Correcciones Incurables
En muchos momentos los padres de familia,
abrumados por nuestras presiones familiares o emocionales, buscamos la manera de
que nuestros hijos puedan entender mejor y hagan lo que se les indique.
Estamos preocupados por saber cuál es la mejor manera de corregir, bajo
fórmula de «tiene que
ser una forma que funcione y que en verdad sientan ellos que deben hacer lo que
uno les pide». Es entonces cuando nos damos a la tarea de buscar. Quizá
comencemos con el manazo; después, si no funciona, con la chancla, o bien con
el cinturón (métodos y medios que fomentan y dan un claro ejemplo de
violencia, desesperación y
coraje). No obstante, esas no son las únicas formas de violencia: tenemos
también la mirada, la palabra hiriente y la indiferencia. Éstas no
dejan marcas aparentes en el cuerpo, no hacen moretones, e inclusive en muchos
momentos ni siquiera provocan llanto. Lo que sí es un hecho es que prevalecen
por mucho más tiempo y son más difíciles de curar.
¡Cuántas veces no hemos visto niños que
buscan la mirada de aceptación o rechazo de sus actos, volteando a ver la
mirada de sus padres! Estas miradas profundas y penetrantes que pueden ser desde
dulzura, amor y compasión, hasta fuertes golpes y latigazos que van a lo más
profundo del ser, el alma, convirtiéndolos en seres inseguros y temerosos en
busca de nuevas miradas que reemplacen a la de sus progenitores.
Otros golpes que van directo al alma son los
generados por la palabra, esa palabra aniquilante, humillante y tajante que
habla «de lo que somos y de cómo somos”. Que pueden ir desde un «eres
tonto, flojo, estúpido», hasta un «cállate, no debes llorar». En
verdad creo que si fuéramos más conscientes de lo que pueden generar esas
frases, nos abstendríamos de decirlas.
Por su parte, la indiferencia hace lo suyo
cuando se toma como una revancha, como un «ojo por ojo», cuando reforzamos
conductas que reprobamos, o bien, cuando inconscientemente, orillados por
nuestra propia situación emocional, nos encontramos ausentes aun cuando físicamente
puedan vernos.
Y ante todo esto quizá surja la pregunta: «¿Y entonces cómo puedo hacer para que mi hijo me obedezca y me haga caso?». La respuesta podríamos encontrarla en nosotros mismos, al hacer un autoanálisis y poder observar cómo estoy repitiendo y trasladando la forma en que yo fui maltratado (probablemente inconscientemente por parte de mis padres o tutores ), y cómo lo estoy haciendo con mis hijos. Entonces podremos encontrar alternativas sanas. La autoridad con los hijos es muy conveniente que sea ganada. ¿Cómo? Con base en el respeto, el diálogo, en el jugar, en el reír, en todo aquello que pareciera superfluo y a lo que cada vez hacemos menos caso. Es importante arriesgar, darse la oportunidad de ser auténticos y de expresar al hijo el amor incondicional que hay de nuestra parte hacia él.
JESÚS
ESCAMILLA,
Querétaro, México
Act: 25/01/16 @noticias del mundo E D I T O R I A L M E R C A B A M U R C I A |