la creación, la gracia, el pecado, la Iglesia, el matrimonio, la sexualidad y otras realidades se debe a que se las interpreta menos con categorías teológicas que con la tesis marxista de la historia, según la cual todas las ideas son sólo el producto de luchas de clases y de grupos por el poder. También el psicoanálisis freudiano (en su forma vulgar) es ciego a la hora de comprender la antropología cristiana basada en la fe en Dios. Esta corriente sostiene que la religión, los contenidos y la práctica de la fe se basan en proyecciones de unos deseos y en neurosis sexuales. Es sencillo constatar (dicen) que, detrás de cada enseñanza de la Iglesia y de una actividad misionera o pastoral, se esconden sólo estrategias guiadas por el interés de consolidar un poder propio o para blindar a los dominantes frente a los temores al pueblo.

            En cambio, a un pensamiento teológico referido a la existencia y revelación de Dios, no le pasa por alto la desafortunada visión (difundida en la literatura especializada) que, echando mano de las palabras de castigo bíblicas dirigidas a Eva, de la prohibición paulina de que enseñen las mujeres, de la imagen de un Dios machista y violento y del mandato de que la mujer se someta al marido, convierte a las mujeres en culpables principales del pecado y de la miseria de la humanidad, lo cual sataniza a las propias mujeres, lo femenino y la sexualidad, y contradice el hecho de que el pecado original no brotó de una tentación sexual, sino de que Adán y Eva quisieron ser como Dios. Sería interesante ver cómo tal visión peyorativa de la historia pasa por alto el hecho de que ya Ireneo de Lyón considera a María, por su fe, como la nueva Eva, "causa de la salvación del género humano" (Raer. 111, 22,4; Agustín, Serm. 51,2). También es digno de consideración para la historiografía el hecho de que los contemporáneos paganos se mofasen de los primitivos cristianos porque en éstos las mujeres estaban en pie de igualdad con los hombres y contribuían en buena medida a acuñar el fenotipo demográfico y espiritual de la Iglesia.


Iglesia de mujeres y hombres

            Es del todo ideal la idea de que los varones, desde los albores de la especie humana, se habrían conjurado para dominar y oprimir al género femenino. Tal conjura habría sido absolutamente inviable porque todos los hombres nacen de mujeres, en su infancia reciben de sus madres todo lo que constituye lo humano y, como adultos, no quieren ni pueden crear una sociedad sin mujeres. La Iglesia ha constado siempre de hombres y de mujeres. También el monje y el sacerdote célibe tienen una madre y hermanas, conocen chicas desde la infancia y la adolescencia y, por sus luchas para ser fieles a su vocación, saben lo que la mujer significa para el hombre precisamente desde la renuncia al matrimonio y a formar una familia. En la predicación y en la pastoral, están en contacto con mujeres a las que tienen que respetar como hermanas o madres (1 Tim 5,2). Se preocupan de la dicha de los matrimonios y de las familias, y los acompañan en su caminar aportando su solicitud y ayuda. En su espiritualidad, ellos toman como norte también a santas, mártires, fundadoras de familias religiosas y doctoras de la Iglesia, y conocen la importancia constitutiva de algunas mujeres para la historia de la salvación, en especial María, Madre del Señor, a la que ven con los ojos de la fe y que en modo alguno es el producto de una calenturienta fantasía religiosa a medio camino entre la divinización y la satanización de lo femenino. ¿No son productos fantasiosos de proveniencia más bien gnóstico-teosófica que nada tienen que ver con la fe cristiana y que en modo alguno sirven para interpretar la acción del Espíritu de Dios, que sólo el hombre lleno del espíritu puede entender con la ayuda del Pneuma Santo (1 Cor 2,13)?

            Aunque la mayoría de los escritores eclesiásticos de la Antigüedad y de la Edad Media parten de una cierta primacía del género masculino, no se puede hablar de una gradación ontológica y esencial, como en filosofías emanacionistas neoplatónicas, ni de una devaluación moral, como en la gnosis, pues tal discurso contradiría diametralmente la doctrina de la bondad de lo creado, la condición de persona y, por tanto, la mediación personal en la inmediatez con Dios. Y de hecho, tal modo de hablar ha sido estigmatizado como herético. Desde un punto de vista teológico, el criterio primero y último para el valor y dignidad de la persona humana no son los parámetros de una ideología basada en la competitividad y en el consumo, sino la relación personal con Dios y con los hombres. Esto tiene su primera plasmación en la doctrina de la plena filiación divina de todo bautizado (Ga 3,28; Hch 2, 17).

