Creer en Dios

 

            Responder esta pregunta no es sencillo, pero implica, fundamentalmente, introducir dos términos esenciales para intentar dar alguna explicación o respuesta. Estos dos términos son la fe y la razón. La fe, así como la esperanza y la caridad son las 3 virtudes teologales de las que nos habla Santo Tomás de Aquino. La fe, como virtud sobrenatural, da lugar a la gratuidad con la que el hombre se pone ante su propia existencia. Pero hay diferentes tipos y diversos grados de fe. Esta puede contemplarse desde una visión racionalista y por una transmisión de la tradición o confianza. El creyente contemporáneo, llevado por una visión racionalista de la fe que pretende un conocimiento para sí mismo, ha menospreciado la transmisión de la fe por tradición. Ciertamente, la actitud de obertura y fidelidad, contraría al espíritu crítico, lleva al creyente a una fe confiada, sencilla y natural. Así pues, la fe da por supuesta una revelación anterior de Dios que se nos abre y se nos da para el conocimiento de Él mismo. Aunque este asentimiento, si quiere ser humano, tiene que ser libre y razonable, que son dos propiedades intrínsecas de la esencia humana. La fe no puede ser vista como un acto irracional, sino al contrario, como un acto conforme a la razón. Por eso se afirma que no puede haber verdadera oposición entre fe y razón; es Dios mismo quien nos crea y quien nos infunde una y otra.

            La fe cristiana se basa en un misterio, el misterio de Jesucristo. Pero hay que averiguar que se entiende por misterio, cuáles son las señales que acreditan el acto de fe en él, cuál es la certeza de la fe y qué papel juega la libertad. Una de estas señales son los milagros, entendidos como hechos prodigiosos que van más allá de lo previsto en las leyes naturales y que Dios produce con la finalidad de ser entendidos como signos claros de su acción. Jesús confirmaba a menudo su palabra con acciones milagrosas. Otro tipo de señal de la acción divina son las profecías hechas en la Escritura. Jesús, muy a menudo, también se presentaba a sus discípulos cumpliendo una profecía hecha siglos antes. Así pues, los milagros y las profecías son signos razonables de los que todos los hombres pueden ser objeto o sujeto, sin embargo no agente, porque sólo Dios puede ir más allá de los límites de lo natural y sólo Él puede dar cumplimiento a las profecías.

            Los misterios de la fe no son contradictorios ni absurdos, sino una de las dimensiones más profundamente humanas. En todo lo que conocemos se da una gran parte de misterio; cualquier conocimiento de la naturaleza nos sorprende por la cantidad de misterios que esconde. Es verdad que el avance de la ciencia, el avance del conocimiento humano, consigue revelarnos muchos de estos misterios naturales, pero descubrimos de nuevos. Algunos podrían pensar que entonces el milagro ya no es tal prodigio sobrenatural. Ciertamente, algunos fenómenos considerados milagrosos en realidad no lo son, sin embargo eso no es cierto en todos y, además, a menudo se cae en el grave error histórico del anacronismo, desconsiderando el progreso tecnológico y la evolución creciente del conocimiento humano. Podría decirse que un milagro es un prodigio sobrenatural mientras no sea descubierto su mecanismo por la ciencia. No obstante, han de considerarse las coordenadas espacio-tiempo, es decir, un milagro no puede dejar de ser un fenómeno sobrenatural en un espacio y tiempo determinado por el hecho de que siglos después se descubra un mecanismo científico que lo explique y lo demuestre, un ejemplo de ello es la curación de varios leprosos que hizo Jesús.

            Pero la realidad es que hoy en día muchos de los milagros de los que nos habla la Biblia no han podido ser explicados por la ciencia. Entonces, aquí ya se entraría en la dimensión de la fe.