            Todo ello se manifiesta de forma especial en la descripción de la persona humana dentro de la Iglesia. Ésta no es una comunidad religiosa compuesta por pocas personas con una inmediata experiencia mística de unidad con el abismo divino del Ser y por aquellas otras que consumen una religión de segunda mano. La Iglesia de Jesucristo no es una asociación con presidencia y miembros rasos, y todavía menos una estructura de mando hecha de órdenes y de subordinación. La Iglesia fue instituida por Dios como comunidad de hombres y mujeres que, en virtud de su unión con Jesucristo, hacen visible y palpable en el mundo su presencia salvífica y realizan su unión mutua como reciprocidad de los miembros del único Cuerpo de Cristo. Decisiva es la vocación a la comunión con Cristo Jesús en la fe y en el seguimiento. Por el bautismo, los creyentes son incorporados en la relación que Cristo, como Hijo de Dios, tiene con su Padre (Gal 3,28; 4,4-6) por la fuerza del Espíritu de Amor que habita en el corazón del hombre (Rm 5,5).

            Por eso el hombre y la mujer están capacitados para realizar su condición de persona en el amor a Dios y a los demás mediante las formas de vida del matrimonio y del celibato por el reino de los cielos con el que se trabaja de forma especial en favor de la Iglesia. El ideal no es una igualdad ante Dios exenta de relaciones. En la relación personal de las personas humanas que se diferencian como hombre y mujer, se representa en Cristo la comunión de los hombres entre sí como figura y realización de la comunión con Dios. Y esa cota es insuperable. Frente a una sociedad postcristiana, bastante secularizada, explicar los servicios eclesiales (profesor de religión, catequista, enfermero, miembro del voluntariado...), así como un compromiso honorífico (miembro del consejo pastoral de la parroquia, lectora, directora de grupos de comunión...) o el ministerio del obispo, del sacerdote y del diácono, no es posible en virtud del sacramento del orden sino mediante paralelos sociológicos. A pesar de ello, desde dentro de la Iglesia, hay que afirmar con toda rotundidad que el origen de todos los servicios y las misiones está en la diaconía de Cristo, como sistema referencial de todos los ministerios y servicios en la koinonia sacramental.

            La concepción que el Concilio Vaticano II tiene de la Iglesia ayuda a comprender el significado, básico para la Iglesia, que tienen la misión y el carisma de cada cristiano en la cooperación con el servicio del sacerdocio ministerial. Una imagen de la Iglesia que tenga como quicio único lo sacerdotal delata tanto un estado de conciencia preconciliar como una exaltación del apostolado laical a costa del ministerio de servicio basado en el sacramento. Sólo en la perspectiva de una concepción de la Iglesia sacramental, se ubicará correctamente el sentido de preguntarse si la condición de ser varón para recibir el sacramento del orden es irrenunciable por razones internas o si la praxis seguida hasta ahora por la Iglesia se ha orientado de modo exclusivo por lo que de hecho era socialmente plausible.


El sacerdote no es más poderoso

            Si dejamos de definir equivocadamente al laico como un cristiano que puede menos que el sacerdote, y si no seguimos cometiendo el error de concebir el sacramento del orden como incremento o incluso consumación de la condición de cristiano, entonces también hay que desistir de reducir el tema "igualdad de derechos y cooperación de las mujeres en la Iglesia" al epígrafe "ordenación de mujeres". Por tanto, no se puede infravalorar por más tiempo, como desvío a servicios subordinados, la referencia a la aportación constitutiva de hombres y mujeres como laicos, a la edificación de la Iglesia y a la propagación del Reino de Dios. También los servicios y las misiones de seglares expresan la misión y la figura sacramentales de la Iglesia, ya que proceden del bautismo, de la confirmación y de la participación en la Eucaristía. Si en María, la Madre del Señor, están prefiguradas la figura de la Iglesia nupcial como oyente de la palabra y la forma de existencia del hombre ante Dios como creyente agraciado con el Espíritu (Lc 1,45; 11,27; Ap 22,17), entonces no puede existir la menor duda sobre la importancia constitutiva de la mujer como persona concreta ni de la forma de realizar la mujer la condición de persona. En María Magdalena se representa la vocación de la mujer (In 20,17) no sólo frente a sus hijos como madre (2 Tm 1,5) y frente al esposo aún no creyente como esposa (1 P 3,1), sino también como testigo del Resucitado frente a la Iglesia en su conjunto. "Ella es apostola apostolorum para que, así como primero la mujer pronunció las palabras de muerte, transmita ahora la mujer las palabras de vida" (Tomás de Aquino, Comm. in Jo. c. 20,2,3,6).

            El tema "mujeres en la Iglesia", que (como es natural) no puede tapar los agudos problemas de la Iglesia en un mundo secularizado, podría ser un test sobre la nueva capacidad de diálogo de los cristianos entre sí y de la Iglesia con la "palabra de Dios en la Santa Tradición y en la Sagrada Escritura" (DV 10). Conserva toda su actualidad el mensaje que el Concilio Vaticano II dirigió en 1965 a las mujeres: "Llega la hora, ha llegado ya, en que la vocación de la mujer se desarrolla plenamente; la hora en que la mujer consigue en la sociedad una influencia, una irradiación, una posición jamás tenida hasta ahora. En un tiempo en que la humanidad experimenta un cambio tan profundo, las mujeres iluminadas por el evangelio pueden contribuir de modo eficaz a que ella no se autodestruya" (AAS 58, 13).


Sexualidad humana, como varón y mujer

            Con diferentes recursos expositivos, los dos relatos bíblicos de la creación (Gén. 2,7ss.; 18-25; 1,26-27) dicen que la existencia del género humano en dos sexos y la de cada persona concreta como varón o como mujer son expresión directa de la voluntad creadora de Dios. Esto rompe con el mito platónico del hombre primordial, luego dividido en dos partes que tienden, por su propia naturaleza, a unirse de nuevo y a reconstruir su unidad original, y también con el mito de la teogamia en el que el ser, de los dioses a los hombres y hasta la estructura más íntima de la materia, está totalmente empapado y penetrado por la oposición entre un principio masculino y otro femenino). En la perspectiva bíblica, la sexualidad masculina o femenina es una cualidad de la criatura corpórea que, en razón de la correlativa constitución de espíritu, alma y cuerpo, modifica el ser personal humano. Desde el punto de vista formal, la persona del varón y de la mujer tienen la misma dignidad.

            La masculinidad y la feminidad señalan una diferencia modal en el ser humano. De ello se sigue que todas las características básicas de la naturaleza humana (la corporeidad, la mundanidad, la interpersonalidad, la dignidad personal, la trascendentalidad a Dios) se realizan y se concretan en cada ser humano según su condición específica de hombre o de mujer. Todas y cada una de las personas han sido creadas a imagen de Dios. No es cada persona, en cuanto varón o mujer, sólo la mitad de la imagen divina. De acuerdo con su indivisible personalidad, cada ser humano representa de manera completa la mediación (constitutiva de su esencia) hacia la inmediatez de Dios.

            Ahora bien, sólo puede pensarse la modalidad existencial personal de cada ser humano concreto como orientada a otro ser humano. Sólo en virtud de la tensión polar de varón y mujer, se da una multiplicación de los individuos y una historia de la humanidad en la secuencia de las generaciones. La correspondencia de varón y mujer como fundamento de su capacidad de vida en común y de mutua ayuda, en la comunión personal del amor, es el supuesto básico y al mismo tiempo también el protomodelo de toda comunicación humana y de toda formación de comunidad en las realizaciones análogas de la familia, de las comunidades y de la sociedad política y eclesial. En la perspectiva bíblica, la relación del varón y la mujer es la forma básica de la sociabilidad y la interpersonalidad del hombre.

            La relación de varón y mujer no es un reflejo unívoco de la relación intratrinitaria de las Personas divinas (no alude a este aspecto Gén 1,26). Pero la relación personal de las criaturas entre sí es una analogía directa de la relación de la criatura con el creador: No es, por tanto, una simple alegoría externa hablar de la relación de Yahvé con Israel (Os 1,2), de la de cada persona humana con Dios o, en definitiva, de la de Cristo con su Iglesia (Ef 5,25; 2Cor 11,2; Ap 19,7; 22,17) recurriendo a la relacionalidad entre el varón y la mujer, revelada en la creación. En la diferencia y referencia entre ambos, se manifiesta que los hombres sólo pueden llevar a cumplimiento su ser personal de forma relacional, en dirección a Dios y a los demás seres personales de la creación.