            No es de extrañar, sin embargo, que el cristianismo nos presente misterios que no podemos coger ni comprender completamente. Ahora bien, parafraseando al filósofo francés Jean Guitton, ''un misterio no es un absurdo, ni algo contradictorio sólo porque no podamos entenderlo'' sino que sobrepasa simplemente nuestra capacidad. Al acercarnos a Dios, topamos con el Misterio, pero no porque nos sobrepase quiere decir que sea absurdo. Lo que sucede hoy en día, es que cada vez más vamos perdiendo la capacidad de sorpresa. Sería bueno recordar a Jesús en el evangelio cuándo dice que ''para entrar en el Reino de Dios hemos de volvernos infantes''; aparte de las significaciones de bondad, pequeñez, humildad e inocencia que seguramente se interpreta del contexto evangélico, otra interpretación que podría hacerse es tener o mantener la capacidad de sorpresa que tienen los niños. De esta manera podremos preguntarnos por algo que nos sorprenda, aunque quizás no obtengamos una respuesta unívoca y científica, y así no tendremos esta actitud de autosuficiencia, de ''fe ciega'' en una ciencia que, ante el gran progreso tecnológico, cree poder demostrarlo todo.

            Esta capacidad de sorprenderse es uno de los soportes de la fe. El grado de fe es variable y depende del estado de la persona así como del ambiente de su entorno. Esta variabilidad se da en momentos de nuestra vida en que nuestra aceptación de la fe es condicionada y, por lo tanto, fragmentaría. Cuando al creer ponemos condiciones a Dios, no es El el centro de la fe, sino nosotros. Eso quiere decir que si estamos en este punto todavía no creemos o no confiamos completamente en Dios, porque la fe no es un acto de adhesión ideológica, sino una oblación de toda la persona y un asentimiento de toda la verdad de Dios.

            La fe no es sólo una opinión que viene y va; pero tampoco es una evidencia que se imponga necesariamente. La paradoja de la fe reside en que sea firme y cierta pero al mismo tiempo sea una certeza libre. Esta certeza libre da lugar a un acto de fe. Éste siempre ha sido relacionado con un tipo de acto psicológico, que tiene como características principales ser incondicional y totalizador; es decir, el buen creyente cree, sin condiciones, todo aquello que hace falta creer. Ahora bien, obsérvese que en el acto de fe no aparece su contenido objetivo y, no obstante, el creyente le da asentimiento como si se tratara de una verdad absolutamente evidente. Y es que el acto de fe forma una totalidad muy rica, que une, a la vez, el aspecto comunicable y objetivo y el aspecto existencial y salvador.

            La intuición del creyente de que es bueno creer es fruto de un acto de libertad. La fe, en general, es creer algo de alguien, y eso no es sólo un asentimiento a un contenido sino también a una persona en quien se confía. Así pues, la credibilidad del testigo y su mediación afectan a la propia formalidad de la fe, que es lo mismo que afirmar que la ilimitación sin reservas e incondicional del acto de fe sólo se justifica por la autoridad de quien revela y por la libertad de creer de la persona a quien se le revela.

            El hecho de la autoridad tiene mucha importancia en cualquier creencia o proceso intelectual de tradición, sin embargo ha quedado muy deteriorado en la visión racionalista de la fe, en la cual las verdades no se cruzan en la medida en que son garantizadas por el Dios que las revela, sino por el sentimiento de unidad o belleza que genera su cosmovisión. El creyente contemporáneo a menudo olvida que creer es creer totalmente y no parcialmente ya que su criterio ideológico lo remite a actuar más como filósofo de la vida que como verdadero creyente.

            De los dos extremos de la fe, la visión racionalista y la tradicional, sería bueno mantenerlos en un equilibrio. Como dice Aristóteles, ''la virtud se encuentra justo en medio de los extremos''. Así se podrá obtener una fe natural, total, incondicional, segura, libre y confiada en el testimonio y mediación de la autoridad porque sino podría caerse en el cientificismo y en el fideísmo, respectivamente. Y esta fe libre, en que la ausencia de evidencia se suple por lo que se cree bueno porque se sabe que es bueno, tiene que existir en todo tipo de actitud para que fomente la piedad y haga atractivo para el hombre el bien espiritual que significa Dios. Porque toda persona tiene la idea innata de un ser superior a ella, su Creador o Dios y por tanto tiene también necesidad.

 

JOAN BAPTISTA MARTÍNEZ, Barcelona, España

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