La doctrina de la Iglesia

            Según la formulación del Papa, se trata de un "asunto importante que afecta a la constitución divina de la Iglesia". Por eso todo cristiano católico tiene el derecho a la información sobre qué motivo real se da en la sustancia del sacramento del orden (DH 1728; 3857), de la que tampoco el Magisterio eclesiástico puede disponer, para que la Iglesia (en la persona del obispo) no pueda administrar el sacramento del orden a mujeres bautizadas que viven en comunión plena con la Iglesia católica aunque ellas quieran recibirlo. Esto significa que el obispo está atado no sólo por una disposición de orden disciplinar. En el plano teológico, esto indica que, a un rito sacramental eventualmente realizado, no le correspondería efecto sacramental-espiritual alguno y que la acción de la ordenación sería ineficaz ante Dios.

            Sin duda, hay que presuponer que la razón interna para los límites de la actuación de la Iglesia está en la voluntad instituyente de Jesús, que es el punto de referencia para toda legitimidad de la acción de la Iglesia. Pero no es necesario demostrarla como una decisión jurídica formal tomada al pie de la letra de un dicho o de una orden directa de Jesús dentro del Nuevo Testamento. Esa voluntad se desprende de la naturaleza sacramental de la Iglesia, basada en el evento de la revelación y expresada en la historia de la conciencia de fe de la Iglesia. Hay que detectar la voluntad instituyente de Jesús mediante un ordenado procedimiento hermenéutico que arranque de las fuentes normativas de la teología: Sagrada Escritura, tradición doctrinal y praxis sacramental de la Iglesia. El cometido de la teología es esclarecer el sentido interior de la voluntad instituyente obedeciendo a la única autoridad existente en la Iglesia: la palabra de revelación de Dios en Jesús de Nazaret. La voluntad de Cristo es idéntica a la firme resolución del logos respecto de nosotros. Obviamente, la autoridad de la voluntad instituyente no llega hasta donde es posible esclarecerla con argumentos de razón más o menos clarificadores. Es posible que razones de conveniencia de la tradición de la teología escolástica, aducidas a veces, ya no resulten convincentes hoy. Pero eso no significa que el conocimiento y reconocimiento de la voluntad instituyente conocida con nitidez en la tradición de fe se haya tornado caduca.

            Se plantea, pues, con razón la cuestión del motivo real de por qué las mujeres no pueden recibir el sacramento del orden. Aunque ningún individuo católico puede esgrimir el derecho a la ordenación sacramental, sin embargo la colación de la ordenación no depende del libre albedrío del obispo, ya que él mismo no es el propietario sino sólo el servidor encargado de transmitir mediante el sacramento la autoridad de Cristo, "la de poder actuar en la persona de Cristo como Cabeza de la Iglesia" (PO 2). En la proclamación de la palabra, administración de los sacramentos y dirección pastoral, deberá realizar el sacramento del orden tal como se desprende de la naturaleza del ministerio sacerdotal y de la intención de la Iglesia en la administración de los sacramentos. El hecho de que no haya un derecho judicialmente reclamable a ese sacramento no tiene su razón de ser en un arbitrario derecho de veto del ministro legítimo del sacramento, sino que sólo puede derivar del sentido interno del sacramento, sentido que dimana de la voluntad instituyente de Jesús.

            La cuestión es si el género masculino del aspirante al cargo de dirigente de la Iglesia (1 Tm 3, 1.5) es de modo general una condición para la recepción válida. Éste y otros aspectos ocupan la segunda parte de este trabajo, un texto que publicaremos la próxima semana.

            Además, la mujer está totalmente presente en la vida pública. Al menos en la civilización norteamericana y europea occidental, las mujeres pueden verse confirmadas diariamente en su nuevo sentimiento de valía mediante sus éxitos profesionales y el reconocimiento público. La emancipación es vivida, sobre todo, como irrefrenable tendencia social a la situación normal a la que nadie puede oponerse sin ganarse la etiqueta de reaccionario.


Nuevo horizonte de experiencia

            Está claro que la actitud de la Iglesia no se basa en una desconfianza en las capacidades de las mujeres orientada por pautas de conducta y estereotipos tradicionales. Todo profesor de teología sabe (especialmente en las universidades alemanas) que las estudiantes en nada desmerecen de sus compañeros varones en cuanto a talento científico, vocación espiritual y cualidades de carácter para un ministerio eclesiástico, o en cuanto a capacidad de entrega en favor de la Iglesia y del evangelio. Por otro lado, los adultos jóvenes que, en la escuela y en la universidad, han convivido sin problemas con chicas consideran injusto que se perjudique a las mujeres en sus oportunidades de ascenso y que no se les permita acceder a una profesión que desearían desempeñar. Tampoco hay razón alguna para temer que la media de las estudiantes de teología estén menos capacitadas para hacer frente a los desafíos psíquicos, físicos o espirituales del servicio parroquial.

            Una mirada a la realidad cotidiana de las comunidades parroquiales muestra cómo (sobre todo en África, Asia y América Latina) la Iglesia fue y es edificada mediante los servicios de mujeres. En muchos ámbitos de la predicación de la catequesis, de la pastoral y de la organización, la vida eclesial se vería notablemente perjudicada sin el servicio voluntario o contratado de mujeres. El fenotipo de la Iglesia es mucho más femenino de lo que permite suponer la expresión "Iglesia de varones". Por tanto, no se puede fundamentar la concatenación del sacramento del orden con el varón aludiendo a una presunta ineptitud inherente a la condición de mujer. Además, en muchos países, los católicos pueden contemplar la actuación de pastoras evangélicas (en actos de culto ecuménicos, en bodas religiosas conjuntas, en entierros...). Con independencia de la importante diferencia en la concepción del ministerio, hay quien se pregunta, al ver a esas mujeres: "¿Por qué no debería ser también así entre nosotros?".

            Resulta así inevitable la cuestión de si la presencia e importancia de las mujeres en todos los campos de la Iglesia y en todas las actividades de la misión eclesial (presencia reconocible desde la Iglesia primitiva) no exige hoy también el acceso a todos los ministerios y servicios. Se argumenta que la equiparación y paridad de las mujeres, que comprende todos los ámbitos de la vida, acuña la mentalidad social y constituye las plausibilidades y evidencias individuales y colectivas, exige que la Iglesia, para ser creíble, tenga el coraje de despedirse de una praxis que refleja sólo una antropología y una sociología preilustradas y no emancipadas, una herencia que arrastra todavía como un cuerpo extraño dentro de la sociedad moderna.

            Si la Iglesia en el mundo de hoy interpreta de modo correcto los signos de los tiempos (GS 4; 11) -sigue diciendo la argumentación-, podrá situarse en el vértice del desarrollo social. Si realiza en su organización interna lo que propone como ideal a la sociedad en su doctrina social, podrá convertirse en modelo de la nueva cooperación entre hombres y mujeres. Y esa Iglesia ganaría para sí y para la sociedad toda la riqueza del talento femenino. Además, ella dispone de la opción de remodelar de continuo el ministerio espiritual (que, sin duda, forma parte de su esencia) según las necesidades de la predicación y de la pastoral modernas. La Iglesia (se sigue diciendo) puede más de lo que ella cree. También en el plano de la estrategia pastoral, es enorme el efecto de una nueva apertura. Las mujeres podrían identificarse otra vez con su Iglesia si se superase definitivamente la aún persistente discriminación estructural de la mujer en virtud de la exclusión general del ministerio clerical.


Hacia una hermenéutica correcta

            Pero esta hermenéutica, que hemos expuesto de modo sucinto y que está marcada no por la teología sino por modelos sociológicos y por directrices emancipadoras, tiene sus limitaciones a la hora de aplicarla a la "Iglesia, cuyo misterio se manifiesta en su fundación" (LG 5), porque sólo en la fe, y escuchando la palabra de Dios, se averigua lo que la Iglesia es y debe ser. Precisamente es en los sacramentos donde la Iglesia conoce que no puede disponer de la revelación y percibe los límites del derecho humano de configurar.

            La Iglesia de Dios no puede -a fin de producir un efecto publicitario y mejorar su imagen- querer vender una imagen, fabricada por hombres, de una antropología y utopía social-liberal-emancipada. No se la puede medir, ni hacia dentro ni hacia fuera, bajo los parámetros de una sociedad organizada de arriba abajo, ni tampoco por los de la Constitución democrática liberal basada en la igualdad. Porque la jerarquía no es la dominación de los clérigos sobre la Iglesia, sino autoridad sagrada. Teniendo en cuenta que el Enviante se representa a sí mismo en el enviado (apóstol), la jerarquía es ejercida por Cristo como origen (cabeza) de toda actuación salvífica de la Iglesia. La cooperación y presencia de los laicos, que forma parte de la esencia de la Iglesia, deriva no de una toma de elementos democráticos, sino del bautismo y de la pertenencia a la Iglesia.

            Hay que redescubrir lo que es la Iglesia partiendo del misterio de su origen en la autocomunicación encarnacionalmente escatológica de Dios en Cristo Jesús. En Cristo, ella es signo y efecto del reino de Dios, que ha irrumpido y se abre paso de modo dinámico (LG 1). En este sentido, el de la experiencia de la solidaridad de los hombres, significativa en el plano de la salvación (LG 9), la Iglesia puede ser también modelo de justicia y de solidaridad en la sociedad sin convertirse ella misma en un subsistema y sin tomar su figura visible como copia de la respectiva forma de la sociedad. La Iglesia es la comunión de todos los creyentes que proviene de la Palabra de Dios y es edificada hacia adentro mediante sus carismas, servicios y ministerios de la predicación y dirección en nombre de Cristo Profeta, Sacerdote y Pastor, que han sido conferidos a ella por Dios mismo en el sacramento del orden. Sólo así puede estar a la altura de su "misión como sacramento de la salvación del mundo en Cristo Jesús".


Hacia una respuesta teológica

            Más allá de la estéril disputa de preguntar a quién compete el cargo de la prueba, hay que subrayar que, a las mujeres y hombres creyentes, les asiste el derecho a una respuesta teológica sobre si la praxis de la Iglesia se asienta en la lógica interna del sacramento del orden o si representa tan sólo el reflejo de un demérito sociológico y antropológico de la mujer, con lo que demuestra que es mutable por principio. La cuestión es si la Iglesia, condicionada por influencias no teológicas, no ha utilizado plenamente en el ámbito del sacramento del orden sus propios principios que ella, esgrimiendo la teología de la creación, que concede la plena igualdad de valor a la mujer como persona, y la teología de la gracia, utiliza en la relación de mujeres bautizadas con Dios y con la Iglesia (miembros del Cuerpo de Cristo), unos criterios que aplicó sin restricción alguna en la praxis del bautismo, de la confirmación, de la reconciliación, de la unción de los enfermos, del matrimonio y de la recepción de la Eucaristía desde los tiempos de la Iglesia primitiva.

            La actual discusión, antes y después de la decisión magisterial de Ordinatio Sacerdotalis, ha demostrado la necesidad de reclamar el plano teológico de la problemática. No hay que perder de vista el peligro de someter la interpretación teológica de la revelación a una norma distinta de ésta. En el contexto de una sociedad pluralista, muchos que están fuera de la Iglesia, alejados de ella o con otras creencias, ven a ésta principalmente como una especie de subsistema religioso o como una asociación libre de personas que se juntan en virtud de sus convicciones afectivas o éticas y así "hacen su Iglesia".

            Se piensa que la forma de organización de la Iglesia es similar a la de los partidos, sindicatos, consorcios, bancos o iniciativas ciudadanas. Incluso el que no comparte la idea que la Iglesia tiene de sí misma como instrumento proveniente de Dios para realizar su plan de salvación universal se cree, como es posible constatar en numerosas ocasiones, justificado para dar buenos consejos o llamado a exigir en la Iglesia pautas y valores, por ejemplo como los de la democracia intrapartidista, iguales oportunidades de ascenso en todas las funciones y cargos, etc. Y quizás se concibe el sacramento del orden, a lo sumo, como una forma ancestral y barroca de toma de posesión de un cargo dirigente que, al igual que un jefe de banco, un presidente de partido, un capitán de la industria, un director general de televisión o un profesor universitario, puede ser ubicado en la sociedad con los sensores de autorrealización, carrera, poder (es decir, tener la última palabra) o prestigio.

            Sin duda, en la atmósfera de una concepción laica de la realidad y de una imagen del hombre reducida a lo funcional, es muy difícil llegar a una plataforma común para poner en marcha, desde la autocomunicación de Dios transmitida en la encarnación y en la historia, un diálogo sobre la concepción sacramental de la Iglesia, en sus servicios, carismas y ministerios, y sobre una imagen del hombre enraizada en una antropología teológica que está marcada esencialmente por la coordinación del hombre y de la mujer. Pero la fuente de la autoridad doctrinal y el fundamento de decisiones en cuestiones de fe no son ni el Magisterio mismo (como instancia creada por razones sociológicas, en sentido erróneo por la jerarquía) ni gremios de sacerdotes y seglares con pautas democráticas, sino la Palabra de Dios y la fe de la Iglesia, que dimana de la palabra y se ofrece como expresión lingüística de ésta. De la escucha deriva la comprensión creyente de la voluntad instituyente de Jesús, Mediador entre Dios y los hombres (1 Tm 2,4), Cabeza de la Iglesia y Origen de la nueva humanidad (Ef 1,22; Col 1,18; Rm 5,17.19).

            Las cuestiones que hay que tratar aquí sobre la teología sacramental y la antropología teológica, sobre la naturaleza y misión de la Iglesia y sobre el grado de obligatoriedad de las decisiones del Magisterio, son de tal gravedad que no permiten dar una respuesta eufemística para ganar tiempo. Además, tiene poco sentido esperar que el Espíritu Santo dé la solución en un tiempo futuro. Frente a esta visión un tanto supranatural de la actuación del Espíritu, hay que recordar la unidad interna entre pneumatología, cristología y eclesiología. Cristo resucitado actúa por el Espíritu Santo no saltándose la causalidad histórica (Escritura, Tradición, hermenéutica de la interpretación de la revelación, sentido de la fe del pueblo de Dios, Magisterio). Más bien, el Espíritu hace que la articulación humana de la revelación siga siendo lo que debe ser: la actualización de la palabra y voluntad (1 Ts 2,13) del Dios que se ha revelado de una vez por todas en Jesús (Hb 10, 10).

            Tampoco en el futuro resolverá el Espíritu de Dios, que guía a la Iglesia, cuestiones dogmáticas relevantes mediante informaciones puntuales emanadas del cielo, ni solventará cuestiones de actualidad creando constelaciones históricas como un deus ex machina. Más bien, el Espíritu obra siempre a través de la mediación histórica de la revelación en la Escritura y en la Tradición. Opera por medio del sensus fidei de la Iglesia como conjunto y de la autoridad magisterial del episcopado. Ningún camino deja de lado las formas creaturales de la realización histórica de la conciencia de fe eclesial, la conexión interna de ésta ni sus resultados, sustentados por el Espíritu Santo (Jn 14,16.26; Hch 15,28).

            Por eso, la pregunta decisiva reza así: ¿Tiene la unánime praxis ecclesiae, y la convicción tradicional de la necesidad del sexo masculino para la recepción válida del sacramento del orden, una razón basada en la sacramentalidad del ministerio sacerdotal? ¿O quizás, a la luz de la sociología y antropología actuales, resulta que esta praxis y convicción han sido condicionadas por el tiempo y, por ende, están unidas sólo de forma casual con el sacramento del orden? Pero hay que añadir: No se puede medir con un parámetro sociológico la cuestión de la necesidad teológica o del condicionamiento sociológico, sino que hay que dilucidarla sólo y exclusivamente de modo teológico.


Lo absoluto de la fe y las condiciones de cada época

            La constitución divina de la Iglesia no dimana de disposiciones, axiomas o instrucciones éticas del Jesús prepascual concretados de modo histórico y positivo, sino que supuso un método que se orientaba por hechos concretos de Jesús. Éste no se presentó como un renovador religioso, sino que se reveló como el autorizado Mediador escatológico del Reino de Dios que se impone en el mundo en el destino del Hijo único del Padre (Jn 1,14.18), en la cruz y en la resurrección. De ahí resulta para el creyente que Jesús, aunque en su conciencia humana estuviera influido por la mentalidad de su tiempo, no se equivocó ni pudo equivocarse en los actos constitutivos del establecimiento del Reino de Dios y en la fundación del escatológico Pueblo de Dios. Pensar que la influencia que su época ejerció en Jesús llevó a un oscurecimiento de la verdad de la revelación, que sólo más tarde podría conocerse a la luz de los resultados de las investigaciones más recientes de las ciencias naturales y de la sociología, sería tanto como privar al cristianismo del cimiento de la revelación histórica.

            En cambio, una visión inmanentista y secularizada (por ejemplo, de la escuela de la historia de las religiones), para la que básicamente no hay lugar para un conocimiento de la Palabra de Dios que se revela en la palabra humana y en la comunidad lingüística de los creyentes, despachará una autoaseveración de Dios concedida a la comprensión creyente por medio de la palabra humana y de los fenómenos y eventos históricos, calificándola de construcción ideológica que es posible deconstruir (desenmascarar) psicológica y sociológicamente o utilizando la historia de la religión practicando el análisis de los factores y elementos humanos que intervinieron en su plasmación.


La sacramentalidad de la Iglesia, base de sus decisiones

            En cambio, para la perspectiva de la fe, que es un efecto del Espíritu Santo que nos ha sido comunicado en Cristo para que comprendamos la Palabra de Dios, la constitución divina de la Iglesia aparece como la actualización sacramental de la comunión de Dios con los hombres, basada en la encarnación de Dios en Cristo Jesús. Se ha interpretado y realizado en el histórico envío salvífico de Jesús, en su reunión del Pueblo de Dios y en su destino como Mediador de la salvación en la cruz, resurrección, presencia del Espíritu y parusía. En todas las cuestiones de la doctrina eclesiástica, de la liturgia, de la misión y edificación de la Iglesia, es posible percibir la dimensión de la evolución y concreción históricas. Pero esto no debe llevar necesariamente a un relativismo que deriva sólo de la contraposición (sistemática) de verdades esenciales suprahistóricas y casos históricos fortuitos. La verdad de Dios se revela en el evento de su proclamación, que une el entendimiento y la voluntad del oyente con Dios, que es el contenido y el horizonte de la verdad y libertad del hombre. Por eso la verdad de la revelación y la historicidad de su mediación no se contraponen, sino que constituyen una trama de relaciones comunicada internamente.

            Esta forma histórica de la transmisión se basa en la estructura histórica de la revelación misma. La transmisión de la revelación divina en la predicación y en la vida de la Iglesia no puede suceder sino en la interacción polar de la fidelidad a la tradición y la actualización del Evangelio en la escucha siempre nueva de la palabra de Dios en la Sagrada Escritura y en su interpretación en la tradición. En este proceso, la Iglesia no recibe una revelación nueva, enseñanzas concretas o informaciones teoógicas sobre cómo hay que diferenciar, por ejemplo, la sacramentalidad del bautismo y la de la confirmación. No es posible demostrar con un hecho de Jesús que el bautismo es irrepetible. Pero esa irrepetibilidad se deduce objetivamente de que el bautismo es la muerte del hombre viejo y el nacimiento a la vida eterna.

            La instancia decisoria, que en el proceso de comprensión intraeclesial se ve ante una cuestión actual y se sabe ligada al testimonio de la Escritura, no puede ser razonada de modo sobrenatural o postulada como necesaria para el razonamiento. La decisión se encarga a hombres con sus medios humanos. Sólo así se hace justicia a la revelación encarnada que expresa la Palabra de Dios en palabras y procesos de comunicación humanos y la decide como dada, en su voluntad expresiva, respecto de una determinada cuestión: por medio de una decisión humana según el mejor saber y entender teológico e histórico bajo la asistencia del Espíritu prometido a la Iglesia.

            Así, el Concilio Vaticano II formula el cometido del Magisterio de los apóstoles, cuyo ejercicio ha sido confiado a los obispos, como decisión inapelable en la que se expresa la claridad de la Palabra de Dios ante una determinada problemática. "El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo. Pero el Magisterio no está por encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino, y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este único depósito de la fe, saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído" (DV 10).


Llamada de Dios, sustancia del Sacramento del Orden

            Teniendo en cuenta que, según la concepción católica, el ministerio sacerdotal está basado en la sacramentalidad de la Iglesia y de su misión, la representa específicamente y se ratifica como una de sus realizaciones sacramentales básicas, la cuestión del receptor (y del administrador válido) pertenece a la sustancia del sacramento del orden. Con la alusión a la sacramentalidad de la ordenación sacerdotal, alcanzamos el plano en el que debe situarse el pro y el contra de los argumentos. El criterio determinante de toda argumentación teológica no es la funcionalidad, sino la sacramentalidad. El que, por el contrario, conciba la Iglesia sólo como una asociación de correligionarios estructurada según las leyes psicosociales comunes de la historia de la religión, o el que confunda la ordenación sacerdotal católica con una ceremonia solemne con la que toman posesión de su cargo los "funcionarios" de una comunidad religiosa o en la que se designa a hierofantes para servir a sus divinidades, considerará incomprensible y enigmático el sentido y alcance de una argumentación que arranca de la sacramentalidad de la Iglesia.

            En la actual situación, se entrecruzan la cuestión de la posibilidad de administrar la ordenación sacerdotal a mujeres y la cuestión de si la Biblia suministra una base para un sacerdocio sacramental. Una concepción así se sitúa fuera de la problemática.

 

GERHARD LUDWIG MULLER, Regensburg, Alemania

 Act: 25/01/16   @noticias del mundo           E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A